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tomar nuestro lugar. Cristo fue constituido por Dios como el recolector de nuestra “basura”, que lleva la inmundicia de nuestro pecado con sus propias manos puras. ¡Amor inefable en acción!

      Sin embargo, quizá una objeción se pueda levantar contra la afirmación de que Dios puede perdonar pecados antes de que sean cometidos. Es así de sencillo: ninguna cuestión de castigo ni separación eterna de Dios puede levantarse contra un pecador perdonado en el estado de gracia.

      Dos cosas deben ser distinguidas: el trato de Dios para con los pecadores, y para con los santos. Nuestra conversión da a entender que su perdón eliminó para siempre todos nuestros pecados. Aunque abarca mucho más que eso. El creyente también es declarado justo en Cristo, porque fue llevado a un nuevo nacimiento. Todavía no queda totalmente sin pecado, pero como Juan nos dice: la simiente de Dios permanece en él y no puede pecar (1 Juan 3:9). Ya que su mente y su albedrío se unen a Cristo, su actitud con respecto al pecado queda radicalmente alterada. La enemistad y la rebelión contra Dios fueron crucificadas, y el pecado ya no se manifiesta como la causa de soberbia voluntaria y placer perverso, sino como una causa de tristeza, vergüenza y repudio hacia sí mismo.

      Entonces, la actitud de Dios con respecto a los pecados de sus santos hijos difiere de su reacción frente a los pecadores, aunque aborrece igualmente el pecado en ambos, ¡y más en los santos! Es más, la actitud de los santos con respecto a sus pecados difiere de la actitud del pecador a los suyos. No hay consecuencias penales cuando se peca después de la conversión, porque el hijo de Dios se encuentra dentro de la gracia (cf. Romanos 5:2), y aunque la disciplina puede ser aguda, el creyente sabe que queda libre de toda condenación (8:1). Si no podemos colocar esta grande roca de paz eterna en el fundamento de nuestra vida cristiana, ¿qué seguridad podemos tener en que permanecerá lo que edificamos sobre este fundamento?

      Entonces, ¿los pecados de los santos no son graves? ¡Por supuesto que sí! Causan distanciamiento entre el Padre y sus hijos. Dios no los va a repudiar, por más graves que sean [la historia de Israel comprueba esto (cf. Óseas 11)]. No obstante, su presencia se retira de ellos. Aunque se mantiene firme sobre sus promesas de perdón, justificación y santificación, pero sin comunión activa con ellos. El Padre es nuestro Padre y, como hijos, seguimos siendo sus hijos, pero no habrá comunicación hasta que el pecado se confiese, hasta que no haya arrepentimiento, hasta que no se busque la purificación y la comunión. Esto se presenta plena y claramente en 1 Juan 1:6 y 2:2. Un estudio cuidadoso de este pasaje despeja toda confusión con respecto a los dos tipos de perdón: el que nos libra de la condenación eterna, y el que nos mantiene en comunión diaria con Él. Ambos los provee la muerte de Cristo, el Mediador y Salvador del pecador, y el Abogado del santo.

      Los católicos romanos distinguen entre pecados mortales y pecados veniales, y podemos admitir esto si tenemos en claro lo que significa. Porque el verdadero hijo de Dios, no puede pecar de manera mortal, ya que todo el precio fue pagado por Cristo; pero aunque sea hijo, no podrá tener comunión bendita con el Padre hasta que se arrepienta de su estado de desobediencia. Gozamos de acceso continuo al Padre por medio de nuestro gran Sumo Sacerdote y Abogado, Cristo, que vive por siempre e intercede por nosotros (cf. Hebreos 7:25).

      De esta manera, aprendemos a mantener “cuentas claras con Dios”. Esto es lo que Juan llama “andar en la luz” (1 Juan 1:7). Aquí se entiende que el santo sabe que es un santo, aunque propenso a caer. Aunque ello no quiere decir que alguien pueda ser hijo de Dios sin estar en comunión con Cristo. Es por nuestros frutos, no por nuestras raíces (las cuales no se ven), que podemos mostrar que somos hijos de Dios.

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