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su propia hija era en parte el resultado de un acto de rebeldía.

      De pronto, Marnie recordó que había una pregunta a la que Cal no había respondido. Una pregunta muy importante. La más importante de todas: ¿era Kit feliz?

      La había eludido diciéndole el nombre de Kit, lo que había hecho que Marnie estallara en lágrimas y se olvidara de volver a preguntarlo. ¿Había sido algo casual o premeditado? ¿Tendría algún oscuro motivo oculto e inconfesable?

      Marnie volvió a reconstruir la imagen de Cal en su mente. Inconscientemente, y en medio del torbellino de emociones que había sentido en el aparcamiento, se dio cuenta de que desde el principio había estado tratando de encontrar una palabra que lo definiera. Se le habían ocurrido: «arrogante, sexy y masculino», y sin duda todas ellas eran acertadas. «Peligroso» era otra palabra que podía describirle. Pero había algo más que no acababa de concretar y que la hacía sentirse incómoda. Representaba para ella una enorme amenaza. ¿Era por su fuerza de voluntad? Sin duda la tenía. Había odiado que ella lo desafiara. Pero dejando a un lado la voluntad, ¿qué quedaba?: Poder. Eso era. Un hombre que irradiaba poder. Su cuerpo, su voz, sus actos… todo ello estaba imbuido de la energía inconsciente de un hombre acostumbrado a ejercer poder.

      A Charlotte Carstairs le había fascinado toda su vida el poder. Marnie había tenido que hacer un enorme y continuado esfuerzo para evitar que ese poder arruinara su vida, convirtiéndola en una persona tan amargada y distante como su madre.

      Marnie terminó el sándwich, vació la botella de jugo de manzana que había comprado para acompañarlo y volvió a meterse en el coche. Revolvió en su mochila, buscó el pañuelo que tenía junto a su impermeable y se lo enrolló a modo de turbante en la cabeza, teniendo cuidado de cubrir todo su pelo. Sacó las gafas de sol y se puso una abundante capa de carmín en los labios. Se miró satisfecha en el espejo. No se parecía en nada a la mujer que había comprado un helado bajo la lluvia. Entonces, salió a la autopista y se encaminó de vuelta hacia Burnham. Aquella vez sí tenía un plan.

      Condujo lentamente a través del pueblo, atenta por si veía un Cherokee verde oscuro. En la gasolinera, se acercó al surtidor y pidió que le llenaran el depósito, mientras preguntaba con tono despreocupado.

      –Estoy buscando a Cal Huntingdon. ¿Me podría decir dónde vive?

      –Desde luego. Siga hasta la bifurcación de la carretera y tome a la izquierda, la calle Moseley. Su casa está aproximadamente a un kilómetro de la bifurcación. Es un gran bungalow de madera de cedro situado sobre una cala. Un sitio bonito. ¿Quiere que le revise el aceite, señorita?

      –No gracias, está bien –mientras miraba girar los números en el surtidor, dijo–. Lo conocí en la universidad, pero hace tiempo que no se nada de él.

      –Sí, una lástima lo de su esposa, ¿no es cierto?

      Los dedos de Marnie se cerraron sobre la tarjeta de crédito.

      –No sabía nada, ¿ha ocurrido algo malo?

      –Bueno, ella murió hace dos años. Cáncer. Fue muy rápido, lo que tal vez fue una suerte para ella.

      –Oh, cuánto lo siento, no lo sabía –dijo Marnie.

      –Fue muy duro para la niña, y para Cal, por supuesto. Son veinticinco dólares justos, señorita.

      Sintiéndose avergonzada por su comportamiento, Marnie firmó el ticket y dijo:

      –Creo que llamaré primero antes de ir. Gracias por la información.

      –De nada. Que tenga un buen día.

      Marnie pensó que «bueno» no era exactamente el adjetivo más adecuado para describir el día que estaba teniendo. Salió de la gasolinera y a la primera persona que encontró le preguntó cómo llegar al instituto de enseñanza secundaria. En unos diez minutos, había conseguido hacerse mentalmente un plano del pueblo y había establecido cuál debía ser probablemente la ruta seguida por Kit Huntingdon para ir de su casa a la escuela. Sólo entonces se decidió Marnie a abandonar Burnham.

      No había visto el Cherokee verde, y tenía que reconocer que le había faltado el valor necesario para acercarse al bungalow de la cala.

      Cal no le había dicho la verdad, y había dejado que creyera que Kit tenía un padre y una madre. Que todo era plenamente normal en el hogar de los Huntingdon. Una madre, un padre, y una hija, sin que hubiera sitio para ella. Por debajo de la sincera pena que le producía el que una mujer desconocida hubiese muerto demasiado joven, Marnie sentía rabia. Kit había perdido de forma trágica a su madre, y Cal no se había dignado a decírselo a la mujer que la había traído al mundo, una mujer que sin duda tenía derecho a saber la verdad. Tenía derecho a Kit.

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