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nada que decir. Para su desesperación, sintió que enrojecía hasta la punta del pelo, y que el piropo, porque obviamente aquello era un piropo, le había gustado y había llegado a tocarle aquella fibra sensible a la que jamás permitía que llegaran los hombres.

      Cal golpeó el volante con el puño:

      –No puedo creer lo que acabo de decir.

      Recobrando el habla, Marnie dijo:

      –Tu esposa estaría impresionada –y trató de no pensar ni en su mujer ni en su perfil, que era tan atractivo como el resto de él. Su nariz tenía un pequeño caballete, y su barbilla podría calificarse de arrogante, muy masculina e incluso sexy.

      «¿Sexy?, ¿la mandíbula de un hombre? ¿Qué le estaba pasando? Un hombre casado, además, que para colmo resultaba ser el padre de su hija».

      La mandíbula que estaba admirando tembló ligeramente.

      –Dejemos a mi esposa fuera de esto, y volvamos a lo importante. ¿Por qué estás aquí? ¿Qué quieres de mí?

      –Oh, lo que yo quiero es algo que no voy a conseguir –dijo Marnie suavemente.

      –¿Qué es lo que quieres?

      –Compasión, Cal, simple compasión, eso es todo.

      Comprobó que le había pillado desprevenido. No conocía a Cal Huntingdon muy bien, pero estaba segura de que no era fácil que nadie le sorprendiera, y una mujer menos que nadie. Tan sólo respondió:

      –La compasión hay que ganarla.

      –Entonces te diré por qué estoy aquí. Quería ver la casa en la que vivía mi hija. Esperaba poder hacer algunas preguntas a los vecinos sobre ti y tu esposa, para saber cómo erais, para comprobar… –involuntariamente su voz tembló– si mi hija es feliz.

      –¿Y eso es todo?

      Marnie le odió por dudar abiertamente de ella.

      –¿De verdad crees que me iba a presentar en tu casa sin avisar? –dijo, y añadió con sorna–. Oh, hola, resulta que soy la madre biológica de vuestra hija, que pasaba por aquí, y se me ha ocurrido venir a saludar. Por Dios, ¡ni siquiera sé si sabe que es adoptada! ¿Qué clase de mujer te crees que soy?

      –Tendría que tener el cerebro de Einstein para poder contestar a esa pregunta.

      –¿Lo sabe ella? ¿Sabe que es adoptada? –susurró Marnie, retorciéndose las manos dolorosamente en el regazo.

      –Mírame –Marnie levantó la cabeza y pudo ver algo que tal vez podía calificarse de compasión. Había en su voz un tono nuevo para ella, y dijo suavemente–. Sí, sabe que es adoptada. En ese aspecto fuimos sinceros con ella desde el principio, pensamos que sería lo mejor.

      Marnie contuvo el llanto.

      –¿Te das cuenta de lo que eso significa? –dijo– Significa que al menos sabe que existo.

      –Tú y su padre biológico.

      Dos lágrimas cayeron sobre sus dedos, pero decidiendo ignorarlas Marnie dijo con serenidad:

      –Así es.

      –Hay algo que no me has preguntado –dijo él.

      –¿Es feliz?

      –No me refería a eso. No me has preguntado su nombre. El nombre que dimos a nuestra hija.

      Las lágrimas inundaron sus párpados. No se había atrevido a preguntarlo.

      –¿Cuál es su nombre, Cal?

      –Katrina. Katrina Elizabeth. Pero la llamamos Kit.

      Aquello fue demasiado para Marnie. De pronto, sintió la irreprimible necesidad de estar sola. Con los ojos cuajados de lágrimas, y la respiración entrecortada buscó el cierre de la puerta. Cal la sujetó por el hombro, pero ella se zafó enérgicamente:

      –Suéltame. Ya no aguanto más.

      Entonces, la puerta se abrió y se encontró en la acera. Cerró bruscamente la puerta del Cherokee, se precipitó en busca de su vehículo, se introdujo en el asiento del conductor y bloqueó instintivamente las dos únicas puertas. Al fin, se sentía a salvo, y sólo entonces pudo dejar caer la cabeza sobre el volante y dar rienda suelta a sus sentimientos, estallando en un llanto convulsivo como si el mañana no existiera.

      Todavía confusa, Marnie se percató de que hacía rato que alguien golpeaba en el cristal de la ventanilla del coche. Alzó la vista, tratando de mirar a través de las lágrimas. La lluvia había amainado, y caía suavemente sobre el parabrisas. Cal golpeaba el cristal con los nudillos. Estaba empapado. Debía haber estado allí todo el tiempo, viendo cómo ella se desahogaba, invadiendo su intimidad.

      Bajo un poco el cristal de la ventanilla y dijo:

      –No voy a plantarme en la puerta de tu casa, y una vez que llene el depósito de gasolina, volveré a mi ciudad. Adiós, señor Huntingdon.

      –Oh, no –dijo él suavemente–. No es tan fácil. Antes de que te vayas a ninguna parte quiero que jures que no tratarás de ponerte en contacto con Kit.

      –¡No se me ocurriría ser tan irresponsable!

      –Júralo, Marnie.

      Si las miradas mataran, él la habría fulminado en el asiento. Quitándose el pelo de la cara, Marnie afirmó.

      –No haré nada que pueda perjudicar a mi hija. Tendrás que contentarte con esto, porque es todo lo que vas a obtener de mí.

      Hizo girar la llave de contacto, y por una vez, su coche arrancó a la primera. Pero cuando trataba de alcanzar el cinturón de seguridad, Cal metió la mano por la ventana, levantó el seguro, abrió la puerta del coche, y le dijo:

      –Todavía no hemos terminado. Como padre de Kit, yo tengo la última palabra. Dices que vas a ir a echar gasolina al coche. ¿Crees que en la gasolinera no se van a dar cuenta de tu parecido con Kit Huntingdon? Eres una bomba de relojería, y quiero que prometas que vas a salir de Burnham ahora mismo y que no volverás, ¿me oyes?

      El tono de su voz había ido ascendiendo. Aunque no la asustaban los hombres grandes y enfadados, no quería que Cal Huntingdon se diera cuenta de que estaba temblando hasta la punta de sus pies empapados.

      –De acuerdo, echaré gasolina fuera del pueblo. Ahora por favor, ¿puedes cerrar la puerta y dejar que me vaya antes de que nadie me vea? Lo último que deberías hacer es retenerme. ¿Y si se acerca un amigo tuyo?

      Cal, con la mandíbula apretada, añadió:

      –La próxima vez que se me ocurra venir al supermercado a comprar leche en domingo, me lo pensaré dos veces. Recuerda lo que te he dicho, Marnie Carstairs: Vete de Burnham y no vuelvas. Y no se te ocurra tratar de ponerte en contacto con Kit.

      Dicho esto le cerró la puerta en las narices. Ella metió primera, puso en marcha los limpiaparabrisas y se alejó de allí sin volver la cabeza. A la salida del aparcamiento giró a la derecha. Ese camino la llevaba fuera del pueblo, lejos de la gasolinera local y de la calle Moseley. Lejos de su hija, Katrina Elizabeth Huntingdon, conocida como Kit, y lejos de Cal y Jennifer Huntingdon, la pareja que hacía casi trece años la habían adoptado.

      Sólo una mujer con un carácter extraordinariamente fuerte podría vivir con Cal. ¿Cómo sería Jennifer Huntingdon? ¿Sería una buena madre? ¿Sería guapa? Le extrañaría que Cal se hubiese casado con alguien que no lo fuera. Sin embargo, le había dicho a ella que era guapa… ¿por qué habría hecho eso?

      A una milla del pueblo, después de dejar atrás la iglesia baptista y las tiendas de souvenirs, Marnie se metió en un área de servicio. Era la una y media, no había almorzado, y su helado había terminado en el parabrisas del Cherokee de Cal en lugar de en su estómago. Se compraría un sándwich, y trataría de poner en orden sus ideas.

      Se fue con su sándwich a un lugar cerca de la autopista en el que

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