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      Liz era demasiado joven para morir y Emma era demasiado pequeña para perder a su madre.

      –Si de verdad estás bien, me voy a casa. Deben estar esperándome allí.

      –Gracias por invitar a todo el mundo a tomar un té –dijo Chloe. Había sido un detalle por parte de Gladys ofrecerse a recibir a los invitados después del funeral porque ella no tenía fuerzas para hacerlo.

      –Es lo mínimo que podía hacer. Tú estás ocupada con Emma y ya has hecho demasiado.

      –Sólo he hecho lo que hubiera hecho todo el mundo.

      –No, no todo el mundo –sonrió Gladys–. Tú cuidaste de tu amiga en los momentos más difíciles y ahora estás cuidando de su hija. Liz era muy afortunada por tener una amiga como tú.

      Chloe apretó los labios para controlar la emoción. Sabía que Gladys lo hacía con buena intención, pero en ese momento era difícil pensar que Liz hubiera sido afortunada en absoluto. La pobre había sufrido tanto… y sólo para que el cáncer le quitase la vida al final.

      –Nos vemos dentro de un rato –murmuró, abrazándola.

      Luego, cuando la anciana se dio la vuelta, dejó escapar un suspiro de alivio. Necesitaba estar sola.

      No podía soportar la idea de encerrarse en el saloncito de Gladys, con la gente del pueblo dándole el pésame. Liz no tenía parientes cercanos y nadie sabía dónde estaba el padre de Emma porque en cuanto descubrió que Liz estaba embarazada no había querido saber nada de ella. Incluso se atrevió a insinuar que él no podía ser el padre.

      –Todo saldrá bien, Emma –susurró, besando la carita de la niña–. Nos tenemos la una a la otra.

      De repente, la imagen de Lorenzo apareció en su cabeza. Tres meses antes había pensado que iba a embarcarse en la más maravillosa aventura de su vida: casarse y tener hijos con el guapísimo Lorenzo Valente. Pero todo había cambiado.

      No había vuelto a saber nada de él desde la noche que se marchó de Venecia y eso le dolía más de lo que quería admitir. Sabía que era poco realista esperar que la siguiera para decirle que estaba equivocado, que la amaba…

      Pero eso era lo que había deseado.

      Tampoco ella se había puesto en contacto con Lorenzo. Entre otras cosas, porque estaba demasiado ocupada cuidando de Liz y Emma. Y, si era absolutamente sincera, no habría sido capaz de enfrentarse con él.

      En el fondo sabía que se había portado mal al salir huyendo sin decir nada, pero había sido una reacción instintiva al descubrir que Lorenzo veía su matrimonio como un acuerdo práctico y sin amor. El abrumador deseo de protegerse, de salvarse a sí misma, la había hecho huir. Porque para proteger su corazón debía alejarse de él.

      Y, sin embargo, ahora tenía que ponerse en contacto con Lorenzo.

      Primero, para contarle su intención de adoptar a Emma. Aún seguían oficialmente casados y eso podría ser una complicación en el proceso legal. Y, además, debía hablarle sobre un dinero que se había visto obligada a sacar de la cuenta que Lorenzo había abierto a su nombre antes de la boda. Era una cantidad muy pequeña, insignificante para un multimillonario, pero lo conocía tan bien como para saber que no le pasaba desapercibido ningún detalle, incluso el más pequeño.

      Se lo devolvería en cuanto le fuera posible. No quería nada de él y cuanto antes lo solucionase antes podría dejar atrás aquel triste episodio de su vida y seguir adelante, forjándose un futuro para Emma y para ella.

      Un escalofrío recorrió su espalda al pensar en volver a verlo, pero cerró los ojos y apretó la cara contra la de Emma.

      –No voy a pensar en eso ahora –murmuró. Le había prometido a Liz que sólo pensaría cosas alegres, pero en ese momento era una promesa difícil de cumplir.

      Suspirando, se acercó a un banco de madera bajo un almendro en flor. La hierba estaba cubierta de delicadas flores rosadas que le recordaban al confeti que lanzaron el día de su boda.

      Y, de repente, un sollozo escapó de su garganta. Hacía un día precioso, pero su mejor amiga no estaba allí para compartirlo con ella. Y no estaría nunca más.

      Lorenzo Valente conducía el descapotable con natural facilidad, cambiando de marcha cuando tomaba una curva. Era una bonita tarde del mes de mayo y el sol era sorprendentemente cálido mientras recorría la carretera de la Inglaterra rural.

      Pero, aunque normalmente disfrutaba conduciendo, su expresión no era precisamente de alegría. Estaba pensando en la trampa que Chloe le había tendido.

      Pocas cosas lo sorprendían. Había aceptado el hecho de que haber nacido en una familia rica y haber multiplicado su fortuna lo convertía en el objetivo de varios tipos de parásitos buscavidas.

      Jamás pensó que Chloe quisiera robarlo, pero era una cosa más por la que hacerle pagar.

      Sus fuertes dedos se aferraron al volante mientras apretaba los dientes, furioso.

      Un minuto después llegaba al diminuto pueblo y tomaba el camino que llevaba a la iglesia. Una vez allí, detuvo el coche a corta distancia de la valla y esperó a que la gente que salía pasara a su lado.

      Sabía que aquel día estaban celebrando el funeral de su amiga. Siempre estaba informado de las actividades de Chloe desde que lo abandonó.

      Y, de repente, vio una figura vestida de gris cruzando el patio de la iglesia para dirigirse al pequeño cementerio que había detrás.

      Era Chloe.

      Lorenzo experimentó una extraña sensación en la boca del estómago y su corazón empezó a latir más deprisa mientras salía del coche, ignorando las miradas de curiosidad de los vecinos. Sólo tenía ojos para Chloe.

      Ella no lo vio acercarse. Estaba completamente inmóvil en un banco bajo un almendro, totalmente desolada, sujetando a una niña en brazos.

      Lorenzo estaba a punto de decir algo, pero vaciló, sintiendo una desacostumbrada punzada de inseguridad. Chloe tenía los ojos cerrados y estaba llorando, las lágrimas rodando por su rostro.

      El dolor por la muerte de su amiga era algo tan íntimo que acercarse en aquel momento sería una intromisión.

      Pero de repente ella abrió los ojos y lo miró, con cara de sorpresa.

      –Lorenzo –murmuró. Las lágrimas hacían que sus ojos verdes brillasen como nunca bajo la luz del sol y su pálida piel parecía casi transparente–. Dios mío, no puedo creer que estés aquí.

      Que hubiese pronunciado su nombre con tal sentimiento hizo que sintiera una inesperada ola de emoción. Le habría gustado alargar la mano y acariciar su mejilla, pero en lugar de eso apretó los brazos firmemente a los costados.

      –¿De verdad? –le espetó, sabiendo que su tono era exageradamente brusco. Sobre todo después de haberla visto llorando. Pero la intensidad de su reacción lo había pillado por completo desprevenido. Él no estaba acostumbrado a verse afectado por las emociones de otros–. Pensé que robándome dinero tu intención era volver a verme.

      –El dinero… ¿es por eso por lo que estás aquí?

      Chloe lo miró, con el pulso acelerado. Tenía un aspecto tan fuerte, tan vibrante. Y, a pesar de todo, era la persona a la que más quería ver en ese momento.

      Por un segundo había querido creer que tal vez estaba allí porque sabía que lo necesitaba… porque sabía lo triste y lo sola que se encontraba. Había imaginado que sabría dónde estaba desde que se marchó de Venecia porque la información era moneda de cambio para Lorenzo Valente.

      –¿Qué otra razón podría haber? –le preguntó él.

      Chloe respiró profundamente, intentando contener una irracional desilusión. En realidad sabía que si le hubiese importado en absoluto habría ido a verla mucho antes.

      –Voy

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