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en gran medida a la filosofía de la biología y han de determinar de manera decisiva a la filosofía de la naturaleza.

      A lo largo de este libro voy a hablar indistintamente de universo y naturaleza. Es una decisión que intenta, por una parte, dejar de lado los sutiles problemas epistémicos sobre la objetivación de la realidad como universo o naturaleza. Ciertamente, la gnoseología es importante, pero su alcance no debería impedirnos prestar atención a las acuciantes cuestiones que presenta el conocimiento físico contemporáneo de la realidad. Por otra parte, el término naturaleza parece últimamente haber sido reservado para designar lo que sucede en nuestro planeta, en relación con la biosfera, los efectos del cambio climático y la ecología. A pesar del optimismo que despiertan los cada vez más frecuentes hallazgos de exoplanetas con condiciones para la vida, no habría que olvidar que la vida es, hoy por hoy, una anécdota en el universo y también en el planeta Tierra. La vida lleva existiendo menos de la mitad de la edad estimada del universo (4×109 frente a 13,7×109 años) y, sobre todo, está confinada a una finísima franja en torno a la superficie de nuestro planeta: unas decenas de kilómetros frente a los miles de kilómetros de profundidad teóricamente disponibles hasta el centro de la Tierra. Pero tan naturaleza es la vida como la no vida.

      Una de las preguntas iniciales, entonces, en sus términos más simples podría ser: ¿la vida ha llegado al universo para quedarse o está destinada a perecer, como una fluctuación estadística sin mayor importancia en la escala de magnitudes físicas del universo? Esta pregunta ha de ser abordada por la filosofía de la naturaleza, y la física tiene algo que decir al respecto. ¿Por qué vivimos en un universo capaz de generar vida? Aparecen aquí en ciernes los temas relacionados con el ajuste fino y los principios antrópicos. Pero —como intentaré mostrar en el capítulo 1— hoy día la física nos está ofreciendo una imagen acerca de la singularidad de nuestro universo que va incluso más allá de estas cuestiones clásicas.

      Ciertamente, sería capcioso dar relevancia a la vida en el universo solo en razón de su presencia espacio temporal. La vida tiene que ver con la complejidad creciente de los fenómenos que observamos. ¿Indica esa direccionalidad en la complejidad la existencia de una teleología intrínseca del universo? Como veremos, los físicos se sienten incómodos al hablar de complejidad, pero su visión de esta nos puede ayudar a precisar mejor qué es lo que está sucediendo (capítulo 4). Pero antes es necesario referirnos a algunos de los contenidos de esa complejidad: por una lado, el hecho de que la complejidad sea un fenómeno relativo y que, por tanto, supone la posibilidad de comparación entre sistemas del universo. Ahora bien, eso implica que vivimos en un universo donde esa separación entre sistemas es posible y real: la ciencia, y en particular la física, está acostumbrada a trabajar con sistemas o fenómenos determinados: con características y propiedades robustas que mantienen una cierta regularidad a lo largo del tiempo. ¿Por qué esto es así? ¿Por qué, además, percibimos los sistemas individuales con unas propiedades determinadas, y no otras? Esta pregunta es particularmente acuciante al tener como teoría física fundamental de la materia una teoría indeterminista: la mecánica cuántica (capítulo 2).

      Pero, además, la mecánica cuántica nos servirá como puerta de entrada para abordar lo que la física tiene que decir respecto de una realidad natural extremadamente especial: la existencia de seres humanos capaces de actividades superiores aparentemente inmateriales. ¿Hay lugar para lo inmaterial en la naturaleza? ¿Ofrece la física actual alguna posibilidad para entender la presencia de principios inmateriales en la naturaleza? Como veremos en el capítulo 3, algunas interpretaciones de la mecánica cuántica y, especialmente, el concepto de información ofrecen pistas muy sugerentes para la reflexión filosófica que se llevará a cabo en el capítulo 5: lo ontológico y lo cognoscitivo se hallan inextricablemente unidos en el universo.

      Como sucede en cualquier obra, el título de este libro no está elegido al azar. La palabra universo designa el campo de interés de toda la física y de toda la filosofía. A ambas les interesa toda la realidad. No es cierto que a la física le interese solo la realidad material susceptible de ser medida. También está interesada por establecer relaciones lógicas y jerarquías entre las descripciones formales de la realidad a las que llega, en forma de principios o leyes. El recurso a la medición es entonces un modo de definir el método del conocimiento. El conocimiento humano avanza por analogías, y la comparación con una unidad de medida ofrece una analogía muy poderosa para establecer principios, leyes, teorías y modelos. ¿Puede la física utilizar otras analogías para recorrer el camino de lo conocido a lo desconocido? La física aristotélica lo hizo. Quizás ahora no estemos tan lejos de tender nuevos puentes hacia un aristotelismo renovado permitiendo nuevas analogías del ser como presupuestos de una física renovada.2

      El adjetivo singular busca precisamente designar esto último y tiene una connotación de apertura metodológica. Desgraciadamente, hemos asistido durante bastante tiempo a un denodado intento por fisicalizar la naturaleza o el universo. Una naturalización fisicalista que se ha basado en determinados presupuestos metodológicos, olvidando o rechazando otros presupuestos —ontológicos y epistémicos— que les servían de base (Artigas 2000; Tanzella-Nitti 2016). Moviéndome inicialmente dentro del programa reduccionista de naturalización del universo, he decidido presentar en estas páginas las razones que apuntan a la necesidad de una renovación metodológica si se quiere avanzar en su comprensión física y filosófica. Un universo singular es aquel al que lleva tiempo apuntando la física contemporánea. Solo hace falta que la filosofía de la naturaleza recoja el guante, no rechace el terreno donde se juega la partida y haga gala de sus mejores golpes para recuperar nuestro pacto perdido con la naturaleza (Novo, Pereda y Sánchez-Cañizares 2018).

      El estudio físico del universo como un todo es bastante más reciente de lo que parece. Se podría decir que apenas data de un siglo. La filosofía de la naturaleza, la física premoderna y la física newtoniana concedían una dinamicidad, propia o derivada, a los sistemas que habitan nuestro universo, pero, en cierto modo, el universo mismo se consideraba algo estático y dado: bien porque fuese eterno y absoluto en sí mismo, sin origen ni final, como en el caso de la física aristotélica y newtoniana, bien porque la obra de la creación podía considerarse ya terminada, como en el caso de una filosofía de la naturaleza de inspiración judeo-cristiana. Entiéndase bien este último caso: aunque el universo tuviera un principio y un final, estos dependían exclusivamente de Dios (creación y escatología); mientras que entre ambos extremos tendríamos el despliegue de la historia natural y humana en un marco de referencia fijo definido por los límites de nuestro planeta.

      Esta visión va a cambiar profundamente durante el siglo XX, gracias a la sinergia entre la nueva teoría física que desbancará la mecánica newtoniana, la teoría de la relatividad, y el asombroso salto en nuestra capacidad de observar el universo merced a mejores telescopios que, a partir sobre todo de la segunda mitad del siglo pasado, será posible incluso mandar al espacio más allá de la atmósfera terrestre, lo que favorecerá la recepción más pura de la luz proveniente de sistemas lejanos. Actualmente, la teoría física del Big Bang es la comúnmente aceptada sobre el origen y evolución del universo. La visión que ofrece dicha teoría es la de un universo en expansión, con enorme potencial para la aparición de nuevos procesos y sistemas gracias especialmente a la formación de estrellas y su capacidad para sintetizar nuevos elementos en su interior. Dichos elementos son parte principal de la diversidad física que vemos en la Tierra y, muy probablemente, en otros planetas.

      Esta información es ya enormemente valiosa para una reflexión filosófica sobre la naturaleza, pero la cosmovisión que ofrece el Big Bang implica también una serie de datos y cuestiones menos conocidas en el mundo filosófico. Estas cuestiones profundizan en las razones últimas por las que es posible la existencia de un universo tan especial como el nuestro (Sánchez-Cañizares 2013; 2014a).

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