Скачать книгу

rel="nofollow" href="#fb3_img_img_08772c40-9d6c-5207-8296-c57271ee294f.jpg" alt="Image"/>

      Mientras terminaba mis estudios de física en la última década del siglo XX, recuerdo que asistí a una charla sobre las relaciones entre la física y la filosofía. A pesar de lo genérico que puede parecer este título, casi todos los físicos saben de lo que se va a tratar en este tipo de reuniones: los avances en el conocimiento del universo que proporciona la física, como también ocurre con otras ciencias, abren naturalmente la puerta a otro tipo de preguntas o consideraciones que van más allá, aparentemente, de la propia física. Salvo que nos encontremos con solipsistas, los físicos suelen reconocer que esas preguntas tienen su razón de ser y hacen hasta cierto punto plausible una reflexión filosófica sobre ellas. Puede gustar más o menos a los filósofos, pero es cada vez más habitual escuchar a físicos profesionales, con bastantes años de madurez en el campo, hacer consideraciones que deberíamos denominar filosóficas.

      En ocasiones este hecho es motivo de queja por parte de los filósofos, por lo que consideran una especie de intrusismo profesional. Otras veces los filósofos se dedican a poner de manifiesto los errores metodológicos y conceptuales de los físicos metidos a filósofos. Y tampoco es infrecuente que el rechazo se manifieste como desinterés por lo que se consideran cuestiones ya planteadas con mayor profundidad por la filosofía perenne. No hay que sorprenderse por tanto de que la brecha entre las ciencias y las humanidades siga existiendo y alimentándose de este tipo de actitudes. No obstante, según mi opinión, la filosofía y los filósofos deberían transformar las amenazas en oportunidades. La filosofía siempre ha tenido a gala reflexionar a partir de la realidad y su conocimiento. Pues bien, la realidad que conocemos hoy resulta descrita en gran medida por el lenguaje de las ciencias, así que la filosofía debería aceptar el lenguaje de las ciencias y hacer desde ahí sus reflexiones.

      Que haya más voces en el espacio de la racionalidad pública no es una amenaza, sino una oportunidad para establecer nuevas correlaciones con otras disciplinas y enraizar aún más profundamente en el suelo fértil del saber humano el punto de partida de la reflexión filosófica. Para eso hay que saber escuchar e intentar destilar las ideas y conceptos más importantes que se nos quieren transmitir desde otras disciplinas. En esa línea, todo diálogo entre ciencias y filosofías es ya una ganancia. Es menos difícil de lo que se supone habitualmente hacerse idea de lo que los demás nos están diciendo. Ampararse en la disparidad metodológica o en una referencia a realidades diferentes equivale a aceptar el discurso del miedo y la guerra de trincheras, con espacios que conquistar por cada uno de los contendientes en la batalla. La cuestión, por consiguiente, es: ¿nos hemos tomado en serio de verdad el diálogo entre ciencia y filosofía? Creo que un buen examen de conciencia sería útil aquí.

      En la charla que mencionaba, impartida por un científico con inquietudes filosóficas, como era de esperar, recuerdo algo que me impresionó mucho. Según el ponente, las grandes preguntas filosóficas de la ciencia del siglo XX habían sido motivadas desde la física: qué es el universo (pensemos en la teoría del Big Bang) y qué es la materia (recordemos todo el desarrollo de la teoría estándar hasta el reciente hallazgo del bosón de Higgs). Sin embargo, las grandes preguntas del siglo XX serían otras: qué es la vida y qué es la conciencia (o si queremos, más en general, la mente humana). Estas nuevas preguntas estarían reflejando el cambio de poder en la dinastía de las disciplinas científicas: la física habría sido la ciencia reina en el siglo XXI, pero correspondería a la biología y, más concretamente, a la neurociencia, ocupar el puesto más alto en ese ranking ficticio de disciplinas durante el siglo XXI.

      Hasta cierto punto creo que estas predicciones se han cumplido. Ciertamente, parece que el appeal del universo en su conjunto y la materia es mucho menor para la opinión pública informada que el de la vida y la conciencia. Quizás porque nos identificamos mucho más con las segundas que con los primeros. No hay que maravillarse por tanto de que, en las últimas décadas, el diálogo fructífero entre ciencia y filosofía y la reflexión filosófica a partir del lenguaje científico se hayan desplazado en esta dirección. El asunto, además, tiene otras connotaciones: si extendemos el diálogo al campo de las relaciones entre ciencia y religión —donde el papel de la razón filosófica parece inexcusable—,1 parecen mucho más relevantes las cuestiones sobre las relaciones entre la causalidad natural y la acción de Dios en el mundo y la especificidad, material y espiritual, del ser humano. De hecho, a poco que hagamos una mínima búsqueda, descubriremos que los debates y discusiones más encendidos en la red se dan sobre estas cuestiones.

      Pero no solo se trata de una cuestión de folclore o divulgación. También la literatura especializada parece concentrarse cada vez más en cuestiones de filosofía de la biología: filosofía de la evolución y filosofía de la mente son quizás los grandes campos de debate académico en la actualidad. Parece que el universo y la materia en sí han perdido interés o, quizás, las teorías físicas sobre estas últimas se han vuelto demasiado abstrusas y desligadas de la realidad como para permitir un diálogo fértil con la filosofía, que las rechaza cada vez más como materia prima para la reflexión. Incluso la misma física parece también inclinarse hacia los nuevos intereses, como demuestran los campos emergentes de la biofísica, la biología cuántica y las teorías cuánticas sobre el problema mente-cerebro. Vida y conciencia parecen ser mejor descritas dentro de la terminología de los sistemas complejos, en donde las leyes dejan de ser normativas para ser sobre todo descriptivas de lo que está sucediendo en la naturaleza.

      Mi impresión, sin embargo, es que hemos perdido algo por el camino. Obviamente, mi interés sigue siendo conocer al máximo una realidad que se nos presenta compleja y, por tanto, susceptible de ser abordada desde diversos ángulos—lo que los clásicos llamarían el objeto formal de cada disciplina. No todos los ángulos son iguales. Incluso hay ángulos que se pueden alcanzar solo cuando ciertas perspectivas ya se han obtenido. Las posibles relaciones entre las perspectivas son muy ricas, pues pueden ir en dirección horizontal y vertical, de abajo arriba y de arriba abajo. En absoluto parece claro que pueda existir una perspectiva preferente, que integra a todas las demás, pero también resulta hasta cierto punto evidente que se da una cierta gradación o jerarquía entre las diversas perspectivas. Estamos hablando obviamente de la difícil cuestión de la unidad del saber.

      Mi intención no es tan ambiciosa. Pero sí creo que se pueden y se deben presentar algunas cuestiones que una de esas perspectivas, la física, está ofreciendo cada vez con mayor claridad y que, en mi opinión, suponen un material irrenunciable para realizar una reflexión filosófica sobre la naturaleza: una renovada filosofía de la naturaleza. Física y filosofía de la naturaleza han sido la misma disciplina por lo menos hasta el siglo XVI y, después, a pesar de las divergencias metodológicas, han mantenido una estrecha relación hasta nuestros días. Hasta el punto de que algunos físicos contemporáneos reclaman una nueva síntesis entre ambas (Unger y Smolin 2015). El cómo y el porqué de los procesos naturales están cada vez más entrelazados y, según mi intuición, es más necesario que nunca tener claro qué nos está diciendo la física contemporánea sobre el universo en su conjunto y sobre la materia para poder abordar desde un terreno firme las cuestiones de filosofía de la biología.

      No considero que la física sea más importante que otras disciplinas científicas. Además, cada vez está más en entredicho la posibilidad de llevar a cabo reducciones entre teorías científicas de ámbitos diversos. El modelo jerárquico y piramidal de las ciencias está siendo demolido y sustituido por un modelo de red, donde cada nodo viene definido por sus relaciones con los demás, de manera un tanto difusa pero no menos real. No obstante, pienso que hay una serie de cuestiones que plantea la física de manera cada vez más insistente y que deben ser abordadas por una filosofía de la naturaleza. No se trata simplemente de la dinamicidad general del universo, sino de las condiciones de posibilidad de los procesos constitutivos de regularidades y sistemas, de la difícil cuestión de la determinación en la naturaleza (qué, cómo, por qué se determina un sistema con un conjunto de propiedades más o menos bien definidas), de cómo la física entiende la complejidad y de si, en definitiva, abre o no la puerta a la inmaterialidad en el universo. Evidentemente, todas estas cuestiones

Скачать книгу