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que sí.

      Lo que estaba reconociendo era que había procurado llevarla de un galope desbocado, que es el ritmo que había llevado del trabajo, a un trotecillo cómodo, así que Aysha le sonrió con agradecimiento al subir al Mercedes.

      –¿Qué tal has pasado el día? –le preguntó una vez sentada en el asiento del copiloto mientras se abrochaba el cinturón.

      –Reuniendo ofertas, revisando cifras, visitando una obra. Con muchas llamadas.

      –Todo asuntos en los que eras imprescindible, ya veo.

      Carlo puso el coche en marcha, y salió a la calle, antes de contestarle, con un punto de ironía:

      –Es un buen resumen.

      La iglesia era un hermoso edificio de piedra antigua, separado de la calle por jardines con amplias praderas e hileras de árboles, un rincón de sosiego. Aysha tuvo que respirar hondo cuando vio los muchos coches aparcados en el acceso. Ya había llegado todo el mundo. La verdad era que asistir a una boda, o verla en el cine o en la televisión, era muy diferente de participar en la propia, y eso que no era más que un ensayo.

      –Quiero llevar la cesta –estaba porfiando Emily, que era la más pequeña de las dos niñas del cortejo, y no sólo de palabra, sino intentando quitársela a Samantha.

      –Yo no quiero llevar un cojín. Eso es de nenas –declaró Jonathan, el mayor de los pajes.

      Oírle eso en el ensayo auguraba lo peor. Si creía que sostener una almohadilla de raso con puntilla suponía un menoscabo de su hombría, ¿qué no diría cuando lo disfrazaran con un traje, chaleco de raso y pajarita incluidos?

      –Es de nenas –confirmó el menor de los pajes.

      –Pues tenéis que hacerlo –dijo Emily, dándoselas de autoridad.

      –Pues no.

      –Pues sí.

      Aysha no sabía si reír o llorar:

      –¿Qué tal si Samantha lleva la cestita de los pétalos de rosa, y Emily la almohadilla?

      Casi se podían ver los engranajes mentales moverse, mientras cada una de las niñas sopesaba la importancia de una y otra tarea.

      –Para mí la almohadilla –fue la conclusión de Samantha, al comprender que las arras eran de más valor que los pétalos de rosa que había que esparcir delante de la novia.

      –Te puedes quedar con la cesta –dijo Emily, que había hecho sus propios cálculos.

      Teresa puso los ojos en blanco, las madres de las niñas trataron de persuadirlas, primero, y luego de sobornarlas. Las cuatro damas de honor estaban descorazonadas, puesto que, durante la ceremonia, cada una tenía que ocuparse de uno de los niños.

      –Bien –dijo Aysha, levantando las manos como para rendirse–. Éste es el nuevo reparto: habrá dos cestas, una para Emily y otra para Samantha. Y –mirando a los dos niños con severidad– dos almohadillas.

      –¿Cómo dos? –Teresa no daba crédito a lo que oía, pero Aysha asintió con la cabeza:

      –Dos.

      Las dos niñas quedaron encantadas, y los dos chicos agacharon la cabeza sin atreverse a manifestar su desacuerdo.

      Aysha consideraba ahora que más valdría no haber llevado a los niños al ensayo, sino haberles explicado simplemente qué tenían que hacer el gran día, y confiar en que pondrían tanto interés en lucirse que no habría ningún fallo. Mientras atendía a las instrucciones del sacerdote, pensaba que habría que encomendarse a la divina providencia.

      Una hora más tarde, estaban todos sentados a una mesa muy larga en un restaurante de los que no ponían objeciones a los niños. Como la comida y el vino eran buenos, todos se fueron relajando, y Aysha disfrutó mucho de la informalidad de la ocasión, por contraste. Se reclinó contra el brazo de Carlo, que preguntó:

      –¿Cansada?

      –Ha sido un día muy largo –le contestó ella, mirándolo a los ojos, con una insinuación de intimidad.

      –Mañana podrás dormir hasta la hora que quieras –le dijo él, besándola en la sien.

      –Sería estupendo, pero tendré que llegar temprano a casa para ayudar a Teresa con los preparativos de la merienda. Ya sabes, lo que ha organizado como despedida de soltera.

      Eran casi las doce cuando los comensales empezaron a moverse, y transcurrió otra media hora hasta que Aysha y Carlo consiguieron marcharse, porque las damas de honor no acababan de despedirse nunca, y Teresa tenía instrucciones que no podían esperar hasta el día siguiente.

      Así que era la una más o menos cuando Aysha entró la primera en el ático, se quitó los zapatos, se soltó el pelo, y se fue directa a la cocina.

      –¿Te apetece un café?

      Más que oírlo, lo sintió acercarse por detrás, y ponerse inmediatamente a masajearle la espalda. Dio un suspiro de alivio, porque las manos de Carlo hacían maravillas con la tensión de sus hombros, y él preguntó:

      –¿Te gusta?

      Ya lo creo que le gustaba. Estaba dispuesta a suplicarle, si era preciso, para que continuara.

      –No lo dejes, por favor –dijo, cerrando los ojos, para abandonarse mejor a aquel regalo celestial.

      –¿Algún plan para mañana por la noche? –preguntó Carlo con entonación indolente, y ella sonrió con asombro al responder:

      –¿Quieres decir que tenemos una noche libre?

      –Te llevaré a cenar.

      –No –le contestó sin dudarlo–, prefiero comprar algo para cenar aquí.

      –El masaje se da mejor con el cliente tumbado.

      La distensión que había ido ganando a Aysha dio paso a una oleada de excitación. Su corazón se puso a latir más deprisa.

      –Eso a lo mejor es peligroso.

      –Podría acabar siéndolo –corroboró Carlo–; pero es preferible que el masaje sea completo.

      –¿Me estás seduciendo? –preguntó Aysha, sintiendo una nueva aceleración del pulso.

      –¿Te sientes seducida? –preguntó él, a su vez, y su risa sonó suave y profunda junto a su oído.

      –Ya te lo diré –fue la respuesta de ella, llena de picardía–. Digamos que de aquí a una hora.

      –¿Una hora?

      –Tu recompensa dependerá del efecto del masaje –le informó Aysha con gran solemnidad, que se transformó en carcajada al levantarla él en brazos y llevarla al dormitorio.

      Los minutos durante los cuales Carlo iba extendiendo lentamente aceite aromático por cada centímetro de su piel, mientras ella yacía boca abajo sobre una toalla, constituyeron la más deliciosa forma de tortura sensual. «¿Cómo se me pudo ocurrir que iba a resistir una hora?» Al cabo de treinta minutos, el placer era tan dolorosamente intenso, que a duras penas conseguía no darse la vuelta y rogarle que la tomara.

      –Me parece –dijo, de forma no muy audible– que ya es suficiente.

      Los dedos de Carlo se deslizaron subiendo por sus muslos, y apretaron con firmeza ambas nalgas antes de detenerse rodeando su cintura.

      –Te recuerdo que hablamos de una hora –dijo, haciéndola volverse.

      –Pagarás por esto –lo amenazó Aysha, sintiendo que un fuego líquido le recorría las venas.

      Lo miraba con los ojos entornados, lo cual acentuaba la longitud de sus pestañas. Carlo se inclinó y se apoderó de su boca con un breve y duro beso.

      –Con ello cuento –le dijo.

      Sometida a la dulce

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