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nombre nos aguarda una hermosura lumínica y ricamente poblada difícil de aprehender por la palabra. Importa que evoque brevemente el prodigio de Medina al-Zahra’ y su palacio califal, para que el lector pueda entender por qué propongo que este antiguo espacio hispanoárabe de la época omeya me ha servido de símbolo místico.

      Allá por el siglo XI, Ibn Zaydun, el enamorado de la princesa Wallada, celebró en verso la ciudad califal, suspirando por sus arriates floridos y sus fuentes plateadas. Wallada, tan buena poeta como su cantor, evocó a su vez las noches de amor vividas juntos en Medina al-Zahra’, al amparo de sus jardines y al acecho de las estrellas que los espiaban celosas. Lloraron amargamente la destrucción de la capital cordobesa el pesimista Sumaysir y el gran Ibn Hazm de Córdoba, que contempla la ciudad ya arruinada y convertida, según sus palabras, en lúgubre asilo de los lobos y en juguete para la diversión de los genios. Hay que decir que donde mejor ha sobrevivido la ciudad perdida no es en la piedra, sino en la poesía.

      No sabemos cómo sería exactamente este paraíso terrenal, cúspide del esplendor de Al-Ándalus, del que hoy quedan unas ruinas aún en proceso de excavación. Tampoco tenemos noticia fidedigna del aspecto que presentaría el recibidor real que el príncipe omeya Abderramán III mandó construir para asombrar a sus visitantes, y que habrá de ser central para mi propósito comunicativo. Advierto enseguida que no me interesa su historicidad, sino su inimaginable belleza dúctil. Algunos cronistas antiguos como Al-Makkari e Ibn Galib, e incluso poetas como el hispanohebreo Ibn Gabirol, no se ponen de acuerdo cuando intentan rescatar para la posteridad este espacio mágico en sus crónicas y en sus versos, que es donde único ha sobrevivido. Sí sabemos, sin embargo, que lo solían aludir, con pasmo maravillado, como el majlis al-badi’, es decir, el «salón maravilloso» o «peregrino».

      Cumple que entremos al recibidor del califa cordobés, tal como nos es dado imaginarlo: no labrado en piedra, sino en el sueño de los poetas y en la nostalgia exaltada de los cronistas. Según la leyenda, la cúpula de brocado de estuco o piedra que coronaba la pieza, con sus hermosos prismas colgantes a manera de estalactitas arracimadas, era giratoria. El sol se filtraba paulatinamente a través de los entresijos labrados de los mocárabes, iluminando en lo alto de la bóveda las más variadas figuras geométricas. Los rayos solares, merced al movimiento giratorio de la cúpula, iban inflamando a su vez el alicatado de azulejos vivísimos que revestía las paredes y les arrancaba una infinita variedad de colores. La danza cromática del pabellón se renovaba con cada giro caleidoscópico de la cúpula, potenciando el resplandor opalino de la delicada taracea de ágata y jade de los arabescos —rosas geométricas, círculos, triángulos, polígonos estrellados— que repetía su hermosura inacabable con un ritmo circular perpetuo. Este recibidor dotado de luces en movimiento estaba sostenido por columnas resplandecientes de berilo claro y cristal de roca, que espejeaban a su vez la belleza en movimiento. Según avanzaba o declinaba el día, los colores cambiaban de intensidad y la luz iba dibujando nuevas formas y arrancando tonalidades inesperadas a los azulejos de las paredes.

      Parecería que la temporalidad, reengendrándose sin cesar, estuviera detenida en un prodigioso instante de incandescencia policromada, en el que las piezas intercambiaban sus formas y sus colores en unas felicísimas nupcias de los contrarios. Por más prodigio, este cromatismo en movimiento regulado se reflejaba en la fuente del suelo, que, para estupor del visitante, no era de agua, sino de mercurio. Un tenue surtidor hacía ondular suavemente la alfaguara plateada, que se convertía en espejo irisado de la maravilla cromática movediza que reflejaba. A cada momento regulado desaparecían y reaparecían los colores y los diseños en una forma nueva e inusitada, convocando al conjunto policromado del majlis a una regocijada danza giratoria. Cuando el califa deseaba sorprender a sus invitados, se dice que mandaba agitar el mercurio, para que todo su majlis «peregrino» relampagueara con una luz cegadora. Todo era espejismo y asombro en el recibidor palaciego. Cuenta la leyenda que un día el rey cristiano del norte, Ordoño, visitó en embajada a Abderramán, y se desmayó ante el prodigio de un fenómeno arquitectónico que estaba muy lejos de poder comprender.

      Me consta que el movimiento vertiginoso irradiando colores cambiantes de este recibidor perdido en el tiempo resulta difícil de imaginar, e imposible de ilustrar en la página escrita. Para facilitar al lector la evocación de este espacio prodigioso habré de recurrir a algunas imágenes arquitectónicas musulmanas que pudieran haber tenido alguna relación de parentesco, siquiera remota, con las claves estéticas del majlis cordobés. Ojalá resulten útiles a la hora de visualizar la maravilla de la que estoy hablando. Hago claro, una vez más, que no me interesa aquí la certeza histórica de este espacio —imposible de verificar— porque me voy a servir de su iridiscente hermosura tan solo para sugerir una experiencia interior: la vivencia dinámica e infinita que constituyó para mí el éxtasis místico.

      Pido disculpas desde ahora por los ejemplos aleatorios que voy a ofrecer, y por los anacronismos en los que voy a incurrir al evocar un majlis del siglo XI con edificaciones mucho más tardías, como el palacio nazarí de la Alhambra o la mezquita Nasir al-Mulk de Shiraz. Lo que me importa es ilustrar al lector de manera más eficaz el símbolo místico del que me sirvo.

      La legendaria cúpula giratoria del recibidor de Medina al-Zahra’ guardaría cierta semejanza artística con la cúpula mocárabe de la Sala de las Dos Hermanas de la Alhambra que adjunto a continuación. Ofrezco varias representaciones pictóricas en sucesión para poner de relieve los colores cambiantes que las formas prismáticas colgantes de la bóveda van adquiriendo según la hora del día en que la miremos. Además de visualizar los cambios de tonalidad que dependen de la luz diurna que relumbra o de la noche que se acerca, pido al lector que asuma los sobretonos siempre renovados que toda esta belleza labrada de estalactitas adquiriría en el recibidor de Abderramán III según la portentosa cúpula iba girando merced a los mecanismos especiales que la tradición fabulada adjudicó a los arquitectos del califa. La escena parecería nacida de un sueño. Imaginemos pues la cúpula nazarí de la Sala de las Dos Hermanas girando sobre sí misma y multiplicando sus irradiaciones cromáticas en la totalidad de su entorno:

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      Cúpula de la Sala de las Dos Hermanas, Alhambra, Granada

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      Cúpula de la Sala de las Dos Hermanas, Alhambra, Granada

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      Cúpula de la Sala de las Dos Hermanas, Alhambra, Granada

      El juego de luces de apariencia cambiante es tradicional en los diseños arquitectónicos islámicos, y a las personas familiarizadas con este arte, tan proclive al trompe-l’oeil, no se les oculta que contamos con innumerables ejemplos que lo ilustran.

      La Mezquita Nasir al-Mulk de Shiraz, construida en el siglo XIX y conocida como la Mezquita Rosada por las tonalidades rosáceas que predominan en su extraordinario juego de luces, deja perplejos a sus visitantes por el despliegue alucinante de colores que enfrentan al entrar. Dependiendo de la luz exterior, el riquísimo cromatismo deviene danza continua, tal como captan estas imágenes:

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      Mezquita Nasir al-Mulk, Shiraz, Irán

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      Mezquita Nasir al-Mulk, Shiraz, Irán

      Advirtamos cómo los juegos de luz de la mezquita iraní se echan a bailar en un trampantojo inesperado.

      La siguiente cúpula islámica que ilustro propone a su vez, y acaso con mayor delicadeza cromática que la vibrante Mezquita Rosada, juegos inacabables de luz y sombra. El espacio parecería girar delicadamente sobre sí mismo, evocando epifanías alternas que parecerían repetirse sin fin y que me evocan a su vez las misteriosas obumbraciones de luz y sombra de san Juan de la Cruz, gran experto en celosías místicas:

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