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tú mi cantar! / ¡No puedo cantar, ni quiero / a ese Jesús del madero / sino al que anduvo en la mar!». El poeta se reconocía mejor a sí mismo en una espiritualidad crística trascendida y feliz, ajena al sufrimiento físico, que podríamos asociar con la sensibilidad pascual de los antiguos Padres del desierto o con el gozo quintaesenciado de los versos de san Juan de la Cruz.

      Cuando las modalidades expresivas de una cultura particular nos resultan afines, parecería que nos «recuerdan» algo que ya teníamos sabido desde siempre. El «recordar» o «reencontrar» a nivel espiritual profundo es dar con una disposición original que en el fondo nunca hemos perdido, de la misma manera que redescubrimos con alegría al sol cuando reaparece en todo su esplendor tras las nubes que lo cubrían. De todo ello nos habló Platón, para provecho de Oriente y Occidente. Solemos sentirnos misteriosamente familiares a ciertas formas o expresiones artísticas, no empece sean completamente ajenas a nuestro propio entorno.

      Aclaro que no me estoy refiriendo a un caso de conversión religiosa, en la cual la persona canjea la fe de sus mayores por otra, como les aconteció a Edith Stein, a Thomas Merton, a Martin Lings e incluso, aunque de manera incompleta, a Simone Weil. Apunto en cambio al descubrimiento íntimo —y siempre jubiloso— que vivimos cuando damos con las formas culturales y espirituales que mejor expresan lo más auténtico de nuestra alma y de nuestra sensibilidad. Y eso lo solemos experimentar sin necesidad alguna de convertirnos a otra religión. «Por muchos caminos lleva Dios a las almas» (Moradas VI, 7, 12), aseguraba santa Teresa a sus dirigidas para que estuvieran atentas a las diferencias espirituales propias de cada una de ellas. «A otras personas será por otra forma» (Moradas VII, 2,1), hago mías, una vez más, las palabras de la experimentada maestra espiritual. San Juan de la Cruz se mostró muy flexible a su vez en este extremo cuando propuso que Dios «lleva a cada una [de las almas] por diferentes caminos» (Ll3, 59, VO 902) y «a cada uno da […] según su modo, porque Dios es como la fuente, de la cual cada uno coge como lleva el vaso» (Subida 21, 2, VO 445). Sé bien que he llevado un vaso «mudéjar», misteriosamente íntimo y ancestral para mí, para recoger algunas gotas de la fuente inimaginable de Dios. Y para poder expresar mejor su significado. Insisto en que no solo se trata de que Dios da a cada persona según su particular capacidad espiritual, sino que cada cual recibe y luego expresa su don de acuerdo a sus querencias expresivas más íntimas. De afinidades misteriosas de esta naturaleza es precisamente de las que brotan las imágenes literarias más sinceras y más auténticas.

      Ya dejé dicho que el célebre místico murciano Ibn ‘Arabi supo bien de estas correspondencias subliminales que registramos en el orden del espíritu. Aspiró a que su escritura, abierta y tornasolada, arrancara reflejos particulares en el alma de cada lector. Estos reflejos, como es de esperar, dependerían siempre de la propia configuración y desarrollo espiritual de cada cual. Admito que los escritos del Sheyj al-Akbar detonaron en mí reminiscencias secretas de tal magnitud que solo décadas después estaría preparada para comprender. (Cuando hice recitar los versos del Tarjuman al-ashwaq o Intérprete de los deseos en mi boda, oficiada por un jesuita de gran generosidad espiritual, ciertamente no asumía aún la hondura abismal de sus enseñanzas místicas: solo las intuía con fuerza, y pasarían aún muchos años antes de que las pudiese comprender a fondo. Aún estoy en ese proceso, pues el poeta murciano es un abismo sin fondo). Sé bien que esto les pasará a muchas personas con otros artistas o pensadores, pero en mi caso me ha sucedido de manera indefectible —cuasi revelatoria, podría decir— con los maestros sufíes y, en Occidente, con san Juan de la Cruz, que tanto tiempo de estudio gozoso me ha exigido. Esto nada tiene que ver con la ortodoxia religiosa, sino con la configuración artística y espiritual más decisiva de nuestro temperamento místico.

      Me explicaba el maestro Seyyed Hossein Nasr que estas misteriosas afinidades, que nos convierten en aparentes tránsfugas a otras expresiones culturales religiosas, constituyen un fenómeno usual en la vida del alma. Nasr propone que no se trata tan solo de un temperamento estético y espiritual afín con otra cultura, sino de un vínculo sobrenatural que opera en niveles espirituales más altos. Algunos gravitamos hacia formas de expresión contemplativas propias de una cultura religiosa ajena, de la misma manera que un girasol gira buscando instintivamente la luz del sol, dondequiera que este se encuentre. Desde niña ese ha sido mi caso, ciertamente extremo porque a los dieciséis años comencé a aprender el árabe por mi cuenta, una lengua semítica que nunca había escuchado en mi vida. Desde muy pequeña había ido descubriendo de manera instintiva estas curiosas afinidades culturales que tardarían décadas en florecer, pero que sentía indefectiblemente auténticas, misteriosamente mías. De ahí que me hayan acompañado toda la vida, pues se trata de conexiones decisivas, insoslayables, que no se limitan tan solo a decidir un campo de estudio erudito, sino que colorean de manera irreversible nuestra propia vida espiritual. Esto ayuda a explicar la naturalidad con la que me vino a la intuición la imagen del espacio oriental de Medina al-Zahra’, que me habría de servir de apoyo comunicativo para el éxtasis transformante. Como recuerda el Corán XXIV, 41: «Cada ser conoce el modo de oración y glorificación que le es propio».

      Aquí vale la pena un caveat: sé bien que algunos estudiosos del fenómeno místico contrarios a la visión esencialista o «perenne» del mismo, hacen depender la expresión del éxtasis (y aun su propia tesitura) de las circunstancias culturales del sujeto que lo experimenta. Barbara Kurtz, incluso cuando acepta que las visiones que dieron pie a la literatura mística pudieran ser auténticas, advierte que «el lenguaje de los místicos no puede transcribir una experiencia sin interpretarla y mediatizarla, por más que el místico luche contra los límites del lenguaje humano». Es imposible, argumenta, expresar literariamente una experiencia pura sin alguna clase de mediación verbal. La experiencia teopática toma forma pues de elementos relacionados con las coordenadas culturales e históricas (y también con el temperamento y la constitución psicológica) que el místico lleva a la experiencia y que, ayudan incluso a dar forma a la experiencia misma. Los místicos usan, y no pueden evitar sino usar, como propone Stephen Katz, «los símbolos disponibles de su entorno cultural y religioso». Estoy de acuerdo en lo esencial de estos postulados, aunque considero que la cultura en la que ha nacido y se ha formado el místico no agota el misterio del don que tiene recibido. Tampoco explica exhaustivamente su manera particular de «articularlo». Escritores que han experimentado la vivencia del éxtasis como Borges son tránsfugas a otras culturas al momento de acuñarlas en la palabra escrita: ya se sabe de los heresiarcas, cabalistas, sufíes y budistas que pululan por sus obras a despecho de la cultura católica en la que nació el maestro argentino. Yo misma he gravitado, como va viendo el lector, hacia la espiritualidad islámica a la hora de expresar más a fondo mi propia vivencia mística.

      Como adelanté, recibí a Dios como un torbellino de luz y de alegría, como un evento en avasallante revelación perpetua, como la urdimbre última del Amor que sustenta, unifica y explica el Universo. Jamás podré expresar adecuadamente ni un ápice de una vivencia tan alta. Sé bien que al escribir, no empece mi afinidad con ciertas expresiones artísticas orientales, asumo el riesgo de la banalización y de la racionalización empobrecedora, porque experimentar la presencia de Dios implica saborear secretos que no son para ser puestos en palabras. Por eso, antes de dar comienzo a esta escritura, necesariamente desvalida, quiero hacer mías las palabras del prólogo a la Llama de amor viva de san Juan de la Cruz: como se lleve entendido que todo lo que se dijere es tanto menor de lo que allí hay, como es lo pintado de lo vivo, me atreveré a decir lo que supiere.

      II

      EL RECIBIDOR CALIFAL DE MEDINA AL-ZAHRA’ Y SUS SUGERENCIAS MÍSTICAS

      1. ACERCA DE LA «CIUDAD FULGURANTE» CORDOBESA

      He elegido, como ya sabe el lector, una imagen arquitectónica islámica para expresar de alguna manera mi vivencia sobrenatural del Uno. Se trata del recibidor que el califa ‘Abd al-Rahman (o Abderramán) III mandó construir en la corte cordobesa de Medina al-Zahra’, ciudad cuyo nombre podríamos traducir por «la ciudad brillantísima» o «la ciudad resplandeciente». Tal sería su belleza que incluso me atrevería a proponer el epíteto adicional de «la ciudad fulgurante». Zahra’, el diamantino adjetivo árabe que recibió la antigua

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