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su mundo- aparece dotado de una plasticidad descomunal y, por así decirlo, vertiginosa. En verdad, todo cuanto le acontece a lo largo del poema no tiene otra significación que la de meros episodios; no constituye su tragedia: su tragedia no es algo en que se realiza su vida, sino que es precisamente la vida misma. Se comprende bien, por ello, que tales episodios resulten en principio intercambiables, y que el esquema se repita, según hemos tratado de ilustrar con un ejemplo, bajo muy diversas circunstancias. Esa tragedia de la acción, esto es, del vivir, con su destino de error y dolor, pertenece por igual a cualesquiera circunstancias, y está en el fondo de cualquier caso concreto. Por eso, por arraigar en zonas tan profundas, el poema goethiano se inclina hacia lo filosófico y sus figuras toman ante nuestros ojos un carácter leve de ilusión, apareciéndose como fantasmas, arrebatados y arrebatadores, pero carentes de verdadera sangre humana: son imágenes líricas.

      Mas todo esto ¿no corresponde exactamente -pensamos- a aquel asombroso modo de ser que Ortega reconoció en la individualidad de Goethe, al estudiarla desde dentro?, ¿no coincide con la perpetua indefinición vital que permitió al poeta, hasta el límite último de la ancianidad, sucesivas poderosas renovaciones y que, en el terreno práctico, le hacía retener en perpetuas vacilaciones la decisión acerca de su propia existencia, manteniéndola siempre fresca, siempre juvenil, siempre en disponibilidad, aunque -por contrapartida- siempre con algún indefinible son de falsedad?... De ser así, como pienso, Goethe habría expresado en esta su obra capital la esencia íntima de su ser, volcando ahí la subjetividad más honda. Es decir, que bajo la apariencia dramática nos habría legado un magno poema lírico, tan variado como exigía la expresión del sentimiento y de la experiencia de sí mismo.

      Desde el centro de esa subjetividad tendida hacia todas las vivencias íntimas, pero remisa ante las alternativas de las decisiones vitales (precisamente por no renunciar a ninguno de sus términos, puesto que cualquier elección implica renuncia a lo no elegido), Goethe trabaja su poema aportando a él la riqueza inaudita de su mundo, y brindándonos de este modo un espectáculo incomparable y -también en este aspecto- eminentemente teatral, en el que la realidad escénica está creada mediante el don de la palabra con un poder de ilusión que por ningún artificio podría ser igualado. Para darse cuenta de lo que pretendo sugerir con esto, repásese, por ejemplo, el comienzo del segundo acto de la parte segunda, aquella escena en que Mefistófeles sacude, para cubrirse con ella, la vieja pelliza de Fausto, haciendo salir una nube de insectos: es la palabra de Mefistófeles la que extrae todas esas alimañas del abandonado abrigo, dispersándolas hacia los más diversos escondites; y su turbamulta, evocada por la magia del verso goethiano, presta por sí sola testimonio cabal del tiempo transcurrido...

      Ahora bien: los tesoros aglomerados en el Fausto son para el lector un regalo lastrado de graves exigencias. Se trata -nada menos- de la plenitud de contenidos espirituales de un Goethe. El poeta ha abierto su obra a la diversidad incalculable de sus experiencias, incorporando a ella -¡cuán líricamente elaborado!- el anecdotario de la vida en torno, desde la introducción del papel moneda, que le sirvió de pretexto para escenas tan maravillosas, o la aventura romántica de Lord Byron, hasta la maledicencia mordaz de los círculos literarios, a la que da entrada mediante personalismos que la erudición se ha afanado por individualizar. Pero, al mismo tiempo, incorpora el saber humanista del hombre que ha consagrado la mayor parte de sus horas y de sus días a las letras clásicas y que trata con absoluta familiaridad -incluso con leve desenfado, puesto que su condición de artista le salva de la pedantería- a las imágenes de la Antigüedad que acuden en tropel a poblar su orbe poético. En éste como en tantos otros aspectos, Goethe representa el gozne entre dos épocas: es el último gran portador de la actitud renacentista, con su formación clásica y su interés activo por las ciencias naturales, previo todavía a la especialización; pero, desde otro punto de vista, se nos aparece ya, más que como un precursor, como un maestro de la sensibilidad moderna. Tampoco debe el lector dejar de tomar en consideración este emplazamiento de su figura en la historia del espíritu al enfrentar la que sin duda es su obra capital: el Fausto.

Fausto

       Dedicatoria

      ¡Otra vez próximas, sombras vacilantes, que una vez, hace mucho, os mostrasteis a mi turbada vista! ¿Intentaré yo reteneros esta vez? ¿Siento mi corazón inclinado todavía a aquel delirio? Estáis pugnando por acercaros a mí. Pues bien: podéis prevalecer, tal como del seno de los vapores y de la niebla os alzáis en torno mío. Mi pecho se siente juvenilmente estremecido por el aliento mágico que envuelve vuestro desfile.

      Aportáis con vosotras las imágenes de placenteros días, y se alzan muchas sombras amadas; igual que una añeja leyenda medio olvidada, resurge con ellas el primer amor y la primera amistad; renuévase el dolor, y el lamento vuelve a seguir el laberíntico y extraviado curso de la vida, nombrando los bienes queridos que, engañados por la dicha, en horas risueñas, desaparecieron antes que yo.

      No oyen los siguientes cantos las almas para quienes yo entoné los primeros; desperdigada está la multitud amada; extinguido, ¡ay!, el primer eco. Mi canción resuena para una muchedumbre desconocida, cuyo aplauso mismo inquieta a mi corazón, y aquellos que en otro tiempo se deleitaron con mi canto, si alientan aún, vagan por el mundo dispersos.

      Y de mí se apodera un ansia largo tiempo ha no sentida, por esa plácida y augusta región de los espíritus; fluctúa ahora en imprecisos sones mi canción susurrante, parecida a las modulaciones del arpa eólica. Un estremecimiento me invade; las lágrimas suceden a las lágrimas; el apretado corazón siéntese blando y tierno; lo que poseo, me parece lejano, y lo desaparecido truécase para mí en realidad actual.

       Preludio en el teatro

      PERSONAJES

      El Director

      El Poeta Dramático

      El Gracioso

      DIRECTOR

      Vosotros dos, que tantas veces me habéis asistido en apuros y tribulaciones, decidme: ¿qué esperáis de nuestra empresa en tierras alemanas? Bien quisiera yo complacer a la multitud, antes que todo, porque vive y hace vivir. Armados están postes y tablas, y todo el mundo espera una fiesta. Ahí están ya, sentados, con las cejas altas y muchas ganas de asombrarse. Yo sé cómo concitar el favor del espíritu del pueblo; no obstante, jamás estuve tan perplejo. Verdad es que no están habituados a lo mejor, pero han leído atrozmente. ¿Cómo haremos para que todo sea fresco y nuevo, y resulte, al par que significativo, ameno? Porque, a decir verdad, me gusta ver cómo el gentío afluye en torrente a nuestra barraca, y con penalidades violentamente repetidas, se estruja en la angosta puerta de la Gracia; cuando en pleno día, ya desde antes de las cuatro, anda a empellones hasta la taquilla, y, como en tiempo de hambre para obtener pan a las puertas de la tahona, casi se desnuca por un billete. Milagro tal, sólo el poeta puede obrarlo sobre gente tan heterogénea. ¡Oh! Hazlo hoy, amigo mío.

      POETA

      ¡Ah! No me hables de esa abigarrada multitud, a cuyo aspecto huye de nosotros el espíritu. Aparta de mi vista la ondeante masa, que a despecho nuestro nos arrastra al remolino. No; llévame a aquel apacible rincón del cielo, donde sólo para el poeta florecen goces puros; donde el amor y la amistad hacen brotar y cultivan con mano divina bendiciones en nuestro corazón. ¡Ah! Lo que surge allí del fondo de nuestro pecho, lo que el labio balbucea tímido para sí, ya frustrado, ya tal vez logrado, desaparece tragado por la fuerza del impetuoso momento. Con frecuencia, no aparece la obra en su forma cabal sino después de haber estado presionando durante años. Lo que brilla, ha nacido para el instante; lo auténtico permanece intacto para la posteridad.

      GRACIOSO

      ¡Ojalá no oyese hablar siquiera de la posteridad! Suponed que yo quisiese hablar de ella: ¿quién divertiría a los contemporáneos? También quieren ellos, y es justo. Además, la presencia de un gallardo mozo, creo yo, es siempre algo. Aquel que sabe expresarse con facilidad, no se inquietará por el humor del público; desea para sí una numerosa concurrencia a fin de impresionarla con mayor seguridad. Tened valor y mostraos ejemplar. Dejad que se oiga la fantasía con todos sus

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