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pereza, por eso hemos de tener en cuenta y aceptar el sentimiento negativo que tienen los niños con respecto a aquello que tienen que hacer. Hemos de educar emociones. El ejemplo clásico es el del miedo. Les decimos: «No tengas miedo, no debes tener miedo». Pero el miedo está ahí. Si el objetivo es no tener miedo, todos fracasamos porque tanto los niños como los adultos lo tenemos. En la vida, el miedo tiene la función de ayudarnos a no asumir riesgos excesivos y a no ser imprudentes; si no tuviéramos miedo, saldríamos a la calle y nos atropellaría el primer coche que pasara. El sentimiento es ese y siempre será ese; pero hemos de aprender a gestionar la reacción a la emoción, una cosa es la emoción y otra la reacción. La emoción no es ni buena ni mala, podemos decir que es positiva o negativa dependiendo de si nos hace sentir bien o no; debemos ver cuál es la emoción que sentimos y gestionarla. Si estamos muy enfadados, hemos de procurar que ese enfado no suponga ninguna violencia hacia los demás o hacia nosotros mismos. Debemos enfadarnos por determinadas cosas, porque si llega un día en que nada nos enfada es que estamos muertos. Hemos de tener cuidado con eliminar emociones porque debemos tenerlas todas y vivirlas. Y es evidente que, a medida que dominamos la reacción a la emoción, influimos indirectamente en la disminución de sus efectos.

       ¿Puedo castigar o no?

      Haz lo que quieras, Carles, pero yo diría que ni los castigos ni los premios son educativos; y no solo lo digo yo, es que es algo comprobado desde hace muchos años. ¿Por qué no son educativos? Porque crean adicción: has de castigar cada vez para que funcione, si es que funciona. Los niños que sufren muchos castigos aprenden a esconderse, a mentir y a ocultar todo aquello que hacen y que no han de hacer para que no les castiguen. Por tanto, no aprende lo que tiene que hacer y lo que no tiene que hacer, aprende a hacer trampas, por decirlo de alguna manera.

       Entonces, ¿qué hacemos? ¿Cómo ponemos los límites?

      Pues debemos sustituir lo que llamamos «castigos» por aquello que yo llamo «consecuencias». Y digo «yo» porque hay gente que cree que estas consecuencias también son castigos. A mí me gusta diferenciarlos porque unos son educativos y los otros no, por tanto, son cosas diferentes. Una medida es educativa cuando el niño puede valorar las consecuencias, le ofrecemos la oportunidad de que decida y vaya construyendo su propio criterio. Por ejemplo: unos padres me explicaron que su hijo de 4 años estaba pasando una etapa de mucha confrontación, estaba muy provocador y una de las cosas que sus padres no lograban era que se bañara sin ponerlo todo perdido, lo mojaba todo empleando cualquier cosa que tuviera a mano. Lo habían castigado y también le habían prometido premios, pero nada parecía funcionar. Entonces, le hice ver que la consecuencia del chapoteo era que el agua tenía que recogerse y que, por tanto, era él el que tenía que hacerlo. Educar no es presionar, sino ayudar a hacer aquello que han de hacer por voluntad propia. Este niño cantaba y bailaba el primer día que tuvo que fregar; el segundo, ya no estaba tan contento, y el tercero, dejó de chapotear. ¿Qué le proporcionaron a este crío? La capacidad de poder decidir que no quería mojar nada. Al niño le damos la oportunidad de pensar y decidir por sí mismo si vale la pena o no hacer una determinada cosa. Antes, el objetivo educativo era lograr niños obedientes; ahora no, ahora queremos niños responsables y con criterio.

       ¿Cómo educamos en valores?

      A veces nos olvidamos de que los niños no aprenden de los discursos, sino viviendo y experimentando. Los valores, las actitudes y las maneras de hacer se aprenden observando a los modelos, que son el padre y la madre; si el discurso va por un lado y la actuación por otro, el niño siempre se quedará con la actuación; y, si no, también hay una manera solidaria de actuar, el niño no lo aprenderá porque no podemos aprender un valor determinado sin vivirlo y ejercerlo. Las palabras son importantes; pero solo cuando son coherentes, porque si decimos que no se han de decir mentiras y después ponemos la excusa de una enfermedad para no hacer una determinada cosa, y no es verdad, el niño duda: «¿Esto es una mentira o no? ¿En qué quedamos?». Un ejemplo clásico sería decirle al niño, con un grito, que no debe gritar, o que no se debe pegar, con una bofetada.

       Danos un buen consejo.

      Divertirse juntos, escuchar y, sobre todo, hablar. Esta es una de las cosas más necesarias. Algunos días, en mi casa, del almuerzo a la cena no nos habíamos levantado de la mesa. A mi padre le gustaba escucharnos. El padre, la madre y los ocho hijos… En vacaciones era una delicia y todos tenemos un recuerdo extraordinario de aquellas conversaciones interminables en las que hablábamos de todo: religión, política, armamento… Hoy en día se ha perdido mucho de todo esto con la aparición de esos aparatos tan atractivos y que sirven para muchas cosas, pero que si no vigilas te invaden la vida. Se debe hablar y escuchar. Con los niños hablamos poco. Si observamos cómo la gente se dirige a ellos, normalmente les preguntan cosas como, por ejemplo, si les gusta la escuela, y el niño debe decir que sí por fuerza. O aquello tan frecuente de «¡Qué bien, has tenido un hermanito!». En vez de hablar de esta manera, induciendo sus respuestas y sin posibilidad de saber lo que piensan realmente, deberíamos invitarlos a que nos expliquen cómo les va en la escuela o con el hermanito.

       O sea, crear un ambiente favorable a las conversaciones francas.

      Tengo una nieta que me dice que lo que más le gusta son los desayunos en Can Rigau, en la casita que tenemos en el campo. ¿Y qué tienen de especial esos desayunos? Pues que nos vamos levantando, nos sentamos a la mesa, empezamos a desayunar… después llega otro, todo el mundo se queda en la mesa, la vamos ampliando y todos hablamos sin prisas, y si alguno vuelve… vuelve. Se trata de estar tranquilos y de hablar de todo. Y no los interrogatorios de ascensor o las charlas de circunstancias de si «hace buen o mal día». Si nuestro hijo no nos interesa, mejor que lo dejemos correr.

      JAUME CELA

      © Ferran Forné

      Jaume Cela Ollé (Barcelona, 1949) es maestro y escritor. Fue director de la Escola Bellaterra y ha tenido un papel relevante en la Associació de Mestres Rosa Sensat, la Federació de Moviments de Renovació Pedagògica de Catalunya y el Consell Escolar de Catalunya. De su amplia obra publicada en catalán, se ha traducido Con letra pequeña. Reflexiones de un maestro (1999), Tu me aprendes. Memoria y olvido de un aprendiz de maestro (2011); y, escrito junto a Juli Palou, Carta a los nuevos maestros (2005), entre otros. Su contribución a la literatura infantil y juvenil reúne unos sesenta títulos. En el año 2008 recibió la Creu de Sant Jordi.

       23 de julio de 2014. Jaume Cela llega a la entrevista y recuerdo cuando él y Juli Palou, antes de que apareciera el periódico, me quisieron seducir para que dedicáramos atención a la educación, algo que hacemos en buena parte gracias a sus artículos. Recién jubilado oficialmente como director de escuela, pero incapaz de jubilarse de su vocación, Cela ha escrito mucho sobre el oficio de educar. Cada vez que he tenido la suerte de entrevistarlo me convenzo más de la fuerza que genera encontrar un buen maestro, uno de aquellos maestros que te cambian la vida, que no olvidas nunca y a los que cuando eres adulto buscas para darles las gracias.

      En tu libro Tu m’aprens. Memòria i oblit d’un aprenent de mestre, dices que la acción de los educadores «se produce a través de las palabras y los silencios; pero, sobre todo, de la actuación en la vida cotidiana, de compartir nuestra experiencia sin permitir que se convierta en una losa que les impida respirar: de ayudar a los jóvenes a descubrir todo lo buenos que son, a sabiendas de que existen la vida y la muerte». Es decir, ¿el verbo que eliges para educar es «acompañar»?

      Sí, es acompañar, y también acoger, mostrar y aprender a escuchar. Creo que son los cuatro verbos imprescindibles en cualquier acción educativa y que, además, curiosamente, cuando hablo con exalumnos –algunos ya mayores y de diferentes etapas de mi vida– y les pregunto qué es lo que recuerdan de la escuela es justamente eso. Son cuatro verbos que algunos de ellos detallan y valoran: acoger, evidentemente sin condiciones; mostrar, que es mostrar el mundo, y en el mundo se encuentra

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