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el reloj y vio que eran casi las cinco. En cuanto se deshiciera de Paul Millington, podría ponerse a cocinar. La encantaba preparar platos con muchas verduras, comidas sanas y baratas, y aunque Finn le decía que eran suficientemente ricos para comer caviar toda la vida, Amber seguía ligada a la dieta que había llevado durante su infancia.

      El periodista notó que Amber quería finalizar la entrevista. Mejor. Las personas solían ser más indiscretas cuando comenzaban a impacientarse. Y de las indiscreciones nacían los reportajes más sabrosos…

      –¿Dónde te propuso matrimonio Finn?

      –¡Ah, no!, ¡eso sí que no voy a contarlo! –Amber rió–. Me mataría si te lo dijera.

      –O sea, que fue en la cama.

      –¡No voy a contártelo! –repitió Amber, ruborizada.

      Lo cierto era que no había sido en la cama, sino en el cuarto de baño de una casa, durante una fiesta a la que habían asistido por puro compromiso.

      Finn no solía hacer nada que no le apeteciera y apenas tenía vida social. Para empezar, le faltaba tiempo y, para seguir, prefería llevar una vida sencilla, alejada del glamour del mundo en que trabajaba. Pero los anfitriones de aquella fiesta eran los propietarios de la revista de moda de más tirada del país y hasta Finn había accedido a personarse.

      –¿Vamos a ir? –le había preguntado él una mañana, camino de la agencia.

      –¿Tenemos que ir? –había respondido Amber.

      –No es obligatorio, cariño… pero puede ser divertido.

      –¿Divertido? –se había extrañado ella, que aún se sentía incómoda en aquellas reuniones de ricachones desconocidos.

      –Podrías ver el tipo de vida que nosotros podríamos llevar –se había explicado Finn. Pero ni aquellos lujos ni las mujeres que lo acosaban en aquellas fiestas eran del agrado de Amber–. ¿Qué te pasa? –le había preguntado luego al advertir la expresión resignada de ella.

      –Nada.

      –Algo te pasa –había insistido Finn–. ¿Es por las otras mujeres?

      –Es natural, Finn –había respondido ella, sonriente–. Eres un hombre muy atractivo y es normal que te persigan.

      –¿No pensarás que las aliento?

      –No.

      –¿Ni siquiera inconscientemente?

      –Tú no necesitas tener un harén de mujeres para reforzar tu autoestima –había contestado ella–. Puedes seguir con tu club de admiradoras, Finn Fitzgerald.

      Luego, una vez en la fiesta, y durante la cena, Amber había procurado hablar con un joven director de cine. Después de media hora, había cazado una mirada de Finn.

      –Reúnete conmigo abajo –le había pedido éste, tras acercarse a Amber con decisión.

      –¿Por qué?

      –No hagas preguntas.

      –¿Ni siquiera sobre el punto de encuentro?

      –¿Por qué no te escondes en uno de los pasillos oscuros del vestíbulo? –repuso Fin con tono seductor–. ¿Y me dejas que te encuentre?

      El corazón le había latido al ponerse de pie, convencida de que todo el mundo debía de haber notado las intenciones de ambos; sin embargo, no le había dado la impresión de que nadie los hubiera echado de menos.

      Después de entrar en uno de los servicios de la planta baja, donde se peinó el pelo, se lavó las manos y se pintó los labios, Finn abrió la puerta y la miró excitado mientras se metía y echaba el cerrojo de los aseos.

      –¿Finn?

      –¡Chiss! –había chistado éste, justo antes de abrazarla y comenzar a besarla…

      –¡Finn! –había protestado Amber al notar que le estaba acariciando un pezón.

      –¿Qué?

      –No debes hacer esto.

      –¿Por qué no?

      –Porque… porque…

      –¿Te has quedado sin palabras? –se había adelantado él, al tiempo que introducía una mano posesivamente entre los muslos de Amber.

      –Nosotros… no deberíamos hacer esto –había insistido mientras tragaba saliva, excitada por la erección que notaba sobre sus muslos–. Hay gente arriba…

      –¿Y?

      –¿Y si se dan cuenta de que…?

      –¿De qué? –la había presionado mientras le bajaba las bragas.

      –¡De que no tienes vergüenza!

      –¿Y?

      –¡Y de que eres fantástico! –había concedido Amber, con una mezcla de placer y culpabilidad mientras Finn la penetraba hasta culminar el orgasmo más increíble de sus vidas.

      –He estado pensando… –había arrancado él, minutos después, aún abrazado a Amber.

      –¿A esto lo llamas pensar? –había bromeado ésta.

      –Sobre esas mujeres.

      –No importa.

      –Claro que importa, cariño. Seguro que te molestan, ¿verdad?

      –Sí –había admitido Amber–. Supongo que le molestaría a cualquier mujer; pero espero disimularlo bien…

      –A mí no puedes engañarme.

      –Pero sí a los demás –había replicado ella–. Creo que he ocultado muy bien mi impaciencia.

      –Cierto. Sólo me he dado cuenta porque te conozco muy bien –había asegurado Finn–. Cuando vi que repetías postre me di cuenta de que estabas tensa… aunque no tardaste en encontrar a alguien con quien distraerte –había añadido tras apartarle un mechón rubio de la mejilla y darle un beso en la nariz.

      –¿Lo dices por el director de cine?

      –Sabes que sí.

      –¿Y te ha molestado? –había preguntado Amber.

      –Supongo que sí –había reconocido él–. Una tontería por mi parte, ¿verdad?

      –No es una tontería. Es natural sentir celos… aunque sepas que tus temores son infundados.

      –Supongo –había dicho Finn, para darle un beso en el pelo a continuación.

      –¿Tenemos que volver ahí arriba? –había susurrado ella–. ¿Por qué no intentamos escaparnos sin que nadie se dé cuenta?

      –Todavía no. Antes quiero decirte una cosa –había respondido Finn con tono enigmático.

      –¿No puede esperar?

      –No, cariño. Me temo que no.

      –Me estás asustando.

      –No es lo que pretendo –le había asegurado él–. Esas mujeres que se me acercan… no te respetan, ¿verdad, cariño?

      –No mucho.

      –Y quizá se deba a que piensen que sólo eres mi novia…

      –¿Sólo? –había interrumpido Amber, indignada–. ¿Qué significa eso?

      –Algo temporal, supongo.

      –¡Pero llevamos dos años viviendo juntos!

      –Pero ellas no tienen por qué saberlo… y probablemente no piensen que haya ningún compromiso entre nosotros.

      –Cierto. De hecho, no lo hay –había indicado ella–. Pero no me importa. Hoy día…

      –Puede

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