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feliz, tampoco fue desgraciada. Sus protectoras ejercieron sobre él una vigilancia un poco impertinente a veces, otro poco humillante también, pero cariñosa siempre y bien intencionada. Entre todas, aunque tomando parte más principal D.ª Eloisa, le pagaron la crianza y el pupilaje en casa de un matrimonio artesano que habitaba en la Gusanera, cerca de la casa en que la desgraciada viuda vivía. Cuando estuvo en edad para ello, le mandaron a la escuela. Dio señales de ser un niño pacífico, reservado, sensible, y comenzó a aprender sus lecciones muy bien. Sus siete u ocho mamás se encargaban de preguntar al maestro por su conducta y aplicación siempre que le tropezaban en la calle, animándole «a que le apretase los tornillos.» El maestro se encargaba, en efecto, de apretárselos recordándole al mismo tiempo a cada momento, en presencia de sus condiscípulos, su orfandad, su miseria y la imprescindible necesidad que tenía de mostrarse humilde y agradecido con sus bienhechoras. Esto de la humildad era cosa que no cesaban de cantarle al oído en la villa. Cuantos le tropezaban en la calle y se dignaban ponerle paternalmente la mano sobre la cabeza, le decían:

      —¡Cuidado con ser humilde! Sé obediente y sumiso con las señoras que te han recogido por caridad, ¿entiendes?... por caridad.

      Y por último, sus condiscípulos se encargaban generosamente de advertirle sin cesar que era un desdichado sin padres, alimentado por la caridad y que debiera estar en el hospicio y no alternando con hijos de zapateros distinguidos, albañiles, sastres y panaderos fashionables, y otra gente no menos principal y digna de respeto.

      La humildad teníala en el corazón el hijo del ahogado y la suicida, que si no la tuviese, no sería fácil que se la inculcaran las burlas y desprecios de sus compañeros, ni los paternales azotes del maestro y de sus protectoras: porque éstas todas se creían con derecho a amarle, pero a castigarle también. Era la suya una naturaleza amante y agradecida. Comprendía que a todas sus protectoras debía respeto y cariño, y se lo tributaba. Claro que en el fondo de su corazón sentía preferencias; esto es irremediable. Amaba con pasión a D.ª Eloisa. Esta buena señora, que era a quien más debía, jamás le reñía ni castigaba, ni le decía siquiera una palabra desagradable: tratábalo con extremada dulzura, le acariciaba como si fuese su hijo y ocultaba y disculpaba sus pequeñas travesuras.

      Cuando llegó a los doce años, se reunieron en cónclave las damas y deliberaron acerca de lo que debía hacerse con el chico. Desechose por unanimidad la idea de dedicarle al oficio de su padre. Pensaron en otros varios, sin lograr ponerse de acuerdo, hasta que D.ª Trinidad, la esposa de D. Remigio Flórez, fabricante de conservas alimenticias, propuso llevarle de criado recadista a su casa. Asintieron casi todas a esta resolución; pero D.ª Eloisa, a quien le dolía, hizo presente a sus amigas que el chico había mostrado aptitud para los estudios, y que sería una obra meritoria hacer de él un sacerdote. Las damas acogieron la idea con entusiasmo. Sólo D.ª Trinidad, señora de gran puntillo y amiga de imponer su voluntad a todo el mundo, se opuso fuertemente y se retiró desabrida de la reunión. Pasáronse las damas sin su concurso, y fijando una cantidad mensual, que abonarían a escote, mandaron el chico al seminario de Lancia, capital de la provincia donde nos hallamos.

      Fue Gil un seminarista modelo; aplicado, dulce, respetuoso, afecto a las prácticas religiosas y mostrando mucho fervor en ellas. Las damas no tuvieron más que motivos para felicitarse de su resolución. Cuando venía a pasar las vacaciones a Peñascosa, traía para cada una de ellas una carta del rector manifestando su satisfacción por la conducta y los progresos del huérfano. En los dos o tres meses que permanecía allí, les prestaba algunos servicios, repasando las lecciones a sus hijos, acompañándolas en sus oraciones o sirviéndoles de amanuense, etc. Habitaba en casa de D.ª Eloisa. Cada verano se iba trasformando un poco: el niño se convertía en hombre. Al fin dejó tres años consecutivos de venir, para tomar las últimas órdenes. Llegó el momento de hacerse presbítero. Cuando apareció al fin un día en Peñascosa en traje de sacerdote, su presencia causó emoción profunda en el corazón de sus protectoras. Todas se consideraban madres de él, y por consiguiente, con derecho a llorar de alegría y a caer en sus brazos enternecidas. Por cierto que estos desahogos cariñosos dieron ocasión a algunos dimes y diretes entre ellas. Porque las que menos afectuosas y tolerantes se habían mostrado con el niño, eran más extremosas ahora con el hombre. Esto sacó de sus casillas a D.ª Eloisa, D.ª Teodora y D.ª Marciala, que le trataron siempre con dulzura y hasta con mimo.

      Comenzaron los preparativos para la primera misa. Fue un certamen de primores entre ellas. Las ricas, como D.ª Eloisa y D.ª Teodora, se encargaron de comprar el cáliz y los ornamentos más costosos: las que no contaban con tantos bienes de fortuna, como D.ª Rita, D.ª Filomena y otras, suplieron el dinero con la habilidad de sus manos bordando el alba, la estola y el paño del altar, que causaban admiración. Se arregló la iglesia, y en el adorno tomaron parte no sólo estas damas, sino otras muchas de la población, sus amigas. Fue un acontecimiento de marca en Peñascosa, tanto por la calidad de las personas que habían costeado la carrera del joven presbítero, como por las terribles circunstancias que habían dado lugar a esta protección. Se nombró madrina del oficiante a D.ª Eloisa, por indicación de aquél. Ninguna tenía mejor derecho para ello; pero todas se creían con tanto, y esto volvió a originar secretos resentimientos y algunas palabrillas desagradables.

      El preste volviose hacia el pueblo y cantó con voz débil y temblorosa:

      —Dominus vobiscum.

      Todas las voces de la tribuna, rotas y cascadas, le respondieron acompañadas del estampido del órgano:

      —Et cum spiritu tuooooo.

      —¡Qué blanco está!—dijo una joven artesana a la compañera que tenía al lado.

      —Parece una imagen.

      Cantó D. Narciso con voz atiplada, bajando y subiendo el tono y escuchándose con placer, la epístola.

      —¡Hija, cómo lo repicotea el capellán!—volvió a decir la artesana.

      —Ya ves, tiene ahí a la hija del jorobado. Querrá lucirse.

      Era especie muy acreditada en la villa que D. Narciso y la niña de Osuna sentían una mutua inclinación, aunque sólo los espíritus heterodoxos y maleantes se atrevían a decirlo en alta voz. D. Narciso era, en verdad, mucho más dado a vivir entre el sexo débil que entre el fuerte. Así que llegó de Sarrió haría unos tres años, poco más o menos, fue el ídolo de las damas de Peñascosa por su elegante porte, que hacía contraste con el desaliño de la mayor parte de los sacerdotes de la villa, por su conversación alegre, por sus bromitas y, sobre todo, por su afición a estar siempre entre ellas. Distaba mucho de ser hermoso ni gallardo: era hombre de unos treinta y cinco años, seco, moreno, los pies grandes y juanetudos y la dentadura muy fea; pero había logrado pasar plaza en seguida de chistoso. Jamás hablaba en serio a sus devotas amigas. Bromita va, bromita viene, un requiebro a ésta, una chufleta a la otra, sin acortarse nunca por estar en medio de un corro numeroso. Al contrario, D. Narciso se placía extremadamente en ello, gozaba campando solo en el gallinero. Dirigía la conciencia de la mayoría de ellas y se autorizaba el reprenderlas fuera del confesonario, a veces ásperamente. Casi todas recibían sus correcciones con sumisión, hasta con placer, y si alguna se rebelaba momentáneamente, era para demandar perdón enseguida. Con esto, don Narciso era el comensal obligado en todas las fiestas y gaudeamus de la sociedad elegante de Peñascosa: comía vorazmente, y de ello hacía alarde, bebía al mismo tenor, y cuando llegaban los postres, nunca dejaba de brindar con alguna coplita que resultaba casi siempre sucia. Porque D. Narciso, que a causa de su ministerio no podía autorizarse bromas referentes a las relaciones de sexo a sexo, se creía con derecho a soltar las más asquerosas acerca de otras miserias del cuerpo humano. Y las damas ¡caso extraño! las reían y celebraban cual si fuesen ingeniosidades y agudezas portentosas. Dos años después de llegado a la villa había tenido un fracaso. Bajando la escalera de cierta casa que frecuentaba mucho, se rompió una pierna. Se dijo que el marido de la señora, cuya era la casa, le había ayudado a caer, por no estar de acuerdo enteramente con la hora y la ocasión de sus visitas; pero al instante las buenas almas de Peñascosa se apresuraron a sofocar este rumor sacrílego. Y en prueba de la indignación con que rechazaron el supuesto, las damas más principales de la villa se constituyeron

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