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La niña en la ventana. Natalia S. Samburgo
Читать онлайн.Название La niña en la ventana
Год выпуска 0
isbn 9789878708102
Автор произведения Natalia S. Samburgo
Жанр Языкознание
Издательство Bookwire
—¿Tenés novia? —arriesgó Iván.
—Aún no, pero va por ese lado. Sos capo, eh.
—¡Ese es mi pollo! Dale, me alegraste el día. ¿Dónde nos vemos?
—Vamos a tomar unas birras esta noche. ¿Te va?
—Dale, al lugar de siempre.
—Hecho.
Se despidieron. Iván se quedó mirando el móvil. Por unos segundos, se había sentido dichoso por su sobrino y se había olvidado de sus penurias. Pero todo volvía sin darle tregua. Le venía una sensación de ahogo y de ahí, sin filtro hasta desesperarse, la angustia arremetía. Soledad, impotencia, bronca, injusticia subían en intensidad como una montaña rusa, llevándolo de la euforia a la depresión. Debía volver a su eje.
Decidió presentarse en su oficina. Se había tomado tres semanas de vacaciones que tenía pendientes. En realidad, lo invitaron a tomárselas, dado el estado en el que se encontraba. Le habían venido bien. Pudo hacer el duelo, aunque aún seguía culpándose y eso no le daba paz.
Llegó al edificio e ingresó por la puerta del costado para no toparse con tanta gente. No tenía ganas de saludar a nadie ni de que le dieran sus condolencias. Subió por un ascensor de servicio y llegó al sector donde lo esperaba su escritorio tal como lo había dejado semanas antes. Nadie lo había tocado. El polvo estaba posado sobre cada papel, cada carpeta, caja manija de los cajones. Casi infantilmente, sopló sobre él, provocando que las partículas se expandieran por todo el ambiente. Al aspirarlas, le produjeron varios estornudos. Con el movimiento involuntario del cuerpo ante esa reacción, chocó con una carpeta que resbaló, y los papeles que contenía se desparramaron por el piso. Se quedó mirando hacia el suelo. No tenía idea de qué se trataba ese expediente. Se inclinó para juntarlo en el momento en el que su jefe ingresaba por la puerta.
—Veo que se ha dignado a aparecer por estos lares.
—Mis vacaciones fueron autorizadas —se excusó Iván.
—Era un chiste, Pollastrelli. ¿Cómo se encuentra? —consultó el fiscal con verdadero interés.
—Lo voy llevando. Mal, pero lo llevo.
—Venir a trabajar le va a hacer bien. Veo que tiene en sus manos el nuevo caso —dijo el hombre, señalando los papeles que Iván terminaba de recoger.
—¿De qué se trata?
—Es un tema raro. Ya hubo varias denuncias, pero nada concreto. Una sociedad, o mejor dicho varias, están estafando a familias con la promesa de un seguro. Les hacen pagar un anticipo de un valor estipulado según los integrantes, luego se abonan las cuotas, hasta que un día los sistemas de pagos no cobran más los talones que la gente lleva. Cuando llaman a la empresa para pedir un nuevo talón o código para pagar, se enteran de que la empresa no existe más y que se llevaron lo que pagaron hasta el momento.
—La típica. Eso era muy común con planes de ahorro de automóviles, pero nunca lo escuché para seguros. ¿Qué clase de seguros?
—Eso es lo interesante. La gente no quiere especificar de qué se trata. Le da vergüenza o algo así.
—¡Pero es la prueba principal si pretenden hacer una denuncia!
—Exacto. Por lo tanto, hasta ahora todo fue desestimado. Lo curioso, y lo que necesito que investiguen, es que ya hubo más de cincuenta testimonios. No podemos hacer de cuenta que acá no pasa nada.
—Es cierto —fue lo único que contestó Iván, sorprendido por el compromiso del hombre que tenía enfrente. Lo vio tan distinto a su antigua jefa que, por unos momentos, tuvo la esperanza de que se podía ser mejor, de que existía gente de bien y de que no todo estaba podrido. Recordar a Victoria del Campo le provocó náuseas.
—Por lo pronto, quiero que, con Pantuso, vuelvan a visitar a algunas de estas personas y traten de sacarle más información: cómo se enteraban del seguro y por qué medio, a quién veían, qué los convencía de aceptar, y otros temas relacionados.
—Ok. ¿En esta carpeta están los datos?
—Sí, algunos.
—Ok. No bien lo vea a Jacinto, lo pongo al tanto y comenzamos.
—Pantuso ya sabe todo. Pero dijo que, sin su olfato, no se podía empezar, así que prefirió aguardarlo, dado que no es un caso tan urgente. Espero que esté en lo cierto.
—Así será.
* * *
Cuando comprobó que él se había ido, cerrando y dejando la puerta trabada, corrió a extraer el trozo de ladrillo. Posó un ojo en el pequeño orificio y trató de divisar a aquellos que solían pasar por allí.
Se veía un poco hacia abajo, pero no divisó a nadie. Sintió ese olor familiar a cuando caía ese líquido desde arriba. Se quedó quieta esperando quién sabe qué. Ni ella sabía. Quería ver cosas moverse. La quietud del lugar la ponía nerviosa.
Cansada de estar en esa posición, volvió a poner la piedra en su lugar y tapó su única visión de lo exterior. Estaba en esa habitación desde hacía casi dieciséis años, pero ella no sabía de tiempo. No conocía otra vida que esa. Pero algo en su interior le decía que allí afuera había otros como ella y no solo el hombre que la visitaba o la mujer que le daba de tomar líquidos que no le gustaban.
No tenía nada a su alrededor. Dormía en un colchón en el suelo, con sábanas lisas y una frazada áspera. Pero para ella eso era todo su mundo y lo amaba. Cuando se sentía extraña se envolvía con la manta y de esa manera encontraba algo de tranquilidad.
Vestía una prenda holgada en la parte inferior y una remera de mangas largas, siempre. Las alpargatas se las iban cambiando solo cuando las que usaba le quedaban chicas. Todo era del mismo tono, su ropa y la de donde dormía.
La habitación poseía una ventana, pero estaba cerrada siempre y, cuando había intentado abrirla, no tuvo éxito. Al día siguiente, una madera más fue clavada para que jamás pudiera volver a hacer otro intento.
Ese día se sentía particularmente con energía. Tenía ganas de andar y de estar en movimiento. Se puso a correr alrededor de la sala y cuando llegaba al sector donde estaba el colchón, aprovechaba y hacía un salto largo. Esa era su rutina de ejercicio, la que hacía cuando sospechaba que no había nadie en la casa.
Estaba oscureciendo y ya no se sentía cómoda haciendo ejercicio. La única luz que había en el lugar estaba en el alto techo y se encendía solo cuando el hombre ingresaba.
Los movimientos y ruidos que provocaron sus corridas alertó a los otros que ingresaron para ver qué pasaba. Ella se detuvo de manera brusca al verlos, estaba tan entusiasmada ejercitándose, que no escuchó que habían llegado. Temió que la reprendieran. Sin embargo, la mujer se acercó, la abrazó cálidamente y la hizo ir hacia el sector donde debía limpiarse. Ella no sabía que eso era un baño.
Como siempre, debió mirarse al espejo. La mujer sacó un elemento de su cartera y comenzó a cortarle el cabello. Lo dejó muy corto. La joven se miró y observó el cambio. No le gustaba. Quiso quejarse, pero desestimó esa idea, porque ya conocía las consecuencias de querer rebelarse.
Cuando terminó con esa tarea, junto con el hombre, que observaba la situación desde afuera del baño, la hicieron ir despacio hasta el colchón, porque era la hora de dormir. Los vio alejarse, dejándola sola nuevamente, en la oscuridad de la noche.
Se tocó la cabeza. Extrañó la suavidad que sentía su mano al acariciarla. Ahora lo notaba feo, pinchaba. Le cayeron lágrimas por sus mejillas e intentó gritar, pero no se animó, la escucharían si seguían allí. No podían oírla jamás. Las consecuencias nunca eran buenas. Siseó sonidos muy, muy bajos. «Assss. Mmmmmmsssss. Oooossss.» Eso la hacía sentir mejor. Era su grito personal, aunque no fuera oído por nadie.
Sin