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Nuevas noches árabes. Robert Louis Stevenson
Читать онлайн.Название Nuevas noches árabes
Год выпуска 0
isbn 9786079889821
Автор произведения Robert Louis Stevenson
Жанр Языкознание
Издательство Bookwire
Reforzado por tales consideraciones, avanzó decidido desde su rincón. Apenas había dado dos pasos cuando le pusieron una mano en el brazo. Se volvió y vio a una dama de proporciones bastante generosas y expresión solemne, aunque carente de severidad.
—Veo que está hecho todo un donjuán —dijo ella— y que le gusta hacerse esperar. Sin embargo, estaba decidida a conocerlo. Y cuando una mujer llega al extremo de dar ella el primer paso, es porque hace mucho que dejó de lado el orgullo.
A Silas lo impresionaron tanto el tamaño y los atractivos de su corresponsal como la precipitación con que lo había abordado. Sin embargo, ella no tardó en tranquilizarlo. Su actitud era cordial y comprensiva; lo animaba y le festejaba las gracias y, en poco rato, a base de lisonjas y una buena cantidad de brandy caliente, no sólo lo había impulsado a creer que estaba enamorado, sino a declararle su pasión con la mayor vehemencia.
—¡Ay! —dijo ella—. No sé si no acabaré lamentando este momento, por mucho que me halaguen sus palabras. Hasta este instante era yo la que sufría, pero ahora, mi pobre muchacho, seremos dos. No soy libre, y no me atrevo a pedirle que me visite en mi casa, pues me vigilan ojos muy celosos. Veamos —añadió—: soy mayor que usted, aunque mucho más débil, y, pese a que confío en su valor y en su determinación, lo mejor será aprovechar mi conocimiento del mundo en beneficio mutuo. ¿Dónde vive usted?
Él le explicó que se alojaba en un hotel y le dio el nombre de la calle y el número.
La mujer pareció reflexionar unos minutos con cierto esfuerzo.
—Comprendo —dijo por fin—. Será usted fiel y obediente, ¿verdad? —Silas se apresuró a persuadirla de su fidelidad—. Mañana por la noche, entonces —prosiguió ella con una sonrisa prometedora—. Quédese en casa toda la tarde y, si lo visita algún amigo, deshágase de él enseguida con el primer pretexto que se le ocurra. Las puertas deben de cerrarse a las diez, ¿no? —preguntó.
—A las once —respondió Silas.
—A las once y cuarto salga del edificio —prosiguió la dama—. Limítese a pedir que le abran la puerta y no entable conversación con el portero, porque eso echaría todo a perder. Vaya directo a la esquina de los jardines de Luxemburgo con el bulevar; yo estaré esperándolo. Confío en que seguirá mis instrucciones al pie de la letra. Y recuerde: si me desobedece en cualquier cosa, le ocasionará muchas complicaciones a una mujer cuyo único delito es haberlo visto y amado.
—No sé a qué vienen estas instrucciones —dijo Silas.
—Me parece que empieza a tratarme como si fuera mi dueño —exclamó ella, mientras le daba unos golpecitos en el brazo con el abanico—. ¡Paciencia, paciencia! Ya habrá tiempo para eso. A las mujeres nos gusta que nos obedezcan al principio, aunque luego disfrutemos obedeciendo. Haga lo que digo, por el amor de Dios, o no respondo de nada. De hecho, ahora que lo pienso —añadió, con el aire de quien acaba de reparar en una dificultad—, se me ocurre un plan para alejar a los entrometidos. Pídale al portero que no deje pasar a nadie, salvo a una persona que tal vez acuda esa noche a cobrar una deuda, y hágalo con cierta vehemencia, como si lo asustara la entrevista, para que se tome en serio sus palabras.
—Crea usted que sé cómo protegerme de los intrusos —dijo él, un tanto ofendido.
—Prefiero arreglarlo a mi manera —respondió ella con frialdad—. Conozco a los hombres: no valoran en nada la reputación de una mujer —Silas se ruborizó y agachó un poco la cabeza, pues el plan que tenía en perspectiva incluía pavonearse un poco con los amigos—. Por encima de todo —añadió ella—, no hable con el portero al salir.
—¿Y por qué? —preguntó él—. De todas sus indicaciones, me parece la menos importante.
—Al principio usted también cuestionó la conveniencia de las otras y ahora sabe que son imprescindibles —replicó ella—. Créame, con el tiempo comprenderá su utilidad. ¿Y qué voy a pensar del afecto que siente por mí si desde la primera cita me niega usted esas naderías? —Silas se deshizo en disculpas y explicaciones, hasta que ella miró el reloj, juntó las manos y contuvo un grito de sorpresa—. ¡Cielos! —exclamó—. ¿Tan tarde se hizo? No tengo un instante que perder. ¡Ay, pobres de nosotras! ¡Qué esclavas somos las mujeres! ¡Qué riesgos no habré corrido ya por usted!
Y, tras repetirle sus instrucciones, que combinó con habilidad entre arrumacos y miradas lánguidas, le dijo adiós y se perdió entre la multitud.
Silas pasó el día siguiente imbuido de su propia importancia: ahora estaba seguro de que se trataba de una condesa. Cuando se hizo de noche, obedeció con minucia sus instrucciones, y a la hora acordada se presentó en la esquina de los jardines de Luxemburgo. Ahí no había nadie. Esperó casi media hora, mirando a la cara a cuantos pasaban o merodeaban por ahí; incluso se paseó por las otras esquinas del bulevar y dio una vuelta completa a la verja del jardín, mas no encontró a ninguna hermosa condesa dispuesta a arrojarse en sus brazos. Por fin, muy de mala gana, empezó a desandar sus pasos hacia el hotel. De camino recordó las palabras que había oído intercambiar a madame Zéphyrine y el joven rubio, y experimentó una vaga sensación de intranquilidad.
“Al parecer todo el mundo debe contarle mentiras al portero”, pensó.
Tocó el timbre, la puerta se abrió y salió el portero en ropa de cama para llevarle una lámpara.
—¿Se fue ya? —inquirió éste.
—¿Qué? ¿A quién se refiere? —preguntó Silas con cierta sequedad, pues andaba irritado por la decepción.
—No lo he visto salir —prosiguió el portero—, pero espero que usted le haya pagado. En esta casa no queremos huéspedes que no cubren sus deudas.
—¿A quién demonios se refiere? —preguntó Silas con brusquedad—. No entiendo ni una palabra de este galimatías.
—Pues al joven bajito y rubio que vino a cobrar su deuda —replicó el otro—. ¿A quién me referiría si no? Usted mismo me pidió que no dejara pasar a nadie más.
—Pero, hombre de Dios, no irá a decirme que vino —respondió Silas.
—Yo sólo creo en lo que veo —repuso el portero, y contuvo la risa con un gesto burlón.
—¡Es usted un granuja insolente! —gritó Silas, que, muy alarmado, se volvió y echó a correr escaleras arriba con la sensación de haber hecho una ridícula exhibición de mal genio.
—Entonces, ¿no necesita la lámpara? —gritó el portero.
Silas aceleró el paso y no paró hasta llegar al séptimo piso y plantarse frente a la puerta de su cuarto. Ahí se detuvo un momento a recobrar el aliento, asaltado por los más negros presentimientos e incluso temeroso de entrar en la habitación.
Cuando por fin lo hizo, lo alivió encontrarla a oscuras y, en apariencia, vacía. Soltó un profundo suspiro. Otra vez se hallaba a salvo en casa, y ésa sería no sólo su primera, sino también su última locura. Los cerillos estaban en una mesita junto a la cama y anduvo a tientas en esa dirección. Al hacerlo se renovaron sus aprensiones y, cuando su pie topó con un obstáculo, lo alegró mucho comprobar que se trataba de algo tan poco alarmante como una