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Gwen, por ejemplo. Pero ella no estará en la fiesta. Vendrán profesores de la facultad y sus parejas. O sus citas –le dirigió una mirada que Jamie no supo cómo interpretar–. Estoy segura de que no va a ser tan divertida como las fiestas a las que vas tú.

      –¿Te refieres a los botellones que organizo cada semana en el sótano de mi casa?

      –Eh, sí, supongo.

      –Era una broma, Olivia. Hace años que los botellones comenzaron a formar parte del pasado.

      –¿Del pasado? –preguntó, recorriéndole con la mirada–. No creo que sea cronológicamente posible.

      Parecía considerarse mucho más vieja que él, algo que a Jamie le resultaba curioso. Al fin y al cabo, solo tenía treinta y cinco años, y aparentaba unos treinta. Jamie salió de la camioneta y la rodeó para abrirle la puerta.

      –Ten cuidado. Hay muchas piedras.

      Olivia posó un pie enfundado en un zapato de tacón negro en el suelo y a Jamie se le hizo la boca agua. Estaba tan atractiva con los tacones como había imaginado. ¡Dios! Le encantaban los tacones.

      –Gracias –musitó Olivia.

      Jamie se obligó a alzar la mirada. Le tomó la mano y se la sostuvo con fuerza mientras ella se tambaleaba sobre los tacones. La oyó soltar una exclamación de sorpresa antes de inclinarse hacia él cuando uno de los pies se le salió del zapato.

      –Creo que se ha quedado atascado el tacón entre las piedras.

      –Apóyate en mí.

      Se inclinó y Olivia posó la mano en su espalda para apoyarse. Jamie tiró del zapato para sacarlo de entre las piedras y sacudió el polvo del tacón. Después, le rodeó el pie con la mano. Tenía la piel muy suave y retorció el pie cuando Jamie deslizó el pulgar por su empeine. Le puso el zapato y trepó por su tobillo, envolviendo con los dedos los delicados huesos de la articulación.

      –No te has hecho daño en el tobillo, ¿verdad?

      –No –susurró ella en respuesta.

      Jamie le bajó el pie, pero continuó sujetándole el tobillo como si necesitara algún tipo de apoyo.

      –¿Estás segura? –continuó avanzando con la mano hasta abrir los dedos sobre la pantorrilla.

      –Estoy segura –Olivia se aclaró la garganta como si hubiera sido consciente de lo ronca que había sonado su voz–. Gracias.

      –Entonces, vamos a entrar.

      Jamie le ofreció el brazo para subir por el camino de la entrada y ella lo aceptó con una sonrisa de agradecimiento.

      –No tenemos que quedarnos mucho tiempo. Solo tengo que hacer acto de presencia –le aseguró.

      –Estoy seguro de que será divertido.

      –Me temo que te equivocas.

      –¿Hay alguien de quien tenga que tener especial cuidado?

      Olivia se tambaleó y él tuvo que agarrarla.

      –¿Qué quieres decir? –le preguntó.

      –Recuérdame que venga a recogerte a la puerta cuando nos vayamos. Con tacones este camino no es nada seguro.

      –De acuerdo. Por lo menos, no lo es para mí cuando llevo tacones.

      Contestó con una risa tímida y nerviosa, algo que a Jamie le resultó muy atractivo en una mujer como ella.

      –A lo que me refería es a que he oído decir que estas reuniones entre profesores universitarios pueden ser tensas. Quién es profesor numerario, quién no. Alguien ha conseguido una beca que pensaba recibir otro. He oído montones de conversaciones de ese tipo en el bar. ¿Hay alguien a quien tenga que hacer la pelota?

      –¡Ah! Te refieres a eso. No, no tengo ningún enemigo por culpa de los presupuestos. Ni tensiones por llegar a ser profesora numeraria. Soy una simple instructora.

      –¿Eso qué significa?

      –No soy doctora y no me dedico a la investigación. Enseño y eso es todo.

      Mantenía un tono neutral y no parecía avergonzarse de ello. Se estaba limitando a exponer los hechos.

      –Eso suena mejor, de verdad.

      Olivia le sonrió.

      –A mí también me lo parece.

      –Muy bien. Así que no hay tensiones ocultas.

      –Exacto. Sí, bueno, quiero decir, no –en aquel momento parecía preocupada.

      –No te preocupes –le aseguró él–. Seguro que me divertiré.

      Olivia tragó saliva con tanta fuerza que Jamie pudo oírlo.

      –Estoy segura de que eres la clase de hombre capaz de divertirse haciendo cualquier cosa.

      Él se encogió de hombros.

      –Lo intento.

      –Eso sí que está bien –Olivia se detuvo ante una enorme puerta de madera y tomó aire–. Pero esto es una fiesta de profesores universitarios. Espero que esta noche estés preparado para un desafío.

      Jamie recorrió su cuerpo con la mirada mientras ella llamaba al timbre.

      –Claro que lo estoy –musitó.

      Cuando la puerta se abrió y entraron en la casa, Jamie se alegró como nunca de haber decidido ponerse unos pantalones negros y una camisa para salir. Los vaqueros no hubieran quedado bien aquella noche. Pero, aunque había elevado el nivel de su indumentaria, se sentía fuera de lugar entre tantas esculturas y madera abrillantada. Olivia, por su parte, encajaba muy bien en aquel ambiente. Era elegante, fría y decía lo que había que decir cuando hacía las presentaciones. Las notas de la música del piano parecían flotar a su alrededor.

      Y tenía razón respecto a la fiesta. Era aburrida, empezando por la lánguida música del piano, que parecía haber sido compuesta para provocar el sueño a un insomne. El tiempo transcurría muy despacio. Jamie contestó a las ocasionales preguntas sobre su nombre y su trabajo, que nunca daban lugar a una conversación más larga, y fantaseó con la posibilidad de poner las manos en la cintura de Olivia y estrecharla contra él para darle un beso. Un beso largo y profundo. Imaginó que la primera vez se iría ablandando poco a poco. Tendría que seducirla.

      Hacía mucho tiempo que Jamie no ponía en práctica su capacidad de seducción y tuvo que reprimir las ganas de estirarse y crujirse los nudillos con un gesto de anticipación.

      –¿Y va bien la cervecería? –le estaba diciendo alguien.

      Jamie parpadeó, intentando salir de su estupor, y se encontró frente a un hombre corpulento con una copa de vino que utilizaba como un puntero. Si Jamie no se equivocaba, era un exjugador de fútbol americano.

      –¿Perdón?

      –Tú eres uno de los socios de la cervecería, ¿verdad? De Donovan Brothers. Me llamo Todd. He estado varias veces allí. Buena cerveza.

      –Gracias.

      Jamie se presentó a sí mismo y descubrió que, tal y como sospechaba, aquel tipo había jugado veinte años atrás en el equipo universitario. Jamie no era un gran deportista. Había jugado al béisbol durante un par años cuando estaba en el instituto, pero no se lo había tomado demasiado en serio. Aun así, saber algo de deportes formaba parte de su trabajo, de modo que estuvo hablando con él sobre la liga de aquel año. Muchas veces se preguntaba si aquellos tipos no acababan cansándose del tema. Estaba seguro de que Todd había hablado de la última liga más de miles de veces. Pero, bueno, tampoco él se cansaba nunca de hablar de cerveza. A lo mejor era reconfortante saberse experto en algo.

      No tardaron en pasar a hablar de la alineación de la siguiente temporada y la mente de Jamie comenzó a vagar. ¿Cuánto tiempo llevaban en la fiesta? ¿Una hora? Buscó

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