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      –Es una reunión informal, señora Lewis. Sólo queremos darle la bienvenida al doctor Sinclair, así que no quería que usted se molestase –le explicó Elizabeth, aunque sabía que la señora Lewis no le estaba escuchando.

      –¡Menuda bienvenida, ofreciéndole al pobre hombre queso y biscotes! –protestó la señora Lewis–. Menos mal que el doctor Ross lo mencionó de pasada cuando lo vi esta mañana. Así que me vine temprano de casa de Agnes para que me diera tiempo a preparar alguna cosilla. He preparado un buffet, nada del otro mundo, tan sólo buena comida, así que espero que al doctor Sinclair le guste. Uno de mis guisados de cordero y empanada de jamón y puerros, con ensalada y bollitos de pan recién hechos. Luego, por supuesto, he preparado pudding de ruibarbo con natillas. Tal vez sea primavera, pero hace bastante frío con toda esa lluvia. Estoy segura de que todo el mundo estará encantado de algo que les caliente el cuerpo.

      Elizabeth se contuvo al ver la mesa cargada de comida. La señora Lewis la había puesto con uno de los preciosos manteles de damasco y la mejor porcelana. Había dos aromáticas fuentes de guisado de cordero, que se mantenían caliente encima de dos pequeños quemadores, al lado de una cesta de crujientes panecillos y una gran fuente de cremosa mantequilla. La empanada estaba cortada en porciones, y tenía un aspecto tan magnífico que hacía la boca agua. La ensalada estaba preparada en un bol de madera, con lo que todo constituía un festín tanto para los ojos como para el paladar.

      –Todo tiene un aspecto estupendo, señora Lewis, pero realmente no había necesidad de que se hubiera molestado tanto.

      –No ha sido ninguna molestia. Voy a mirar el pudding. No queremos que se queme, ¿verdad? –dijo la señora Lewis, muy satisfecha, volviendo de nuevo a la cocina.

      Elizabeth suspiró, sintiéndose derrotada, por lo que fue al aparador y sacó dos botellas de vino y se puso a buscar el sacacorchos. Al ver que no estaba en ninguno de los cajones, se dirigió a la cocina. Cuando estaba cruzando el vestíbulo, sonó el timbre, así que ella se dispuso a abrir la puerta, mirando el reloj al mismo tiempo. Todavía no eran las ocho, pero tal vez David llegaba temprano.

      Elizabeth se miró rápidamente en el espejo, apartándose un mechón de la cara. Se dio cuenta de que tenía que ir a cortarse el flequillo. Se lo metió detrás de las orejas y luego contempló el vestido verde jade que se había puesto aquella noche. Era uno de sus favoritos. Era muy simple, pero le hacía muy esbelta y resaltaba sus elegantes piernas. Se había prendido un broche de filigrana de oro y unos pendientes a juego. De repente, se preguntó por qué se había molestado tanto. Ella siempre vestía bien, pero aquella noche había sentido el impulso de hacer un esfuerzo especial e incluso se había puesto un par de sandalias negras que se ponía muy de tarde en tarde.

      ¿Lo habría hecho por David? ¿O tal vez por James Sinclair?

      El timbre sonó por segunda vez Elizabeth corrió hacia la puerta. Sin embargo, sintió que la sonrisa se le helaba en los labios al encontrarse con James y no con David.

      –Espero no llegar demasiado pronto –dijo él, al notar que ella lo miraba fijamente sin decir palabra–. No estaba seguro de lo que tardaría en venir andando del hotel aquí así que…

      –No… no importa –respondió Elizabeth, echándose a un lado para que él pudiera pasar–. Entra. Veo que sigue lloviendo. Déjame que te guarde el abrigo.

      –Gracias. Bonita casa. Tiene mucho carácter –añadió él, mirando a su alrededor con interés.

      –Gracias –le agradeció ella, colgándole el abrigo en el perchero.

      Mirando a su alrededor, ella se dio cuenta de que James tenía razón. A pesar de que habían pasado años desde la última vez que había sido decorada, la casa tenía mucho carácter. Sin embargo, le sorprendía que a él le hubiera gustado, ya que habría imaginado que él preferiría un sitio más ostentoso.

      Una vez más se había equivocado con él y aquel pensamiento le hacía sentirse incómoda. Entonces, le acompañó al salón sin decir nada. Allí, un hermoso fuego ardía en la chimenea para mantener a raya la humedad de la noche.

      –¿Has vivido aquí toda tu vida? –preguntó James.

      –Sí, e incluso nací aquí, en el dormitorio principal. ¿Qué te gustaría beber? –le ofreció Elizabeth, dirigiéndose al aparador para examinar las botellas que había allí alineadas. Seguía completamente aturdida al tener que cambiar la imagen que se había hecho de él. ¡Había estado tan segura de que le había calado perfectamente!–. Jerez, whisky, ginebra…

      Ella intentó no mirar atrás para no ver lo guapo que él estaba. Sin embargo, resultaba imposible ignorarlo. Llevaba puestos unos pantalones de pana marrón, con un jersey de cachemir color crema que resaltaba la anchura de sus hombros. Los sentidos de Elizabeth estaban tan aturdidos que ella no recordaba haberse sentido así antes, por lo que ella decidió reaccionar para evitar que él se diera cuenta.

      –También hay coñac, si lo prefieres –añadió ella, abriendo una puerta del aparador y sacando otra botella.

      –En realidad, preferiría una tónica, si tienes –dijo James con una sonrisa, mientras se sentaba en el sofá y cruzaba sus largas piernas–. No soy bebedor, si te digo la verdad. Bebo un poco de vino con las comidas y ya está.

      –Claro, voy a por algo de hielo. Se me había olvidado –exclamó Elizabeth, agradecida por la excusa de poder salir de la habitación.

      Al entrar en la cocina, vio que la señora Lewis no estaba allí, por lo que se puso a mirar por la ventana después de sacar una bandeja de hielo para recuperar el aliento. ¿Qué tenía James Sinclair que la ponía en aquel estado? Desde el momento en que había entrado en su consulta por la mañana, Elizabeth se había sentido completamente desorientada. No recordaba que se hubiera sentido así con David…

      David siempre tenía la facultad de tranquilizarla. Su habilidad para resolver los problemas era una de las cosas que más le gustaba de él… David le había ayudado cuando la única historia de amor de Elizabeth salió mal. Había ocurrido en el último año de la facultad y cuando volvió a casa un fin de semana, se lo había contado todo a él. Había pasado algún tiempo antes de que ella se diera cuenta de lo que sentía por David, aunque ella nunca se lo había dejado ver… Sin embargo, no recordaba haberse sentido nunca tan consciente de la presencia de David como lo estaba con la de James Sinclair…

      –¡Vaya! Pensé que te habías ido al Polo Norte a por el hielo –dijo él en tono de broma.

      Ella lo vio a través del cristal de la ventana, que actuaba como un espejo y sintió que el pulso se le aceleraba cuando lo vio acercarse.

      –¿Quieres que me encargue yo de eso? –añadió él, sonriendo.

      –¿Cómo dices? –preguntó ella, dando un salto cuando él le quitó la bandeja de las manos.

      –Creo que estos ya han pasado su mejor momento –dijo él, mirando los cubitos medio derretidos con expresión divertida–. ¿Tienes más?

      –Yo… sí… sí, claro –respondió ella, dirigiéndose rápidamente al frigorífico para darle una nueva bandeja. En aquel momento el timbre volvió a sonar–. Esos deben de ser los otros. Yo… yo voy a abrirles.

      Elizabeth salió corriendo de la cocina, luchando por recobrar el control. Pero no le resultó fácil. El corazón le latía a toda velocidad y la excitación nerviosa le hacía vibrar el cuerpo… Ella respiró profundamente y expulsó el aire. Fría, tranquila, segura de sí misma… ¡Nunca le había resultado tan difícil hacer justicia a lo que la gente pensaba de ella!

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