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testarudo que puede llegar a ser, pero intenta hacerle ver que, al fin y al cabo, es por su bien –le dijo Elizabeth sonriendo. Estaba acostumbrada a tratar con las actitudes intransigentes de los viejos granjeros.–. De lo que estoy dispuesta a asegurarme es que no vuelve a perder sus chequeos. Hablaré con Abbie Fraser para que lo apunte en su lista.

      –Adviértala que no le avise cuando vaya a ir a visitarle, porque si no el viejo zorro se irá al campo –le sugirió Frank, mientras salía de la habitación.

      Elizabeth sonrió de nuevo. A pesar de todo, no podía dejar de admirar la determinación del viejo granjero…

      –Tal vez no sea yo el único que ha comprobado lo afilado de su lengua, doctora Allen. ¿O es que acaso salen muchos de sus pacientes de esa manera de su consulta?

      Capítulo 2

      LA SONRISA se heló en los labios de Elizabeth. Al levantar la vista, vio a James Sinclair apoyado en la puerta con los brazos cruzados sobre el pecho y una expresión divertida en los ojos.

      Aunque no tenía frío, Elizabeth sintió que un escalofrío le recorría la espalda y se echó a temblar. A pesar de eso, el corazón le latía más rápidamente que lo que debería. Aquella broma le había molestado tanto que su voz se tornó gélida cuando le respondió.

      –No a menudo, pero sí me pasa de vez en cuando. Los pacientes con los que tratamos aquí no son de la clase tan refinada a la que tú estás acostumbrado, doctor Sinclair. Están demasiado ocupados ganándose la vida como para andarse con cortesías sociales.

      –Eso les hace parecer personas muy tristes, pero no ha sido ésa la impresión que yo he sacado de los pacientes que he visto esta mañana –replicó él, con una sonrisa aún más amplia–. Vaya, vaya. Espero que no estés intentando quitarme las ganas tan pronto. Sé que hemos accedido a un periodo de prueba de tres meses, pero tengo que confesarte que eso es para mí una formalidad. He venido para quedarme, créeme.

      Él la miró durante un instante, para luego mirar a su consulta, que estaba enfrente de la de ella. Hasta que se retiró, aquella había sido la consulta del padre de Elizabeth y ella lamentaba no haberse cambiado para utilizarla. La idea de James Sinclair utilizando la misma habitación que Charles Allen para ver a sus pacientes le hizo sentir un nudo en la garganta.

      ¿Qué sabría él sobre el trabajo y la dedicación que había costado levantar aquella consulta? Con su actitud de hombre de ciudad, James Sinclair nunca podría apreciar los valores de comunidad que todos ellos tenían en tanta estima. Él sólo podría considerar a Yewdale un lugar para trabajar hasta que se cansara y jugar al médico rural… ¡Y así sería!

      Él miró a su alrededor, mientras ella bajaba los ojos para que James no pudiera ver su enojo. Le sorprendía tremendamente que le costara tanto controlar su genio, tal y como ocurría normalmente. ¿Qué tenía James Sinclair? Elizabeth no lo sabía, pero prefería que él no lo supiera hasta que ella misma no lo averiguara.

      –En cualquier caso, la razón por la que quería hablar contigo, Elizabeth, es que me gustaría que me dieras tu opinión sobre uno de mis pacientes. Supongo que conocerás a la familia. Se trata de los Jackson y es sobre la niña más pequeña, Chloe, que ha venido hoy a la consulta –dijo él en un tono muy profesional, cosa que ella le agradeció.

      –Sí, los conozco. Vienen con bastante frecuencia, es especial la pequeña Chloe. Ha tenido varias infecciones respiratorias últimamente. ¿Qué le pasa hoy?

      –No estoy seguro. Me parece que no tiene congestionado el pecho, así que no creo que ese sea el problema. Lleva con fiebre varios días y tiene inflamadas las glándulas linfáticas y el bazo. También tiene un sarpullido al que me gustaría que tú echaras un vistazo y me dieras tu opinión.

      –Por supuesto –dijo Elizabeth, levantándose de la silla.

      Él se apartó de la puerta para dejarle paso. Cuando él le abrió la puerta de la consulta, le rozó el hombro y aquella sensación hizo que ella se estremeciera.

      Al entrar en la consulta, Elizabeth intentó olvidarlo todo y concentrarse en la joven mujer que estaba sentada con una niña en las rodillas. Todo el mundo de la ciudad conocía a los Jackson, y no siempre por cosas buenas.

      Barry Jackson se presentaba con regularidad delante del juez por delitos menores como la caza furtiva. Corría el rumor que también era dado a robar a los turistas que dejaban los coches abiertos, aunque jamás le habían detenido por esa causa.

      Normalmente se presentaba en los tribunales, pagaba sus multas y luego seguía intentando ganarse la vida para él y su familia con trabajos ocasionales. Tenían cinco hijos. La mayor, Sophie, tenía dieciséis años y la menor, Chloe, era la que estaba acurrucada contra su madre.

      –Hola, señora Jackson –dijo Elizabeth, inclinándose sobre ellas. Se dio cuenta enseguida de que la niña estaba muy pálida y apática–. Hola Chloe, me han dicho que no te encuentras muy bien.

      –Como le decía al doctor Sinclair, lleva varios días con fiebre –explicó la madre, echándole una mirada llena de coquetería a James, mientras se apartaba el pelo de la cara.

      –Ya se lo he explicado yo a la doctora Allen. ¿Le importaría si ella examina a Chloe para que nos dé su opinión sobre ese sarpullido? –preguntó él, con tanto encanto, que la mujer se sonrojó.

      –Claro que no. Venga, Chloe, ponte de pie para que la doctora pueda examinarte – dijo la mujer, poniendo a la niña en el suelo sin ninguna ceremonia e ignorando las quejas de la niña–. No ha dejado de lloriquear en toda la semana –le explicó a James–. Ya estoy harta de oírla. Por eso se me ocurrió que sería una buena idea traerla para ver si le dan algo que la haga callarse.

      –Ya veremos lo que podemos hacer –respondió él tranquilamente, pero Elizabeth captó un tono cortante en su voz–. ¿Qué te parece si vas a tumbarte en mi camilla especial para que te podamos mirar otra vez la barriguita? –le dijo con dulzura a la niña–. Si eres buena chica, estoy seguro de que encontraremos algo que darte de recompensa.

      La niña asintió y le dio la mano para que la llevara a la camilla. Él la ayudó a sentarse y le dijo algo que hizo que la niña sonriera. Entonces, él se volvió a Elizabeth y le preguntó con voz neutra:

      –¿Quieres examinarla?

      Elizabeth cruzó la habitación, preguntándose lo que tenía que ver aquellos tonos tan diferentes de voz con la imagen sofisticada y fría que se había hecho de él el día de la entrevista y le resultó imposible. Aquello le hizo pensar si el doctor Sinclair sería otra cosa de lo que parecía a simple vista.

      –¿Ves? El sarpullido ha cambiado de color –dijo él, colocando a la niña sobre el costado para luego señalar una zona encima de la cintura–. ¿Elizabeth? –añadió él, al ver que ella no respondía.

      –Sí, lo veo.

      Al estudiar la zona en cuestión, Elizabeth vio que la mayor parte del tronco y de las extremidades de la niña estaban cubiertos de puntos rojos, pero en algunas zonas, los puntos habían adquirido un color púrpura y se habían hecho mayores. Al mirarle la espalda, vio que ocurría lo mismo.

      –Ya veo lo que querías decir. ¿Crees que se trata de algún tipo de infección o será una reacción a algo que ha comido o con lo que ha estado en contacto? Algunas veces, eso es lo que produce este tipo tan virulento de sarpullidos.

      –Ya había pensado en eso, pero no explica la prolongada fiebre ni la inflamación de las glándulas linfáticas y del bazo –respondió James–. Lo más probable es que sea algún tipo de infección, pero tengo el presentimiento de que es algo más que eso.

      –¿Qué te parece que hagamos? –preguntó Elizabeth–. ¿Un análisis de sangre?

      –Creo que sí. Necesitamos saber qué es lo que está causando esa erupción para que podamos tratarla eficazmente. No me gustaría dejar ningún cabo suelto, especialmente

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