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suite. Sin decir palabra, entró en ella en cuanto Alex abrió y se quedó en medio de la habitación con los brazos cruzados.

      –Acaba de llamarme mi jefe –empezó Yelena sin más preámbulos–. ¿Le has dicho que tenemos una aventura?

      –No.

      –¿Estás seguro?

      –Yelena, no he hablado con él desde hace casi una semana.

      Alex ladeó la cabeza. Tenía las manos en las caderas y fue entonces cuando Yelena se dio cuenta de cómo iba vestido. Llevaba la camisa blanca desabrochada, dejando al descubierto su magnífico torso. Y el cinturón del pantalón sugerentemente desabrochado.

      Nuevamente levantó la vista hasta sus ojos, sonrojada.

      –¿Has terminado ya? –le preguntó él con voz ronca, pero divertida.

      Ella hizo un esfuerzo por calmarse.

      –Entonces, si no has sido tú, ¿quién ha sido?

      Él se encogió de hombros.

      –¿Quién más sabe que estás aquí?

      –Mi padre. Carlos –contestó ella, molesta.

      Alex no tuvo que decir nada. Ambos sabían que el padre de Yelena jugaba al squash con Jonathon.

      Arrepentida y avergonzada, Yelena rompió el contacto visual.

      –Yo… lo siento. Tal vez me haya precipitado.

      –No pasa nada.

      Yelena volvió a mirarlo a los ojos y lo vio sonriendo en el peor momento. Entonces, solo pudo pensar en esos labios mordisqueándole la piel caliente.

      –De acuerdo. Esto… Será mejor… –señaló hacia la puerta– que me marche.

      –De acuerdo.

      Ella se quedó donde estaba, hasta que Alex le preguntó:

      –¿Algo más?

      –Sí. ¡No! No, yo… –se giró hacia la puerta.

      «Estúpida. ¿No estarás esperando que te invite a meterte en su cama?», se dijo a sí misma.

      Con la mano en el pomo y dándole la espalda a Alex pensó que, gracias al comentario de su padre, se sentía otra vez como si tuviese quince años, confundida, sola y enfadada.

      Y pensó que así debía de ser como se había sentido Alex desde la muerte de su padre. Sin ella.

      –Siento no haber estado ahí cuando falleció tu padre.

      Yelena esperó, pero su silencio lo dijo todo. Abrió la puerta con el ceño fruncido y se preparó para hacer una salida digna.

      Todo ocurrió tan rápidamente, que casi no le dio tiempo ni a sorprenderse. Alex cerró la puerta, la agarró y la hizo girar para apoyarla contra la madera.

      Estaba invadiendo su espacio personal, tan cerca, que podía ver los puntos negros que había en sus ojos azules, la barba que le empezaba a salir, sintió su respiración caliente contra la mejilla.

      Y entonces, Alex la besó.

      Sus alientos se mezclaron, sus lenguas se entrelazaron y Yelena notó cómo se le endurecían los pezones. Sintió su erección contra el vientre y cuando se movió, él gimió con una mezcla de desconcierto y deseo.

      Ella también lo sintió. De repente, le ardía la piel y estaba perdiendo el sentido común. Notó cómo Alex le metía las manos por debajo de la camisa y le acariciaba la piel antes de agarrarle los pechos.

      Lo oyó murmurar con aprobación y se excitó todavía más.

      Él le desabrochó el sujetador mientras seguían besándose, y luego Alex le desabrochó la camisa también y bajó la boca hacia su pecho.

      –Alex… –gimió ella.

      –Eres mía –murmuró él.

      Y era cierto, la estaba abrazando con fuerza, contra la pared, le había puesto una pierna entre los muslos, sirviéndole de sensual apoyo.

      Alex estaba en todas partes, en sus sentidos, en su mente, en su corazón. En su sangre. Yelena respiró y también lo aspiró a él. Abrió los ojos y lo vio. Le acarició los hombros y se aferró a su nuca.

      Alex siempre la excitaba. Metió los dedos entre su pelo y lo oyó gemir. Pero a pesar de desearlo y de estar desesperada por tenerlo dentro, no pudo entregarse. Esa noche, no.

      –Alex… –susurró, desesperada por ignorar el placer que le producía acariciándole el pecho con la boca–. Tengo que irme…

      Pero él le metió la mano por el pantalón y le acarició entre las piernas.

      –¿Sí?

      –Tu… madre… y Chelsea… están… con… –intentó decir Yelena mientras su cuerpo se estremecía de placer, cerró los ojos e intentó recuperar el control– Bella.

      Él dejó de mover la mano y Yelena suspiró. ¿Fue un suspiro de alivio o de decepción? Ni siquiera ella lo sabía en esos momentos.

      Él la miró con fuego en los ojos y Yelena estuvo a punto de perderse.

      –Tengo que irme –repitió, casi sin aliento.

      Y después de un par de segundos inmóvil, Alex cedió por fin. Sacó la mano de su pantalón y ella se sintió decepcionada a pesar de saber que hacía lo correcto.

      –Alex…

      –No –le dijo él, dándole la espalda–. Tienes que irte.

      Ella parpadeó, todavía aturdida. Luego, sin decir palabra, abrió la puerta y escapó por fin.

      Alex se giró hacia la puerta cerrada y notó su abultada bragueta, que le recordaba lo que había tenido, y lo que todavía quería tener. A Yelena.

      Murmuró un par de improperios entre dientes y se dijo que aquel no era él, incapaz de solucionar el más sencillo de los problemas. Su misión había sido destruir a Carlos acostándose con su adorada hermana, pero en vez de sentirse triunfante, estaba amargado. Y se sentía culpable.

      Y eso era algo que no había sentido en mucho, mucho tiempo.

      La había utilizado para vengarse, a pesar de no haber estado seguro de que su plan funcionaría, a pesar de haber empezado a pensar que ella no tenía nada que ver con las mentiras de Carlos.

      Lo peor era que Yelena no tenía ni idea de lo cretino que era su hermano.

      Mientras iba a la cocina por una cerveza, Alex pensó que era injusto. Entonces su mirada se posó en la carpeta que Yelena le había dado sobre la fiesta. Todavía no le había entregado su lista de invitados…

      Entonces, se le ocurrió la genial idea. Si Yelena no podía ver por sí misma la clase de persona que era Carlos, él se lo enseñaría. Y sabía muy bien cómo hacerlo.

      EL SÁBADO, día de la fiesta, la mañana pasó muy deprisa. Después de peinarse y maquillarse, con los nervios de punta, Yelena salió al salón de su suite para que Chelsea le diese su opinión.

      –¿Cómo estoy?

      Chelsea frunció el ceño y se apoyó a Bella en el hombro.

      –Parece que vas a presidir una junta –respondió la adolescente, que llevaba un bonito vestido azul oscuro de corte imperio.

      –¿Qué le pasa a esto? –preguntó Yelena, pasándose la mano por la camisa de seda roja que se le ajustaba a la cintura de la falda negra.

      –Que no es ropa para una fiesta, ¿no?

      –Bueno, es que estoy trabajando.

      –Siempre estás trabajando –dijo Chelsea

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