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Kerenski! El punto central de la guarnición eran los soldados del regimiento de ametralladoras, que fueron los que abrieron los diques a la avalancha de julio.

      Ya en los acontecimientos de los primeros meses de la revolución nos encontramos con el nombre del primer regimiento de ametralladoras. Este regimiento, que se hallaba de guarnición en Orienbaum y se había trasladado por iniciativa propia a Petrogrado después de la caída del régimen zarista «para la defensa de la revolución», tropezó inmediatamente con la resistencia del Comité Ejecutivo, quien acordó expresar su gratitud al regimiento y reintegrarle a Orienbaum. Los soldados se negaron rotundamente a abandonar la capital: «Los contrarrevolucionarios pueden atacar al Soviet y restaurar el antiguo régimen». El Comité Ejecutivo cedió, y unos cuantos miles de soldados se quedaron en Petrogrado con sus ametralladoras. Instalados en la Casa del Pueblo, no sabían lo que sería de ellos en lo sucesivo. En el regimiento había no pocos obreros petrogradeses, y por esto no es casual que fuera el Comité de los bolcheviques el que se preocupara de los soldados de la sección de ametralladoras. Gracias a su intervención, éstos eran pertrechados regularmente con víveres por la fortaleza de Pedro y Pablo. Así quedaba sellada una amistad que no tardó en convertirse en indestructible. El 21 de julio, el regimiento, reunido en asamblea general, adoptó la resolución siguiente: «En lo sucesivo no se mandarán fuerzas al frente más que en el caso de que la guerra tome un carácter revolucionario». El 2 de julio, el regimiento organizó en la Casa del Pueblo un mitin de despedida de los «últimos» soldados que salían para el frente. Hicieron uso de la palabra Lunacharski y Trotsky, posteriormente, los gobernantes intentaron dar a este hecho accidental una importancia extraordinaria. En nombre del regimiento hablaron el soldado Gilin y el suboficial Laschevich, que era un viejo bolchevique. Los ánimos estaban muy excitados. Se anatematizó a Kerenski, se juró fidelidad a la revolución, pero nadie hizo proposiciones concretas para el próximo futuro. Sin embargo, durante aquellos días se habían esperado acontecimientos en la ciudad. Las «jornadas de julio» proyectaban ya su sombra: «Por todas partes, en todos los rincones —recuerda Sujánov—, en el Soviet, en el palacio Marinski, en las casas particulares, en las plazas y en los bulevares, en los cuarteles y en las fábricas, se hablaba insistentemente de acciones que tendrían lugar de un momento a otro... Nadie sabía concretamente quién se echaría a la calle, ni cómo ni cuándo. Pero la ciudad tenía la sensación de hallarse en vísperas de una explosión». Y la acción, en efecto, se desencadenó, impulsada desde arriba, desde las esferas dirigentes.

      El mismo día en que Trotsky y Lunacharski hablaban a los soldados del regimiento de ametralladoras de la inconsistencia de la coalición, los cuatro ministros kadetes salían del gobierno. A modo de razón, señalaron el compromiso, inaceptable para sus pretensiones unitaristas, a que habían llegado sus colegas conciliadores con Ucrania. La causa real de aquella ruptura demostrativa consistía en que los conciliadores no procedían con la rapidez suficiente para frenar a las masas.

      La elección del momento la indicó el fracaso de la ofensiva, no reconocida aún oficialmente, pero que no ofrecía la menor duda para los enterados. Los liberales consideraron que había llegado el momento oportuno de dejar que sus aliados de izquierda se enfrenten con la derrota y con los bolcheviques.

      El rumor de la dimisión de los ministros kadetes se propagó rápidamente por la capital y redujo políticamente todos los conflictos políticos a una sola consigna, o, más propiamente, a un alarido: «¡Hay que acabar con el tira y afloja de la coalición!». Los obreros y los soldados entendían que los problemas de salarios, del precio del pan, de si había que morir en el frente sin saber por qué, estaban subordinados al problema de saber quién dirigiría el país en lo sucesivo: si la burguesía o los soviets. En esta actitud de espera había una parte de ilusión, ya que las masas confiaban en obtener, con el cambio de gobierno, la solución inmediata de los problemas más agudos. Pero, en fin de cuentas, tenían razón: la cuestión del poder decidía todo el giro de la revolución y, por tanto, trazaba el destino de todos los problemas concretos. Suponer que los kadetes podían no prever las consecuencias que tendría el acto de sabotaje que realizaban contra los Soviets, significaría no apreciar en su justo valor a Miliukov. El jefe del liberalismo aspiraba evidentemente a empujar a los conciliadores a una situación difícil, de la cual únicamente se podría salir con ayuda de las bayonetas: por aquellos días, estaba firmemente convencido de que era posible salvar la situación mediante un golpe audaz de fuerza.

      El 3 de julio por la mañana, unos cuantos millares de ametralladoras irrumpieron en la reunión de los Comités de compañía y de regimiento, eligieron a un presidente propio y exigieron que se discutiera inmediatamente la cuestión del levantamiento armado. El mitin tomó un carácter turbulento. La cuestión del frente se confundió con la del poder. El bolchevique Golovin, que presidía, intentó contener a la gente proponiendo entrevistarse antes de nada con los demás regimientos y con la Organización Militar. Pero toda alusión a un aplazamiento exasperaba a los soldados. Apareció en la asamblea el anarquista Bleichman, figura no de gran magnitud, pero bastante pintoresca del escenario de 1917. Bleichman, que disponía de un bagaje ideológico muy modesto, pero que tenía cierta sensibilidad para pulsar el estado de ánimo de las masas y era hombre sincero dentro de su inflamada limitación, hallaba en los mítines, en los que se presentaba con la camisa desabrochada y el pelo alborotado, no pocas simpatías semiirónicas. Los obreros, es verdad, le acogían con reserva, con un poco de impaciencia, sobre todo, los metalúrgicos. Pero sus discursos provocaban una alegre sonrisa en los soldados, los cuales se codeaban y se sentían atraídos por el aspecto excéntrico del orador, su decisión irrazonable y su acento judío-americano, caústico, como el vinagre. A finales de junio, Bleichman se hallaba como el pez en el agua en todos los mítines improvisados. Siempre tenía a mano la solución: hay que echarse a la calle con las armas en la mano. ¿Organización? La calle nos organizará. ¿Objetivos? «Derribar al gobierno provisional como se ha hecho con el zar, aunque ningún partido incitara a hacerlo». En aquellos momentos, discursos de ese tono armonizaban magníficamente con el estado de espíritu de los ametralladores, y no sólo con el de ellos. Había no pocos bolcheviques que no ocultaban su satisfacción cuando las masas saltaban por encima de sus exhortaciones oficiales. Los obreros avanzados se acordaban de que en febrero los dirigentes se disponían a batirse en retirada precisamente en vísperas de la victoria; de que en marzo, la jornada de ocho horas había sido conquistada por la iniciativa de los de abajo; de que en abril, Miliukov había sido arrojado del gobierno por los regimientos que salieron espontáneamente a la calle. El recuerdo de estos hechos estimulaba la tensión de espíritu y la impaciencia de las masas.

      La Organización Militar de los bolcheviques, a la cual se dio cuenta inmediatamente de que en el mitin de los ametralladores reinaba una temperatura de ebullición, fue mandando allí uno tras otro, a sus agitadores. Presto se presentó el propio Nevski, director de la Organización Militar, por el cual sentían los soldados un cierto respeto. Al parecer, se le prestó alguna atención. Pero el estado de espíritu de aquel mitin interminable variaba constantemente, lo mismo que su estructura. «Fue para nosotros una sorpresa extraordinaria —cuenta Podvoiski, otro de los dirigentes de la Organización Militar— cuando a las siete de la tarde, se presentó un mensajero enviado para informarnos de que... los ametralladores habían tomado nuevamente la decisión de echarse a la calle». En vez del antiguo Comité de regimiento, eligieron a un Comité provisional revolucionario, compuesto de dos representantes por compañía y presidido por el teniente Semaschko.

      Delegados elegidos especialmente recorrían ya fábricas y cuarteles en demanda de apoyo. Naturalmente, los ametralladores no se olvidaron de mandar delegados a Kronstadt. Así, por debajo de las organizaciones oficiales, se iba extendiendo temporalmente una nueva red de relaciones entre los regimientos y las fábricas más excitadas. Las masas no se proponían romper con el Soviet; al contrario querían que éste tomase el poder. Y mucho menos se proponían romper con el partido bolchevique. Pero les parecía que pecaba de indeciso. Querían ejercer sobre él presión, amenazar al Comité Ejecutivo, empujar a los bolcheviques.

      Se crean representaciones improvisadas, nuevas formas de enlace y nuevos centros de acción, no permanentes, sino para las circunstancias del momento. Las variaciones de la situación y del estado de espíritu de las masas se efectúan de un modo tan rápido y pronunciado, que aún una organización

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