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      La verdad era que había recorrido una gran distancia para algo en lo que creía que solo tardaría unos segundos. Debería haber enviado a Guglielmo o a otro subordinado que le hubiera dicho si Cecilia seguía allí. De hecho, no tenía que haber conducido durante la noche como un poseso. Podía haber tomado el helicóptero de su propiedad y aterrizar en el campo que había detrás de la iglesia, el mismo que estuvo viendo durante semanas desde la cama del hospital.

      No era de extrañar que se hubiera obsesionado con la novicia que lo cuidaba. No tenía nada más que hacer, salvo según la madre superiora, rezar.

      «Más vale acabar de una vez», se dijo.

      Se bajó del deportivo. Ya había entrado la mañana y, aunque el día era claro, soplaba un viento helado desde las montañas. Y él estaba vestido para una elegante cena en Roma, no para un viaje al interior.

      Se ajustó la chaqueta del traje de dos tirones impacientes. El pueblo parecía desierto. Si la memoria no lo engañaba, los habitantes no solían salir antes de la tarde, y a veces ni eso. Las monjas habían elegido bien: aquel valle era un lugar ideal para el silencio contemplativo.

      Subió los escalones de la puerta de la iglesia. La empujó y entró. Olía igual. Parecía la misma.

      «¿En qué año estamos?», se preguntó.

      Aunque la iglesia no hubiera cambiado en un siglo, él lo había hecho, y mucho, desde que se marchó de allí.

      Oyó un ruido. Avanzó unos pasos y vio a una mujer fregando arrodillada el suelo del altar, de espaldas a él.

      La mujer no se volvió cuando él avanzó por la nave, lo que dio la oportunidad a Pascal de recordar todas las veces que había recorrido aquella nave; todas las que el párroco lo había animado a mirar dentro de sí para cambiar, en vez de seguir mirando hacia fuera.

      «¿Qué sentido tiene todo ese poder que anhelas, si tienes el corazón vacío?», le había preguntado el hombre.

      «¿Qué sabe usted del poder o del corazón?», le había respondido él. Y se había reído.

      Pero las palabras del anciano constituían otro fantasma del que nunca había podido deshacerse.

      Se detuvo a unos metros de la mujer esperando que dejara de fregar, porque tenía que haberlo oído. Pero ella no lo hizo, ni siquiera cuando él carraspeó.

      –Disculpe que la moleste, signorina.

      Ella se sentó sobre las rodillas, se quitó los auriculares y se volvió a mirarlo sin levantarse. Y todo se detuvo.

      Ese rostro.

      Su rostro.

      Llevaba años viéndolo.

      Conocía cada milímetro de aquel rostro en forma de corazón y de aquel cabello castaño. Conocía aquella boca generosa y la delicada nariz.

      Conocía a esa mujer, su ángel de misericordia y el fantasma que llevaba años persiguiéndolo.

      Era Cecilia. Su Cecilia.

      –Por Dios –susurró–. Eres tú.

      –Soy yo –replicó ella con voz dura.

      Y él se percató de que sus ojos de color violeta brillaban de forma asesina al mirarlo.

      –Y no vas a quedarte con él.

      Capítulo 2

      CECILIA Reginald conocía muy bien el miedo y la desilusión.

      Allí estaban cuando, muchos años antes, una señora inglesa, supuestamente su madre, se había alojado en la única pensión del pueblo un fin de semana, bajo nombre falso, y se había marchado dejando abandonada a su hija de tres años.

      Cecilia siempre había sabido que era prescindible, aunque recordaba muy poco de aquella primera vida perdida. Del mismo modo que sabía que Pascal Furlani, que había prescindido de ella, pero eso lo recordaba perfectamente, volvería.

      Al principio, soñaba con su regreso, lo deseaba fervientemente, como si hubiera desaparecido del pueblo por error. Porque suponer que él haría lo correcto, y era lo que había supuesto, habría resuelto sus problemas de forma limpia y ordenada. Porque su vuelta habría dado sentido al caos en que se había convertido su vida tras su partida.

      Y porque se imaginaba que estaba enamorada de él.

      Pero él no se había dignado a romper con su meteórico ascenso a la riqueza para volver. Entonces, ella habría recibido su regreso con placer. En lugar de eso, volvía ahora, cuando ella menos lo deseaba. Y no solo porque ya no creyera en algo tan infantil como estar enamorada.

      –¿Quién es «él»? –preguntó Pascal–. ¿Y por qué te imaginas que quiero quedarme con «él», sea lo que sea lo que eso signifique?

      A ella no le pasó desapercibida la afrenta en aquella voz profunda que había hecho lo posible por olvidar.

      Seguía arrodillada en el suelo, apoyada en los talones. Tenía que alzar la cabeza para mirarlo. Le pareció más alto de lo que recordaba, mientras que se imaginaba que ella le parecería consumida e infinitamente endurecida por los años, porque así era como se sentía.

      Años antes tenía fe. Creía que la gente era fundamentalmente buena y que las cosas le saldrían bien, aunque fuera una niña abandonada.

      Pero había aprendido la lección.

      Pascal, en cambio, parecía recién salido de una de esas revistas cuya existencia ella fingía no conocer y que hojeaba para ver su rostro. Se había convertido en hombre altivo y arrogante, que no se parecía en absoluto al hombre destrozado al que ella había cuidado con alegría.

      Si no fuera por las cicatrices a la izquierda de la mandíbula, que ella sabía que continuaban hasta el pecho, aunque las recordaba más rojas e inflamadas que las líneas blancas que veía, le hubiera sido difícil imaginar que algo había afectado a aquel hombre.

      Y mucho menos ella.

      Al pensarlo, tuvo ganas de echarle por encima el cubo de agua sucia para estropearle el precioso traje que llevaba con tan inconsciente y masculina elegancia.

      ¡Cómo lo odiaba!

      Le había resultado fácil burlarse de aquellas fotos suyas, decirse que estaba mucho mejor sin un hombre que iba a semejantes sitios, con semejante gente y vestido de aquella manera, con una ropa que costaba un dinero que ella nunca tendría ni por asomo. Un dinero que ni siquiera deseaba tener, porque era corrosivo.

      Siempre había llevado una vida sencilla. Las cosas se le habían complicado seis años antes, pero de todos modos, su vida era sencilla.

      Y nada referente a Pascal Furlani lo era.

      Tampoco su forma de reaccionar ante él.

      Cecilia había olvidado que su presencia llenaba el sitio en que se hallaba, la habitación del hospital o, ahora, la iglesia, simplemente estando allí, con los negros ojos brillándole

      El problema era lo fascinante que resultaba.

      Había cambiado desde su marcha del hospital. Había ganado peso y parecía sólido, grande y fuerte, con poderosos músculos que indicaban cuánto cuidaba su cuerpo.

      Pero Cecilia no quería pensar mucho en su cuerpo.

      El cabello negro era el que recordaba. Lo llevaba muy corto y aumentaba la fascinación de sus negros ojos.

      Parecía un centurión romano de nariz aquilina, labios sensuales y rasgos graves e impasibles.

      Y ella odiaba saber cuál era su sabor.

      –No eres bienvenido –le dijo–. Se lo dejé claro a tus espías. No hacía falta que vinieras hasta aquí.

      –No tengo espías, Cecilia.

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