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imaginado que sería algo más cálido y cordial.

      No tenía la intención de seguir los pasos de su padre. Una vez casado, no engañaría a su esposa. No buscaría satisfacción en otro lado.

      No tenía la intención de crear otra mujer como su madre, tan frágil y perdida que era incapaz de cuidar a su hijo. Y no se arriesgaría a tener un hijo ilegítimo.

      La mera idea lo ponía enfermo.

      Le sonó el móvil en el bolsillo. Seguro que sería Guglielmo para saber cómo había ido una más de aquellas insoportables citas, que eran poco más que sesiones de examen. Pascal seguía creyendo que podía dejarse de esas tonterías, pedir exactamente lo que deseaba y conseguirlo. Si había sido así en los negocios, ¿por qué no en el matrimonio?

      No contestó la llamada.

      Se perdió en el caótico abrazo de la ciudad. Roma era un monumento en continuo cambio, llena de contradicciones. En ella se sentía vivo. Era donde había llegado a entender que su existencia era una afrenta para algunos y donde había aprendido a darle sentido.

      Caminar por Roma siempre lo calmaba. Y en los años oscuros lo había mantenido vivo.

      Por eso no había motivo alguno para verse acosado por los recuerdos de un pueblecito de escasos habitantes, rodeado de altas montañas, donde había llegado destrozado.

      Se detuvo en una fuente en un patio escondido y alejado del ruido de la calle principal. El agua caía de los labios de un viejo dios de piedra y, en la oscuridad, hubiera jurado que veía el reflejo de ella en el agua, del mismo modo que siempre la veía en su cabeza.

      La dulce Cecilia, mitad ángel, mitad enfermera. Una mujer tan encantadora e inocente que él había estado a punto de traicionar todas las promesas que se había hecho a sí mismo y de quedarse allí, rodeado de aquel imponente silencio.

      La mera idea era absurda. Era Pascal Furlani. No estaban hechas para él las delicias pastorales de un remoto pueblo de montaña sin interés para nadie, salvo para quienes habían vivido allí a lo largo de los siglos o para quienes formaban parte de la tranquila abadía, que también llevaba allí desde el comienzo de los tiempos.

      No estaba hecha para él una vida olvidada y escondida.

      Suponía que ella ya habría tomado los votos y que sería monja, como el resto de las mujeres de la orden. O tal vez la última noche que él había pasado allí había supuesto su caída. ¿Se habría quedado ella o habría ocupado su puesto fuera de los muros de la abadía? Tal vez ahora viviera en el propio pueblo o en el campo, con algún granjero. Habría dedicado la vida a Dios o estaría casada, y estaría irreconocible.

      Igual que él.

      A Pascal no lo perseguía el recuerdo de su niñez. Había llorado la muerte de su madre y la había enterrado con mucho más respeto del que ella le había mostrado en vida. Rara vez pensaba en su padre.

      Nunca miraba atrás.

      Salvo en el caso de Cecilia.

      Su fantasma personal.

      –Basta –murmuró. Se sacó una moneda del bolsillo, la lanzó al aire y la observó caer al agua. La última decisión imprudente la había tomado la noche en que había conducido como un loco a aquellas montañas buscando una estación de esquí. El ejército le había concedido un permiso y se le había ocurrido la idea.

      No llegó a ninguna estación de esquí. Al tomar mal una curva en un puerto de montaña, el coche había comenzado a dar vueltas de campana. Él había salido despedido por el parabrisas con mucha fuerza, razón por la que había sobrevivido.

      El coche se había incendiado y él habría ardido también de no yacer entre la vegetación.

      El fuego había alertado a los habitantes del pueblo, que habían acudido en aquella oscura noche de diciembre, lo habían recogido e instalado en lo que hacía las veces de hospital local, en la abadía, donde las monjas lo habían cuidado.

      Pascal estuvo escayolado y desvariando durante semanas. Después tuvo que aprender a moverse de nuevo, cuando le quitaron la escayola de las distintas partes del cuerpo.

      Y el mayor peligro que corrió no fue arriesgarse a padecer una infección ni la tardanza de los huesos en soldarse; tampoco la baja del ejército ni la nueva vida que se vio obligado a concebir mientras estaba tumbado e inmóvil en la cama.

      Fue que la vida en aquel pueblo apartado le gustaba, le parecía fácil y buena.

      Quedarse allí había sido la mayor tentación de su vida.

      Y su monja preferida fue, en parte, la causante.

      No era monja del todo, se dijo, con las manos en los bolsillos mientras contemplaba la fuente, sino una novicia, joven, dulce e inocente hasta que lo había conocido.

      Pero al recordar lo sucedido entre ambos aquella noche de insoportable pasión que aún lo conmovía, después de tantos años, pensaba que era ella la que lo había corrompido.

      Él era el dueño del universo, desde luego, pero allí estaba, en un rincón perdido de una de las grandes ciudades de la Tierra, con el mundo literalmente a sus pies y el rostro de ella en sus recuerdos.

      Era escandaloso e inaceptable.

      Pascal se dirigió a su casa, tres plantas de un edificio de fachada antigua que había reformado a su gusto, en estilo moderno.

      Al llegar al edificio no entró, sino que fue al garaje y, casi sin pensarlo, se montó en uno de sus coches y se dirigió al norte. Esa vez no estaba borracho ni era tan insensato como seis años antes, pero un coche tan rápido se tenía para usarlo.

      Condujo seis horas, hasta el amanecer. Se detuvo a desayunar al llegar a Verona y llamó a Guglielmo para decirle dónde estaba.

      –¿Puedo preguntarle qué hace tan lejos del despacho? ¿Debo suponer que su cita de anoche no fue tan bien como esperaba?

      –Puedes suponer lo que quieras.

      Mientras se tomaba un segundo café, se preguntó qué estaba haciendo. Obtuvo la respuesta al volver a la carretera.

      Los meses pasados al cuidado de las monjas de la abadía habían sido los únicos en que recordaba haberse alejado de quien él era en realidad, y lo contrariaba amargamente. Cecilia lo había hechizado. Era una bruja con hábito de monja.

      Cuando volvió de la montaña y recordó quién era, se dijo que se había librado de ella. Y lo creía en serio. Se dedicó a crear la empresa y a llevar a cabo todo lo que había soñado.

      Sin embargo, parecía que no podía pasar página. Por muchos imperios que construyera, por mucho dinero que ganara, el rostro de ella lo seguía persiguiendo.

      Había llegado la hora de exorcizarlo.

      Dos horas después llegó a la misma montaña en la que había estado a punto de morir. Era una mañana fría de otro diciembre y circuló con mucho más cuidado por la carretera que la vez anterior.

      Se detuvo al llegar a la cima a contemplar el pueblo ante él.

      Parecía sacado de un cuento. Parecía un sueño a la luz matinal. Lo rodeaban montañas nevadas y, abajo, en el pequeño valle, campos que recorría un río. El centro del pueblo era un grupo de casas con siglos de antigüedad. La iglesia se hallaba en un extremo del pueblo, la abadía detrás y, unida a ella, el hospital en el que se había recuperado. Lo estuvo contemplando un buen rato mientras se acariciaba las cicatrices.

      Sintió horror al pensar que un hombre como él, criado en una de las ciudades más frenéticas del mundo, por no hablar del estilo de vida que ahora llevaba, se hubiera imaginado que podía quedarse allí.

      Era increíble.

      Arrancó de nuevo y descendió al valle.

      Todo estaba igual que lo había dejado.

      No había razón

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