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años, Tindley había resurgido casi de la nada y se había convertido en un sitio próspero. Un lugar que se podía permitir el lujo de tener dos médicos. Jason había comprado parte del consultorio del viejo doctor Brandewilde, y no se había arrepentido de ello en ningún momento.

      Aunque tenía que admitir que había tardado tiempo en habituarse al ritmo del lugar, acostumbrado como estaba a trabajar doce horas al día en el consultorio de Sydney. Había tenido que luchar al principio contra su impulso por pasar consulta de la manera más rápida posible.

      En la actualidad no se podía imaginar estar con un paciente menos de quince minutos. Sus pacientes habían dejado de ser rostros anónimos y se habían convertido en personas que conocía y apreciaba. Personas como Florrie. Una conversación agradable con el paciente era una práctica habitual del médico rural.

      El autobús arrancó y al poco desapareció de la vista.

      –Espero que Muriel no haya vendido mi almuerzo –comentó Jason. Florrie se echó a reír.

      –Nunca haría algo así, doctor. Usted es su cliente favorito. El otro día me decía que, si tuviera treinta años menos, le habría echado ya el guante y así no tendría que aguantar a la casamentera de Martha.

      Jason se empezó a reír. No sólo Martha Brandewilde era casamentera. Desde que llegó a aquel pueblo, todas las damas padecían la misma enfermedad. Al parecer, no era normal que un hombre atractivo y soltero, por debajo de los cuarenta, se fuera a vivir a un sitio como aquél. Con tan sólo treinta años, más apuesto que la media, era considerado el partido perfecto por muchas.

      Aunque ninguna de ellas tuvo éxito, a pesar de haber invitado a Jason a varias fiestas donde siempre por casualidad había cerca de él una chica que no estaba emparejada. Jason sospechaba que había defraudado a todas las que le habían intentado ayudar en ese sentido. Martha Brandewilde era la que más frustrada se sentía.

      Sin embargo, lo que sí le alegraba era el que, a pesar de su falta de entusiasmo por las chicas que le ofrecían en bandeja, nadie había sugerido que era un solterón empedernido. Aquello era algo que le gustaba de los habitantes de Tindley. Tenían valores y puntos de vista chapados a la antigua.

      Florrie frunció el ceño.

      –¿Cuántos años tiene, doctor Steel?

      –Treinta, Florrie. ¿Por qué?

      –Un hombre no debe casarse muy mayor –le aconsejó–. Porque si no, se empieza a hacer maniático y egoísta. Aunque no hay que casarse con la primera que aparezca. El matrimonio es algo muy serio. Pero un hombre inteligente como usted lo sabe. A lo mejor por eso no se ha casado aún. ¡Dios mío, mire qué hora es! Tengo que marcharme. Va a empezar el The Midday Show y no me lo quiero perder.

      Florrie dejó a Jason pensando en lo que le acababa de decir.

      La verdad era que estaba de acuerdo con ella. Casi en todo. Su vida tendría más sentido si encontraba a una mujer con la que compartirla. Había llegado a Tindley después de una experiencia bastante triste, pero no por ello abandonaba la idea de encontrar a alguien. Quería casarse, pero no con cualquiera.

      Movió en sentido negativo la cabeza, al pensar en lo cerca que había estado de casarse con Adele. ¡Qué desastre hubiera sido!

      La verdad era que había sido una mujer con la que había estado dispuesto a compartir su vida. Bella. Inteligente. Muy sensual. Había estado ciegamente enamorado de ella, hasta el día en que se le cayó la venda de los ojos y se dio cuenta de lo que había detrás de esa fachada. Un ser sin sentimientos que había sido capaz de asumir la muerte de un niño, sin culpabilizarse de su propia negligencia, diciendo que así era la vida y que no era la última vez que un accidente de ese tipo iba a pasar.

      En ese momento, decidió dejar de verla y separarse de su estilo egoísta de vida. Y había tenido que pagar un alto precio por ello. En vez de reclamarle a Adele la mitad de sus bienes, le había dejado todo. El piso en Palm Beach y el Mercedes. Se había ido con lo puesto. Después de haberle comprado al doctor Bradewilde la mitad del consultorio, Jason había llegado a Tindley tan sólo con su ropa, su colección de vídeos y un coche, que estaba lejos de ser un Mercedes último modelo. Un coche de cuatro puertas, australiano, pero bastante duro y fiable. El coche típico de un médico rural.

      Adele pensó que se había vuelto loco y le había dado seis meses para que atendiera a razones. Pero era lo que Jason había hecho. No quería seguir viviendo deprisa y con la obsesión de conseguir riqueza, ni tampoco estaba dispuesto a una vida sexual tan retorcida como les gustaba a las mujeres tipo Adele. Quería paz y tranquilidad tanto de cuerpo como de alma. Quería una familia. Quería casarse con una mujer a la que respetara y amara.

      Sin embargo, le daba igual estar enamorado.

      Naturalmente, era importante querer a su mujer. El sexo era tan importante para Jason como lo era para el resto de los hombres apasionados. La primavera no sólo afectaba al pueblo, también le afectaba a él. Necesitaba una esposa y la necesitaba cuanto antes.

      Por desgracia, las posibilidades de casarse con la chica en la que se había fijado nada más pisar Tindley eran casi nulas.

      Miró la calle y se fijó en la pequeña tienda que había en la esquina. Sus puertas estaban todavía cerradas. Era normal, pensó. No había pasado ni siquiera una semana desde el funeral de Ivy Churchill.

      ¿Se encargaría Emma de la tienda de chucherías de su tía? ¿Qué podría hacer él para conquistarla? Porque del corazón de aquella chica se había apoderado un cretino que se había marchado del pueblo hacía ya unos cuantos meses. Según su tía, la chica estaba todavía enamorada de ese tipo y esperaba con anhelo su regreso.

      Aquella señora se lo había contado a Jason una de las veces que había ido a reconocerla, seguramente porque se había dado cuenta de las miradas que le dirigía a su sobrina.

      Aunque la chica no se había enterado de nada. Las veces que había ido, ella se quedaba tejiendo al lado de la ventana.

      Para Jason había sido imposible no fijarse en ella. Sus ojos volvían una y otra vez al mismo sitio, para contemplar la bella imagen de aquella chica sentada, arqueando de forma graciosa el cuello, su mirada baja, sus pestañas descansando en la palidez de sus mejillas. Siempre llevaba un vestido hasta los tobillos. Los rayos del sol habían iluminado sus hombros, convirtiendo su cabellos rizado en oro puro. De su cuello colgaba una cadena de oro, que se movía ligeramente cada vez que movía la lanzadera del telar.

      Jason aún recordaba el deseo que había sentido en esos momentos de acariciarle su delicado cuello y besarla en los labios. Su paciente le dijo algo que le sacó de aquellos pensamientos tan eróticos, los cuales incluso lo habían excitado.

      Jason frunció el ceño, salió del consultorio y se dirigió a la panadería. Nada más abrir la puerta, cambió su expresión por una más agradable.

      Una de las pegas que tenía vivir en sitios como Tindley era que nada pasaba desapercibido. No quería que todo el mundo empezara a comentar que el doctor Steel tenía problemas. También sabía que no era bueno hacer demasiadas preguntas, a pesar de que se moría por saber qué iba a hacer Emma con la tienda de su tía.

      –Buenos días, doctor Steel –le saludó Muriel–. ¿Lo de siempre?

      –Sí, gracias, Muriel –le respondió sonriendo.

      No había hecho más que sacar el zumo de naranja del frigorífico cuando Muriel ya le había puesto en una bolsa de papel su acostumbrada empanada de carne con champiñones y dos panecillos. Estaba a punto de pagar, cuando le picó la curiosidad.

      –La tienda de chucherías está todavía cerrada –comentó como por casualidad.

      Muriel suspiró.

      –Sí. Emma me ha dicho que no tiene ganas de abrir esta semana. Me da pena esa chica. Lo único que tenía en este mundo era a su tía, y se ha ido para siempre. El cáncer es una enfermedad horrorosa.

      –Tiene razón –respondió Jason mientras

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