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ese caso, el puesto es suyo. Y cuanto antes empiece, mejor.

      Ella estuvo a punto de echarse a llorar. Abrazó a Fern con fuerza. Sus niñas estarían bien y ella estaría con ellas para cuidarlas. Y tal vez un día, cuando fueran mayores y pudieran entenderlo, les contaría quién era y por qué tuvo que abandonarlas. Tal vez pudiera ser una verdadera madre para ellas.

      –¿Señorita Evans? –Cooper la miraba expectante esperando su respuesta.

      –Llámeme Sierra. Y puedo empezar inmediatamente, si le parece bien. Solo necesito un día para hacer la maleta y trasladar mis cosas.

      Él pareció sorprendido.

      –¿Y tu piso? ¿Y los muebles? ¿No necesitas tiempo para…?

      –Voy a subarrendarlo. Una amiga del trabajo se va a quedar con él y con los muebles –eran de su padre, en realidad. Cuando Sierra comenzó a ganar dinero suficiente para alquilar un piso por su cuenta, su padre estaba demasiado enfermo para vivir solo, así que tuvo que quedarse con él. Nunca había tenido piso propio. Y parecía que tardaría mucho en tenerlo.

      –Haré la maleta hoy y me mudaré mañana.

      –¿Y tu trabajo? ¿No tienes que advertirles con antelación de que lo dejas?

      Ella negó con la cabeza.

      –Le diré a Ben, mi abogado, que redacte el contrato. Teniendo en cuenta a lo que me dedicaba, habrá normas de confidencialidad.

      –Entiendo.

      –Y, por supuesto, tu abogado puede verlo antes de que lo firmes.

      –Le llamaré hoy mismo.

      –Estupendo. Te voy a enseñar la habitación de las niñas y la tuya.

      –Muy bien.

      Se levantaron del suelo y él, con Ivy en los brazos, guio a Sierra, con Fern en los suyos. La niña parecía muy contenta, a pesar de que Sierra fuera una desconocida. ¿Sería posible que percibiera el vínculo madre hija?

      –Esta es la habitación de las niñas –dijo él indicándole una puerta a la izquierda e invitándola a entrar. Era la más grande y bonita que Sierra había visto en su vida, y había en ella dos cunas blancas, una al lado de la otra, y una mecedora junto a la ventana. Sierra se imaginó abrazando a las niñas mientras les cantaba una canción y las mecía para dormirlas.

      –Es preciosa, Cooper.

      –Llámame Coop –dijo él sonriendo–. Solo mi madre me llamaba Cooper, y lo hacía cuando estaba enfadada. En cuanto a la habitación, no es mérito mío. Se trata de una réplica exacta de la que tenían en casa de sus padres. Creí que les facilitaría el cambio.

      De nuevo la volvió a sorprender. Tal vez él no fuera tan egoísta como había supuesto. O tal vez estuviera desempeñando el papel de tío responsable por necesidad, y, cuando ella estuviera allí para ocuparse de las niñas, él demostraría que su reputación era cierta.

      –Tienen su cuarto de baño y su armario –dijo él señalando una puerta cerrada.

      Ella la abrió. El armario era enorme. De las barras colgaban prendas suficientes para una docena de bebés: vestidos, jerséis, vaqueros y camisetas, todos de marca y muchos aún con la etiqueta puesta, y todos por duplicado. Sierra nunca hubiera podido comprar tanta ropa. Estaba ordenada por estilo, color y tamaño, escritos en etiquetas adhesivas colocadas en el estante encima de la barra.

      Sierra nunca había visto nada igual.

      –¡Vaya! ¿Lo has hecho tú?

      –No, ha sido cosa de la señora Densmore. Es una fanática del orden.

      Para Sierra, por el contrario, el orden no era su fuerte.

      –El cuarto de baño está aquí –le indicó él mientras pasaba a su lado y abría otra puerta, dejando un agradable olor a jabón.

      Coop olía muy bien y, aunque era una estupidez, estaba aún más atractivo con la niña en brazos. Tal vez fuera que ella siempre había deseado estar con un hombre a quien se le dieran bien los niños, porque en su profesión había visto a muchos que ni siquiera se tomaban la molestia de visitar a sus hijos enfermos. Y también estaban los maltratadores que hacían que sus hijos fueran al hospital.

      Pero se dijo que el hecho de que a un hombre se le dieran bien los niños no lo convertía en un buen padre, ni tampoco el que les pusiera una bonita habitación con un enorme armario lleno de ropa y juguetes. Las mellizas tenían que saber que, aunque sus padres ya no estuvieran, había alguien que las quería y se ocupaba de ellas.

      Abrazó a Fern y le acarició la espalda. La niña apoyó la cabeza en su hombro con el pulgar metido en la boca.

      –Voy a enseñarte tu habitación –dijo él. Ella lo siguió al otro lado del vestíbulo.

      Era aún más grande que la de las niñas y además tenía una zona para estar, cerca de la ventana. Con el dormitorio, el vestidor y el cuarto de baño, era más grande que su piso.

      Los muebles y la decoración no eran de su gusto. Los colores: blanco, negro y gris, eran demasiado modernos y fríos; y el mobiliario, de acero y cristal, demasiado masculino. Pero se acostumbraría.

      –¿Tan mal está?

      Sierra lo miró. Tenía el ceño fruncido.

      –No he dicho nada.

      –No ha hecho falta. No hay más que mirarte a la cara. Lo odias.

      –No lo odio.

      –Estás mintiendo.

      –No es lo que yo hubiera elegido, pero tiene… estilo.

      Él se rio.

      –Sigues mintiendo. Te parece horrible.

      Ella se mordió los labios para no sonreír, pero lo hizo de todos modos.

      –Me acostumbraré.

      –Llamaré al decorador. Elige lo que quieras: la pintura, los muebles. Todo.

      Ella abrió la boca para decirle que no sería necesario, pero él alzó la mano para detenerla.

      –¿Crees que voy a consentir que vivas en una habitación que no te gusta? Este va a ser tu hogar y quiero que estés cómoda.

      Ella se preguntó si siempre sería así de amable o si estaba tan desesperado por conseguir una niñera de fiar que haría lo que fuera para convencerla de que aceptara el empleo.

      –Si no te importa, me gustaría añadir algún toque femenino.

      –Puedes dormir en la habitación de las niñas hasta que esta esté acabada o, si quieres más intimidad, hay una cama plegable en mi despacho.

      –Me vale la habitación de las niñas –le gustaba la idea de dormir al lado de sus hijas.

      Él indicó a Fern con un gesto de la cabeza.

      –Creo que deberíamos acostarlas. Es la hora de la siesta.

      Sierra miró a la niña y se dio cuenta de que se había quedado dormida. Ivy, con la cabeza apoyada en el hombro enorme de Coop, también parecía soñolienta.

      Llevaron a las niñas a su cuarto y las acostaron. Salieron sin hacer ruido y él cerró la puerta.

      –¿Cuánto duermen? –preguntó ella.

      –Si tienen un buen día, dos horas. Pero esta mañana han dormido hasta las ocho, así que probablemente ahora dormirán algo menos –se detuvo en el vestíbulo y le preguntó–: Antes de llamar a mi abogado, ¿quieres algo de beber? ¿Zumo, tónica, un biberón?

      Ella sonrió.

      –No, gracias.

      –Muy bien. Esta es tu última oportunidad de cambiar de idea con respecto al trabajo.

      –No

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