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rojas brillaban en el desierto invadido de olor a mirra.

      Los dragos gemelos

      El sol del atardecer hería la línea del horizon­te con colores recién inventados. Ella, la hermosa de las cumbres solitarias, los descubrió en el momento en que la oscuridad empieza a confundir la realidad y los de­seos.

      Retozaban entre los brezos, como cachorros deseosos de atrapar el destino. Habían crecido juntos, como crecen los hermanos. Vivieron las primeras expe­riencias al mismo tiempo. Eran gemelos. Se querían con amor furioso. No imaginaban hacer algo por separado. Cazaban por los bosques espesos de la Caldera de Taburiente y, luego, en las tardes calientes de la isla, comían las presas que la madre había preparado en la puerta de la caverna, mirando las laderas que, frente a ellos, baja­ban precipitadas hacia el mar.

      Un día llegó el amor como una sorpresa. Casi ado­lescentes sintieron que el fuego del deseo les quemaba el corazón. Ella estaba detrás de un grueso pino. Parecía esperarlos. Sonrió. Sintieron que el corazón se les partía en mil pedazos. Uno creyó tener espinas retozando por el vientre. El otro pensó que ascuas ocultas quemaban sus muslos.

      A partir de aquel momento pasearon solos. No cazaron durante días. No jugaron. La madre sonreía cuando los veía caminar sin hablar. Cada uno por un sendero.

      Ella, durante el verano, los amó en secreto. Uno trepaba hasta las cumbres más altas para buscarla. El otro la encontraba en los recodos que hacía el barranco buscando la playa.

      Cuando las brisas blancas llenaron de helechos los campos, ella les dijo que no podía seguir queriéndo­los en secreto. Había tomado la decisión de amar solo a uno. El vencedor de la muerte sería suyo, para siempre.

      Los hermanos se encontraron frente a frente en el terreno de lucha. La mirada huidiza. Uno blandió el palo de afilado acebiño. El otro gritó con furia. Las mi­radas se encontraron en el aire enrarecido. Uno suplicó al otro que lo matase. Preferían la muerte antes que de­rramar la sangre querida. Al mismo tiempo las afiladas puntas de las lanzas se acercaron a los pechos desnudos, sudorosos. Sintieron al unísono que las estacas rompían los corazones. Los ojos se miraron agradeciendo el desenlace. Los cuerpos cayeron abrazados, tiñendo de rojo la tierra asustada.

      Ella no resistió el dolor de aquel amor. Gritó por la isla enfurecida. Dos terribles aullidos rebotaron entre las cumbres; uno viejo y cansado, el de la madre; otro, joven y herido.

      Allí donde murieron dicen que la mujer dejó caer dos semillas de drago. Las lágrimas incandescentes ro­daron por la mejilla buscando la sangre.

      Desapareció.

      Dos dragos entrelazados crecieron en la cumbre solitaria, rodeados de niebla. El viento frota su soledad en las ramas. Un lamento de músicas se pierde entre las rocas.

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