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lo presente. Un poco antes mataron al padre de la muchacha…

      —¿No le asesinaron por una cuestión electoral?

      —Justo… Según eso ¿está usted en autos?

      —Uno que venía conmigo en la berlina… el Arcipreste no… el otro…

      —¿Trampeta?

      —Pequeño, vivaracho, entrecano…

      —El mismo. Pues le contó verdad. Al gran pillastre de Primitivo me lo despabilaron de un trabucazo, en venganza de que los había vendido a última hora, tanto que les hizo perder la elección (Juncal bajó la voz involuntariamente). ¿Ve usted aquellas tapias, pasadas las primeras… donde asoman las ramas de un cerezo con fruta? Pues son las del huerto de Barbacana, el cacique más temible que hubo en el país… Dicen que ese ordenó la ejecución, aunque el verdugo fue una especie de facineroso que anda siempre a salto de mata, de aquí a Portugal y de Portugal aquí…

      Gabriel meditaba, sepultando la quijada en el pecho. Luego se caló distraídamente los quevedos.

      —Así somos, amigo Juncal… Un país imposible, en ese terreno sobre todo. Antes que aquí se formen costumbres en armonía con el constitucionalismo, tiene que ir una poca de agua a su molino de usted… Decía cierto hombre político que el sistema parlamentario era una cosa excelente, que nos había de hacer felices dentro de setecientos años… Yo entiendo que se quedó corto. Al caso; dígame todo lo concerniente a la historia…

      —Hoy en día, a Barbacana ya lo llevan acorralado, y se cree que trata de levantar la casa e irse a morir en paz a Orense… Porque va viejo, y no le dejan respirar sus enemigos. El que vino con usted, Trampeta, con el aquel de protegido de Sagasta, es ahora quien sierra de arriba… En fin, todo ello para nuestro cuento importa un comino. Así que mataron al padre, la muchacha se casó con su Gallo y cuando se creía que el marqués los iba a echar con cajas destempladas, resulta que se quedan en la casa, ellos y el rapaz, y que está su señor cuñado contentísimo con tal muñeco… Esto fue antes, muy poco antes de morir la señorita, su hermana…

      Gabriel suspiró, juntando rápidamente el entrecejo.

      —No había quedado nada fuerte desde el nacimiento de la niña: yo la asistí, y necesité echar mano de todos los recursos de la ciencia para que…

      —¿Usted asistió a mi hermana? —exclamó el artillero, cuyos ojos destellaron simpatía, casi ternura, humedeciéndose con esa humedad que es como el primer vaho de una lágrima antes de subir a empañar la pupila.

      —Entonces, sí señor; que después, como dije a usted, el marqués hizo punto en no volverme a llamar… La pobre señora se quedó, según dicen, como un pajarito; se le atravesaron unas flemas en la garganta…

      Los ojos de Gabriel, ya secos, ardientes y escrutadores, se posaron en Juncal.

      —Don Máximo, ¿cree usted en su conciencia que mi hermana murió de muerte natural? —pronunció con tal acento, que el médico tartamudeaba al contestar:

      —Sí señor… ¡sí señor!, ¡sí señor! Puedo atestiguarlo con sólo una vez que la vi en la feria de Vilamorta, donde estaba comprando no sé qué, allá unos seis meses antes de la desgracia. La fallé y dije (puede usted creerme como estamos aquí y Dios en el cielo): —No dura medio año esta señorita—. (Pasose Gabriel la mano por la frente). Don Gabriel —prosiguió el médico—, ¿qué le hemos de hacer? Su hermana era delicada; necesitaba algodones; encontró tojos y espinas… De todas las maneras, ella siempre fue poquita cosa… Volviendo a la niña, no digamos que su padre la maltrate, pero apenas le hace caso… Él contaba con un varón, y recuerdo que cuando nació la pequeña, ya renegó y echó por aquella boca una ristra de barbaridades… Al que adora es al chiquillo de la Sabel. Si lo querrá, que hasta que se ha empeñado en que estudie, y lo manda a Orense al Instituto, y piensa enviarlo a Santiago a concluir carrera… El muchacho anda lo mismo que un mayorazgo: su buen reloj de oro, su buena ropa de paño, la camisola fina, el bastoncito o el látigo cuando va a las ferias… y yegua para montar, y dinero en el bolsillo…

      Asió Juncal con misterio la solapa de la americana de don Gabriel, y arrimando la boca a su oído susurró:

      —Dicen que le quiere dejar bajo cuerda casi todo cuanto tiene…

      En vez de fruncir el ceño el artillero, despejose su encapotada fisonomía, y contestó en voz serena:

      —Ojalá. ¿Se admira usted de mi desinterés? Pues no hay de qué. Es cierto que considero obligación del hombre sostener la familia que crea al casarse; pero no soy de esos tipos que tanto les gustan a los autores dramáticos de ahora, que no se casan con una mujer de quien están perdidamente enamorados, sólo porque es rica. En el caso presente me alegro, porque cuantas menos esperanzas de riqueza tenga mi sobrina, más fácilmente se avendrán a dármela, a mí que no he de exigir dote… Confieso que tenía yo mis miedos de que me diese calabazas mi señor cuñado. Verdad es que como no me las dé Manolita, soy abonado hasta para robarla… ni más ni menos que en las novelas de allá del tiempo del rey que rabió.

      Miró Juncal la fisonomía del artillero, a ver si hablaba en broma o en veras. Revelaba cierta juvenil intrepidez, y la resolución de poner por obra grandes hazañas, a pesar de los blancos hilos sembrados por la barba y el pelo que escaseaba en las sienes.

      —Si ella no me quiere… y bien puede ser, que al fin soy viejo para ella… (Juncal hizo con manos y rostro furiosos signos negativos)… entonces, no habrá rapto. De todos modos, por cuestión de cuartos, no se ha de deshacer la boda: yo lo fío. Aparte de que, siendo ese chico hijo del marqués, natural me parece que le toque algo de la fortuna paterna.

      —¿Quién sabe de quién es el chico? Y es como un pino de oro.

      —¿Más lindo que mi sobrina? Mire usted que voy a defender, sin haberla visto, como el ingenioso hidalgo, que es la más hermosa mujer de la tierra.

      —De fea no tiene nada: pero de vestir, la traen… así… nada más que regular. Muchas veces no se diferencia de una costurerita de Cebre… Vamos, la pobre tuvo poca suerte hasta el día.

      —A arreglar todo eso venimos —contestó Gabriel levantándose, como deseoso de echar a andar sin dilación en busca de su futura esposa. Su huésped le imitó.

      —Entonces, ¿a qué hora de la tarde quiere usted salir para la rectoral de Ulloa? —preguntó muy solícito.

      —He mudado de plan; ya no voy… Iré dentro de un par de días a saludar al señor cura. Tengo por usted cuantos informes necesito, y puedo presentarme hoy mismo en los Pazos de Ulloa sin inconveniente alguno.

      —¿Le corre tanta prisa?

      —¿Qué quiere usted? Cuando uno está enamorado…

      Juncal se rió, y volvió a mirar a su interlocutor, gozándose en verle tan animoso. El sol ascendía, la proyección de sombra de las tapias y el emparrado empezaba a acortarse. Por la puerta del huerto asomó una figura humana inundada de luz, de frescura y color: era una mujer, Catuxa, con el delantal recogido y levantado, lleno de ahechaduras de trigo que arrojaba a puñados en torno suyo chillando agudamente: —Pitos, pitos, pitos… pipí, pipí, pipí… —. Seguíanla los pollos nuevos, amarillos como canarios, con sus listos ojillos de azabache, con sus corpezuelos que aún conservaban la forma del cascarón, columpiados sobre las patitas endebles. Detrás venía la gallina, una gallina pedreña, grave y cacareadora, honrada madre de familia, llena de dignidad. A la nidada seguía una horda confusa de volátiles: pollos flacos y belicosos, gallinas jóvenes muy púdicas y modestas, muy sumisas al hermosísimo bajá, al gallo rojizo con cresta de fuego y ojos de ágata derretida, que las custodiaba y les señalaba con un cacareo lleno de deferencia el sustento esparcido, sin dignarse probarlo. Don Gabriel se detuvo muy interesado por aquel cuadro de bodegón, que rebosaba alegría. El gallo le recordó el mote del marido de Sabel y, por inevitable enlace de ideas, los Pazos de Ulloa. Y al pensar que estaría en ellos por la tarde y conocería a la que ya nombraba mentalmente su novia, la circulación se le paralizó

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