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que empezó a aquilatar con más que monjiles escrúpulos la trascendencia y móvil de sus menores actos, a tener por grave delito el asistir a una corrida de toros o a un baile de máscaras. Ponía cuidado especial en que no saliese de sus labios ni siquiera una mentira oficiosa, en no defraudar a nadie, en vivir de tal manera que sus acciones fuesen claras como el agua, honradas y serias… ¡La seriedad sobre todo!… Por las noches hacía examen de conciencia; por las mañanas elevaba, al despertarse, el pensamiento a Dios —¡al Dios impersonal y sin entrañas!— Reprimidos los impulsos y ardores juveniles por la especie de fiebre filosófica que le abrasaba dulcemente el cerebro, sentía en las iglesias, a donde asistía con frecuencia suma, impulsos místicos, ternuras inexplicables, ganas de llorar, y entonces se creía íntimo con el ser…

      ¿Cuánto había durado? ¿Cuánto? Las cosas políticas se encrespan; la demagogia y el cantonalismo escupen fuego y sangre; los carlistas medran, pululan, brotan por todas partes con armamento y municiones; Castelar llama a los artilleros; Gabriel duda, recela, se alarma ante la perspectiva de verter sangre humana; por fin sus nuevas ideas liberales y una carta de su padre le deciden; va otra vez al Norte. Rodéanle sus antiguos amigos; en la maleta del teniente vienen sin duda la Analítica, la Crítica del juicio, la Crítica de la razón pura, la Teoría de lo infinito; pero a la primer marcha forzada, a la primer bocanada de aire montañés, al primer encuentro, a la primer tertulia en la tienda de campaña, parécele que entre él y los maestros de su entendimiento se interpone una muralla, un velo oscuro, y que en su alma se derrumba, sin saber cómo, un edificio vasto. Y con el bienestar físico que producen el ejercicio y la actividad después de una vida contemplativa y sedentaria; y la reacción violenta, propia de los temperamentos nerviosos y los caracteres impresionables, a los pocos días el teniente no se acuerda de Kant, da al diablo los Mandamientos de la humanidad, y muy a gusto se deja arrastrar a las distracciones del compañerismo, a los lances de la campaña y los episodios de alojamiento. La guerra se hace ya con más empuje, en vista del desaliento y merma de las fuerzas carlistas: Gabriel bate el cobre con fe, persuadido de que el orden y la libertad están en las negras entrañas de los cañones de su batería; fraterniza con bandidos contraguerrilleros, lee con afán los periódicos políticos, vive de acción y de lucha, y todas las mañanas se levanta determinado a salvar a España… España le había dado en cambio la efectividad de capitán. Mas el golpe de Estado de Pavía y luego la proclamación de don Alfonso, que tanto alegraron a todo el noble cuerpo, le cortaron las alas del espíritu a Gabriel Pardo, que era republicano teórico y andaba entonces vuelto tarumba por un orden de cosas muy recto y sensato, al modo sajón. Al otro día de recibir el grado de comandante, viendo la guerra próxima a su fin, desilusionado más que nunca y sin gusto para pelear, recordaba haber tomado el camino de la corte.

      ¡Qué vida tan sosa al principio la suya! Mal visto entre sus compañeros a causa de sus opiniones políticas; sin trato con sus antiguas relaciones; sin ánimos para volver a sepultarse en los libros de metafísica que eran hoy para él lo que la envoltura de la oruga cuando ya voló la mariposa, sintió de repente, convirtiendo los ojos hacia sí mismo, que no le quedaba en lo más íntimo sino descreimiento y cansancio. ¿Quién o qué le había demostrado la inanidad de sus filosofías? Nadie. La fe no se destruye con razones: es error imaginar que hay argucia que eche abajo un sentimiento. La fe es como el amor —bien lo advertía Gabriel.

      ¿Hay en el mundo del pensamiento algún asidero firme? —discurrió entonces. Casualmente empezaban las corrientes positivistas: hablábase de realidades científicas, de doctrinas basadas en hechos de experimentalismo. El comandante se propuso estudiar a fondo alguna ciencia, como se estudian las cosas para saberlas de verdad, y adquirir la suspirada certeza. Tenía un amigo, ex—profesor de geología en la Universidad, de donde le expulsara el decreto de Orovio. Se puso bajo su dirección, y consagró seis horas diarias a trabajos de pormenor. Hacía unos cortes en las piedras y luego se desojaba mirándolos al microscopio. Se cansó a cosa de medio año. La certeza consabida, por las nubes. Encontraba relaciones lógicas y armoniosas entre lo creado, leyes impuestas a la materia por voluntad al parecer inteligente, dependencia — y conexión en los fenómenos; pero el enigma seguía, el misterio no se disipaba, la sustancia no parecía, la cantidad de incognoscible era la misma siempre. Gabriel tenía sobrada imaginación para sujetarse a la severa disciplina científica sin esperanza ni objeto, y fueron disminuyendo sus visitas al laboratorio de su amigo. ¿Y no había otra razón?… Pues, a decir verdad…

      Muy aficionado a la música, Gabriel estaba abonado a una butaca del Real —tercer turno. Resplandecía el regio coliseo con la animación que le prestaba la buena sociedad ya completa y la restaurada monarquía: y, más que teatro, parecía elegante salón cuajado de beldades. Al lado de Gabriel sentábanse un machucho brigadier de artillería y su joven esposa, deidad murciana, de árabes ojos, que a cada acorde de la música, o a cada nota de los amorosos dúos, se posaban en los del comandante, deteniéndose un poco más de lo necesario. El brigadier, fumador empedernido, no recelaba salir en los entreactos dejando a su esposa bajo la salvaguardia del subalterno. ¡Bendito señor, pensaba Gabriel, y cómo lo hizo Dios de confiado! A lo mejor el brigadier fue destinado a Filipinas, y partió llevándose a su cara mitad. Gabriel, medio loco, según su costumbre en casos tales, habló de pedir el traslado… La hermosa brigadiera se negó, afirmando que su marido ya tenía sospechas, que el viaje era celosa precaución, y que si se encontraba con el comandante llovido del cielo en Manila, habría la de Dios es Cristo. Y el enamorado la vio partir sin que nublase aquellos ojazos de terciopelo la humedad más leve… No, lo que es de esta vez, el comandante no hacía memoria de haber pensado en suicidios, pero cayó en misantropía amarga, rabiosa y prolongadísima que paró en un ataque de ictericia de los de padre y muy señor mío. Destinado a Barcelona… ¡qué temporada la que pasó en la ciudad condal! ¿Cómo es posible aburrirse tanto y quedar con vida? A enfrascarse otra vez en los libros: no de filosofía ya, sino de ciencia militar, estudiando las propiedades formidables de las materias explosivas que nuestro siglo refina y concentra a cada paso, lo mismo que si el objeto supremo de tanto adelanto, de tanto progreso, fuese una conflagración universal. A leerse cuanto encontró sobre el asunto en revistas alemanas e inglesas, encargando obras especiales, y escribiendo dos o tres artículos en que lo resumía y exponía con bastante claridad, publicados en los periódicos y que le valieron ser citado como una gloria del cuerpo. Por más señas que entonces fue cuando se le chamuscó la cara probando pólvora, y se le metieron unos cuantos granos en la mejilla. Ocurriole la idea de gestionar que le diesen una comisión para el extranjero; lo consiguió, viajó por Francia, Alemania, Inglaterra, países que él creía cifra y compendio de la civilización posible. Al pronto, impresión pesimista: Francia era una gran tienda de modas, Alemania un vasto cuartel, Inglaterra un país de egoístas brutales y de hipócritas ñoños. Pero al regresar a España, al notar el dulce temblor que sólo las almas de cántaro pueden no sentir en el punto de hollar otra vez tierra patria, mudó de opinión sin saber por qué: echó de menos el oxigenado aire francés, y le pareció entrar en una casa venida a menos, en una comarca semi—salvaje, donde era postiza y exótica y prestada la exigua cultura, los adelantos y la forma del vivir moderno, donde el tren corría más triste y lánguido, donde la gente echaba de sí tufo de grosería y miseria… Al acercarse a Madrid y atravesar los páramos que lo rodean, al subir por la cuesta de Areneros, al ver las calles estrechas, torcidas, mal empedradas, el desanimado comercio, al oír el canturrear de los ciegos y el pregón de la lotería, pensó encontrarse en uno de esos prehistóricos poblachones de Castilla, fosilizados desde el tiempo de los moros… ¡Madrid! Ese era Madrid… esa era España… ¡la España santa de sus ensueños de adolescente!

       Empezó a hablar, mejor dicho, a perorar donde quiera que encontraba auditorio, proponiendo una campaña activísima, especie de coalición de todos los elementos intelectuales del país, a fin de civilizarlo e impulsarlo hacia senderos donde no quería el muy remolón sentar el pie… Un día, en el Centro militar, al caer la tarde, Gabriel sorprendió un diálogo de sofá a butaca.

      —¿Y el comandante Pardo? —preguntaba el sofá—. ¿Le ha visto usted desde que ha llegado de su excursión por tierras de extranjis?

      —Ayer me le encontré en la Carrera… —respondía la butaca.

      —¿Y qué cuenta? ¿Viene entusiasmado?

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