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que alistó el chocolate, le faltó tiempo para recrearse con aquel barullo de dos mil diablos que arman las parroquianas…

      Una mariposilla blanca, la vanesa de las coles que abundaban por allí, vino revoloteando a posarse en el sombrero de Juncal. Don Gabriel tendió los dedos índice y pulgar entreabiertos, para asirla de las alas. La mariposa, como si olfatease aquellos amenazadores dedos, voló con gran rapidez, muy alto, entre la radiante serenidad matutina. Don Gabriel la siguió con los ojos estirando el pescuezo, y el médico reparó en lo bien cuidada (sin afeminación) que traía la barba el comandante. Cada pormenor acrecentaba la simpatía en el médico, que estancado en la cultura de los años universitarios, arrinconado en un poblachón, olvidado ya, a fuerza de bienestar material y de pereza mental, de sus antiguas lecturas científicas, y sus grandes teorías higiénicas, conservaba no obstante la facultad de respetar y admirar, en un grado casi supersticioso, cuando veía en alguien la plenitud de circulación y el oxígeno intelectual que él había ido perdiendo poco a poco. Además, ¡era tan cortés, resuelto, despejado y afable aquel señor!

      Gabriel permanecía con los ojos medio guiñados, como cuando seguimos un objeto distante. Sin embargo, la mariposa había desaparecido hacía tiempo. El artillero se volvió de repente.

      —Don Máximo, ¿me hará usted el favor de contestar francamente a varias preguntas que tengo que hacerle?

      —Señor de Pardo, por Dios… Me manda y yo obedezco. En cuanto le pueda servir…

      —Pensaba entenderme con el abad de Ulloa; pero por la descripción que usted me hace de él, temo… ¿cómo diré?… temo que sea uno de esos seres angelicales, pero inocentes y pacatos, que no le sacan a uno de dudas… y que además, por lo mismo que son buenos, conocen mal a la gente que les rodea. (A medida que hablaba don Gabriel, aprobaba más enérgicamente con la cabeza el médico, murmurando —¡por ahí, por ahí!) Usted es un hombre inteligente y honrado, Juncal…

      Ruborizose este como se ruborizan los morenos, dorándosele la piel hasta por las sienes, y con algo atragantado en la nuez, murmuró:

       —Honrado… eso sí… Me tengo por honrado, señor don Gabriel. Tanto como el que más.

      —Pues yo fío en usted enteramente. Sepa que he venido aquí con objeto de casarme…

      Abrió Juncal dos ojos tamaños como dos aros de servilleta.

      —… Con mi sobrina, la señorita de Moscoso.

      —¿La señorita de Moscoso? —exclamó el médico apenas repuesto de la sorpresa—. ¿Qué me dice, don Gabriel? ¿La señorita Manolita? ¡No sabía ni lo menos!

      —Ya lo creo —repuso Gabriel soltando la risa—. Como que tampoco lo sabía yo mismo pocos días hace; ni lo sabe nadie aún. Es usted la primera persona a quien se lo cuento.

      Juncal sintió dulce cosquilleo en la vanidad, y aturrullado de puro satisfecho, trató de formular varias preguntas, que Gabriel atajó adelantándose a ellas.

      —Diré a usted, para que comprenda mi propósito, que la persona a quien más quise yo en el mundo fue mi pobre hermana Marcelina, la que casó con don Pedro Moscoso; y si hay cielo —aquí le tembló un poco la voz a don Gabriel— allí debe estar pidiendo por mí, porque fue una… már… una santa. Al morir me dejó encargada su hija; no lo supe hasta que mi padre falleció. Yo me encuentro hoy libre, no muy viejo aún, sin compromisos ni lazos que me aten, con regular hacienda y deseoso del calor de una familia. Teniendo Manolita padre como tiene, un tío… no está autorizado para velar por ella. Un marido, es otra cosa. Si no le repugno a mi sobrina y quiere ser mi mujer… Estoy determinado a casarme cuanto antes.

      Oía Juncal, y poniendo las manos en los hombros del artillero, respondió vagamente, cual si hablase consigo mismo:

      —En efecto… no hay duda que… Realmente, ¿quién mejor? La verdad es…

      Miró don Gabriel, sonriéndose de alegría, al médico. Su corazón se dilataba dulcemente con la confidencia, y se le ocurría que por la serena atmósfera revoloteaba un porvenir dichoso, columpiado en el espacio infinito, como la mariposilla blanca, que una superstición popular cree nuncio de dicha. Clavó sus ojos garzos en el médico: la luz del día hacía centellear en ellos filamentos de derretido oro. Se había guardado los quevedos en el bolsillo, y parpadeaba como suelen los miopes cuando la claridad les deslumbra.

      —Francamente, Juncal, no conozco a mi sobrina Manuela ni sé… ¿Cómo es?

      —El retrato de su difunta madre, que esté en gloria —respondió muy cristianamente el tremendo clerófobo Juncal.

      —¡De su madre! —repitió el artillero extasiado.

      —Pero más buena moza, no despreciando a la pobre señorita… La madre era… algo bisoja y delgada… Ésta mira derecho, y tiene unos ojazos como moras maduras… Alta, carnes apretaditas, morena con tanto andar al sol… buenas trenzas de pelo negro… y bien constituida. No digamos que sea una chica hermosísima, porque no tiene las perfecciones allá hechas a torno; pero puede campar en cualquier parte… Vaya si puede.

      —Si se parece a Nucha, para mí ha de ser un serafín, don Máximo.

      —Y a usted se parece también, no se ría, señor de Pardo… Ya sabe que a usted lo saqué yo ayer en el coche, por su hermana.

      —Siempre hay eso que se llama aire de familia… Don Máximo, mire usted que aún no he empezado, como quien dice, a preguntar lo que quiero saber. Yo he sido franco con usted, ¿usted lo será conmigo?

      —No faltaba más. Aunque me fuera la vida en responder.

      —Diga usted. Mi cuñado…

       Capítulo 10

      Juncal terminó la semblanza y biografía de don Pedro Moscoso y Pardo de la Lage, conocido por marqués de Ulloa, con las siguientes filosóficas reflexiones:

      —No todos sus defectos hay que imputárselos a él, sino (hablemos claro) a la crianza empecatada que le dieron… Sería mejor que se educase él solito o con los perros y las liebres, que en poder de aquel tutor tan animal, Dios me perdone… y tan listo para sus conveniencias… ¡Y se llamaba como usted, don Gabriel!

      El comandante sonrió.

      —Maldito lo que se parecen… Como iba diciendo, yo, hace años, muchos años, que no pongo los pies en los Pazos de Ulloa; desde aquellas elecciones dichosas en que anduve contra don Pedro… Porque lo primero de todo son las ideas y los principios, ¿verdad, don Gabriel?

      —Sin duda, sobre todo cuando uno los ha pesado y examinado y está seguro de su bondad —respondió el artillero.

      —Tiene usted razón. A veces se calienta la cabeza, y hace uno disparates… pero en fin, yo soy liberal desde que nací, y en vez de enfriar con los años, me exalto más.

      —¿Dice usted que no va usted por allí? ¿Cómo anda de salud… mi cuñado?

      —Regular… está muy grueso y padece bastante de la gota, como el difunto tío, por lo cual dicen que gasta muy mal humor, y que ha perdido la agilidad, de manera es que no puede salir a caza como antes.

      —Y… ¡acuérdese usted de que me ha prometido ser franco! ¿Y… esa mujer que tiene en casa?

       —Mire usted, como yo no voy por allí… con repetirle lo que se cuenta… y unos hablan de un modo y otros de otro; pero yo me atendré a lo que dicen los más formales y los que acostumbran ir a los Pazos. Usted ya sabe que tal mujer estaba en la casa antes de casarse su señor cuñado; enredados los dos, por supuesto, y el padre siendo el verdadero mayordomo y en realidad el dueño de la casa, aunque por plataforma trajeron allí al infeliz del cura de Ulloa, que no sirve para el caso… Había un chiquillo precioso, y pasaba por hijo del marqués. Pero resultó que después de la boda de don Pedro, la muchacha por su parte se empeñó en casarse con un paisano de quien estaba enamoradísima, y

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