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Parece un espectador de los dramas de Catalina. He querido averiguar cuál era el precio del pasaje, y me han dicho que por recorrer todas las costas del estanque, deteniéndose en los puntos más notables y dignos de verse, se pagaba, en cámara de primera, diez céntimos. Pero es fácil de comprender que estos viajes de itinerario forzoso no convienen más que a las personas de poca imaginación y de sentimientos vulgares y limitados. Los espíritus fantásticos y aventureros gustan más de viajar sin itinerario. Hay, pues, mucha gente que prefiere tripular los botes y canoas navegando sin rumbo prefijado y deteniéndose donde bien les place el tiempo que tienen por conveniente. El amor a la naturaleza y el deseo de conocer las rudas faenas de la mar les arrastra a despojarse de la levita y a empuñar los remos con las manos cubiertas de sortijas. Desde este momento su fisonomía se contrae duramente y toma la expresión siniestra y terrible de los piratas: sus movimientos son torpes y pesados como los de un lobo de mar. Cuando pasan cerca de la costa y ven una niñera más o menos gentil que les contempla absorta y admirada, se suelen guiñar el ojo con cierta malicia ruda, exclamando con voz ronca: «¡Ohé, muchachos, una fragata a barlovento!»

      A otros les da por lo sentimental, y el espectáculo de las aguas dormidas del lago les recuerda las novelas venecianas o las baladas de la Suiza: se dejan balancear dulcemente, inmóviles y apoyados sobre el remo, fijan la vista en un punto del espacio con expresión amarga, propia de corazones lacerados, y prorrumpen a veces en tiernas barcarolas que han aprendido en el teatro Real.

      Lo mismo las aventuras maravillosas de los unos que las barcarolas de los otros cesan repentinamente así que se escucha una voz poderosa, inmensa como la de Neptuno, que llega en alas del viento a todas las riberas del estanque:—«Esquife número siete (pausa solemne)... la hora.» Inmediatamente la embarcación, después de ejecutar las maniobras indispensables, dirige su rumbo hacia el puerto. Si llega con felicidad a él, como ordinariamente acontece, la tripulación, rendida y jadeante, no tarda en saltar sobre el muelle, limpiándose los pantalones con el pañuelo para después restituirse alegremente al seno de sus familias.

       Índice

      LA CASA DE FIERAS

      No sé de cuándo data la institución de que quiero dar cuenta: es posible que haya nacido bajo el gobierno paternal del señor Moyano, aunque no lo afirmo. Antes de ponerme a escribir acerca de ella, quizá debiera examinar algunos documentos referentes a su erección y desenvolvimiento, a fin de que las futuras generaciones, cuando lean el presente estudio, sepan a quién deben las fieras el piadoso hospital que hoy disfrutan. Prefiero, no obstante, improvisar algunas cuartillas, que caerán fuera de los dominios de la ciencia histórica, hacia la cual me siento antes de almorzar poco inclinado.

      A unas cien varas del estanque grande se alza el famoso hospicio donde un gobierno atento a las necesidades morales de sus contribuyentes ha colocado media docena de bestias feroces y veinte o treinta micos, con el objeto de recrear y al propio tiempo vigorizar a la guarnición de Madrid. Así como los cisnes del estanque reciben sus emolumentos para despertar en los indígenas ideas bucólicas y sentimientos pastoriles, las alimañas de la Casa de fieras han venido adrede de los desiertos de África para infundir en la clase de tropa la ferocidad que suele perder en el trato íntimo de criadas y costureras. Y es de admirar realmente el acierto que ha presidido a la elección de estos terribles animales y con qué esmero se han procurado utilizar sus diversas aptitudes. Por ejemplo, a nadie puede caber duda de que el león ha sido traído para despertar en el corazón de los espectadores la nobleza y la bravura, como el leopardo la fiereza, el lobo la rapidez, la hiena la crueldad, el mono la astucia y el oso la calma. La española infantería, al recorrer por las tardes en la grata compañía de sus patronas las jaulas del establecimiento, se siente regenerada y dispuesta a habérselas con todo linaje de republicanos feroces y dañinos, mansos o amansados.

      Las fieras, como es lógico, conocen de vista a todos los reclutas de la guarnición, y no sólo a los reclutas, sino a sus parientes y amigos. El mejor obsequio que se puede hacer a un forastero después de beber unas copas de ron y marrasquino, es llevarle a la Casa de fieras y pasearle un buen rato en torno de la jaula de los micos. «Anda, anda, que Grabiel bien se divierte por allá por Madrid... no se esté con cudiao por él, tía Rosa... toa la tarde se la pasa mira que te mira a los micos en un sitio que llaman la Casa de fieras, que le digo, así Dios me salve, que no hay otra cosa que ver en Madrid.»

      El soldado español es, además de bizarro, sufrido, frugal, pundonoroso, etc., etc., chispeante en el pensamiento y ático en la frase. Nadie lo ha puesto en duda. Pues bien; esta sal y este aticismo con que la naturaleza dotó a nuestro ejército, y muy singularmente al arma de infantería, se aumenta en un cincuenta por ciento lo menos cuando pasea por los jardines de la Casa de fieras. En aquellos amenos parajes, delante de la jaula del león africano, o del tigre de Bengala, o del tití de las Indias, es donde el regocijado ingenio de nuestros quintos derrama los tesoros de su gracia; allí donde se escuchan las frases espirituales, los dichos agudos; allí donde revientan los epigramas acerados, los discretos razonamientos. Parado frente a la jaula del leopardo, que duerme tranquilo en un rincón, el quinto suele decirle en tono de zumba:—«¡Anda tú, dormidor! ¿No te cansas de dormir, tuno? ¿Estás a gusto, eh gran ladrón?»—Pasa inmediatamente a la del león y vierte sobre él otra granizada de chistes.—«¡Miale, miale, qué boca abre el cochino! ¿Nos almorzarías de buena gana, verdad? Pues amigo, pacencia y llamar a Cachano, que toos semos hijos de Dios. Manolo, arrepara qué melenas; ¡paecen los pelos del tío Farruco!»

      El recluta se hincha en tales ocasiones porque tiene público: en pos de él hay siempre media docena de robustas criadas de la Alcarria que le escuchan embelesadas y le siguen con afán. ¡Cómo se desternillan de risa! ¡Cómo paladean los chistes del donoso soldado! Nadie penetra como ellas el sentido íntimo de sus frases, ni puede apreciar tan bien la delicadeza nerviosa de su humorismo. Entre el recluta y las criadas se engendra inmediatamente una misteriosa corriente de simpatía, mediante la que el fondo poético de sus corazones y todos los dulces pensamientos y vagas aspiraciones de su espíritu se confunden. El recluta siente en el occipucio los ojos de las alcarreñas que le excitan a mostrarse cada vez más agudo y espiritual, y éstas advierten con inocente alegría que aquel derroche de gracia y de ingenio no es otra cosa que un fervoroso homenaje de adoración que el gentil recluta les dedica. Allá, a la hora del crepúsculo, cuando las nieblas descienden al fondo de los valles y el céfiro pliega sus alas sobre las flores, Manolo suele pegar un tremendo empujón a su amigo Grabiel que le hace caer sobre el grupo de criadas, las cuales reciben el golpe como una manifestación de respeto y galantería. A partir del empujón, entre reclutas y criadas se establece una amistad inalterable. Y la ferocidad que el ejército ha ganado por un lado la pierde inmediatamente por otro, viniendo abajo de esta suerte la obra paternal de la Administración.

      Antes de dar por terminado este artículo, necesito delatar a la Corporación municipal un abuso que redunda en menoscabo del país y descrédito de la importante institución en que me estoy ocupando. Por muy sensible que me sea el decirlo, es lo cierto que las fieras del Municipio no cumplen debidamente con su cometido. ¿Para qué han sido traídos estos animales de los desiertos de África y Asia a costa de mil sacrificios pecuniarios? Ya hemos dicho que para infundir energía y vigorizar al pueblo y al ejército. Pues bien; yo no sé cómo han llenado su deber en los primeros tiempos: mas actualmente puedo decir que están muy lejos de desempeñarlo con la exactitud y el celo apetecidos. En vez de mostrar una actitud imponente que sobrecoja y atemorice el ánimo, en vez de rugir y echar centellas por los ojos, y sacudir las rejas de la jaula con el aparato del que quiere saltar fuera y devorar en un credo a todos los espectadores, se pasan la mayor parte del día en letargo vergonzoso, tirados en un rincón como objetos inanimados, sin que las excitaciones del respetable público logren hacerles menear siquiera la cola. Cuando por casualidad se les encuentra de pie, no hacen otra cosa que pasear tranquilamente por la celda sin desplegar ninguna especie de ferocidad, como un poeta lírico que estuviese meditando algún soneto enrevesado para la Ilustración Española y Americana: cuando

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