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por mar, desde Joppe, como podía haber navegado Jonás en aquellos días antiguos, cuando el Atlántico era un mar casi desconocido. Porque Joppe, la moderna Jaffa, compañeros, está en la costa más oriental del Mediterráneo, en la costa siria; y Tarsis o Cádiz, a más de dos mil millas de allí, en la misma salida del Estrecho de Gibraltar. ¿No veis, pues, compañeros, que Jonás trataba de huir de Dios a todo lo ancho del mundo? ¡Hombre miserable! ¡Oh, el más vergonzoso y digno de todo desprecio; con sombrero gacho y mirada culpable, escapándose de su Dios; rondando entre las embarcaciones como un vil ladrón que tiene prisa de cruzar los mares! Tan desordenado e inquietante es su aspecto, que si en aquellos días hubiera habido policía, Jonás, sólo por la sospecha de algo malo, habría sido detenido antes de tocar cubierta. ¡Qué claramente es un fugitivo! Sin equipaje ni sombrerera ni maleta ni saco de lona; sin amigos que le acompañen hasta el muelle para despedirle. Al fin, después de mucho buscar vacilando, encuentra la nave para Tarsis, que recibe lo último de su cargamento; y al subir a bordo para ver al capitán de la cabina, todos los marineros dejan un momento de izar las mercancías para observar las perversas miradas del desconocido. Jonás lo ve, y en vano trata de tener aspecto de tranquilidad y confianza; en vano ensaya su miserable sonrisa. Fuertes intuiciones sobre ese hombre aseguran a los marineros que no puede ser inocente. A su manera, juguetona, pero seria, uno susurra al otro: “Jack, ha robado a una viuda’, o: “Joe, fíjate en ése; es un bígamo”, o: “Harry, muchacho, me parece que es el adúltero que se escapó de la cárcel en la vieja Gomorra, o uno de los asesinos desaparecidos de Sodomá’. Otro corre a leer el cartel pegado a la empalizada del muelle en que está amarrado el barco, ofreciendo quinientas monedas de oro por la captura de un parricida, y conteniendo la descripción de su persona. Lo lee, y mira a Jonás después de leer el cartel, mientras que todos sus comprensivos compañeros se agolpan ya en torno a Jonás, preparados a echarle una mano. Jonás, asustado, tiembla, y, reuniendo en la cara toda su valentía, no hace sino tener más aspecto de cobarde. No quiere confesar que se sospecha de él; pero eso mismo ya es muy sospechoso. Así que se las arregla como puede, y, cuando los marineros encuentran que no es el hombre que se anuncia, le dejan pasar, y él baja a la cabina.

      »”—¿Quién va? —exclamó el capitán, en su mesa atareada, preparando apresuradamente sus papeles para la Aduana—: ¿Quién va?” ¡Ah, cómo destroza a Jonás esa inofensiva pregunta! Por un momento, casi se vuelve para escapar otra vez. Pero se domina. “Quiero un pasaje para Tarsis en este barco; ¿cuándo zarpa?” Hasta entonces, el afanado capitán no había levantado los ojos hacia Jonás, aunque lo tiene delante; pero en cuanto oye su hueca voz, dispara una mirada de escrutinio. “Zarparemos con la próxima marea”, contesta por fin con lentitud, sin dejar de mirarle atentamente. “¿Antes no?” “Ya es bastante pronto para cualquier hombre honrado que vaya como pasajero.” ¡Ah, Jonás! Ahí tienes otra punzada. Pero rápidamente hace que el capitán se aparte de esa pista. “Zarparé con usted —dice—. ¿Cuánto cuesta el pasaje? Pagaré ahora.” Pues estaba escrito precisamente, compañeros, como si fuera una cosa para no pasarlo por alto en esta historia, “que pagó su pasaje” antes que la nave se hiciera a la vela. Y tomándolo con el contexto, esto está lleno de significado.

      »Ahora bien, compañeros, el capitán de Jonás era uno de esos cuyo discernimiento descubre el delito en cualquiera, pero cuya codicia lo denuncia sólo en los pobres. En este mundo, compañeros, el Pecado, si paga el viaje, puede ir libremente, y sin pasaporte, mientras que la Virtud, si es pobre, es detenida en todas las fronteras. Así que el capitán de Jonás se prepara a poner a prueba su bolsa, antes de juzgarle abiertamente. Le cobra tres veces más de lo acostumbrado, y él lo acepta también. Entonces el capitán sabe que Jonás es un fugitivo, pero al mismo tiempo decide ayudar una huida que cubre de oro su retaguardia. Sin embargo, cuando Jonás saca la bolsa tranquilamente, prudentes sospechas molestan todavía al capitán. Hace sonar cada moneda para encontrar si hay alguna falsa. No es un falsificador, en todo caso, murmura; y Jonás queda acomodado para el viaje. “Señáleme mi camarote, capitán —dice entonces Jonás—: Estoy cansado de viajar y necesito dormir.” “Tienes cara de ello —dice el capitán—: aquí está el sitio.” Jonás entra y querría encerrarse, pero la puerta no tiene llave. Al oírle que palpa aturdido allí, el capitán se ríe en voz baja para sí, y murmura algo de que las puertas de las celdas de los prisioneros no se permite nunca que se cierren por dentro. Vestido y polvoriento como está, Jonás se echa en la cama, y encuentra que el techo del pequeño camarote casi descansa en su frente. El aire está denso, y Jonás jadea. Luego, en ese oprimido agujero, hundido además por debajo de la línea de flotación, Jonás siente como un heraldo el presentimiento de la hora sofocante en que la ballena le encerrará en la más pequeña de las divisiones de sus tripas.

      »Atornillada en su eje contra la pared, una lámpara balanceante oscila levemente en el camarote de Jonás, y el barco, escorándose hacia el muelle por el peso de los últimos fardos recibidos, y la lámpara, con su llama y todo, siguen manteniendo una oblicuidad permanente respecto al camarote; aunque, en verdad, infaliblemente derecha, la propia lámpara no hace sino evidenciar los falsos niveles embusteros entre los que se encuentra. La lámpara alarma y asusta a Jonás; tendido en su litera, sus ojos atormentados dan vueltas al sitio, y este fugitivo hasta ahora con éxito, no encuentra refugio para su mirada inquieta. Pero esa contradicción en la lámpara cada vez le espanta más. El suelo, el techo y las paredes están todos ladeados. “¡Ah, así pende en mí mi conciencia! —gruñe—; vertical, ardiendo así; ¡pero los cuartos de mi alma están todos torcidos!”

      »Como uno que después de una noche de borrachera se apresura a la cama, pero con la conciencia aún remordiéndole, del mismo modo que los saltos de los caballos de carreras romanos no hacían sino clavarles cada vez más los salientes de acero; como uno que en esa miserable situación da vueltas y vueltas en aturdida angustia, rogando a Dios que le aniquile, hasta que se le pasa el acceso, y por fin, en medio del torbellino de dolor que siente, le envuelve un profundo estupor; como al hombre que muere desangrado, pues la conciencia es la herida y no hay nada que la restañe; así, tras dolorosos retorcimientos en la litera, el prodigioso peso de miseria de Jonás le arrastra a ahogarse en sueño.

      »Y ahora llega el momento de la marea; el barco suelta amarras; y desde el abandonado muelle, el barco para Tarsis, sin gritos de despedida, carenado todo él, se desliza hacia el mar. Ese barco, amigos míos, fue el primer barco contrabandista que se registra: el contrabando era Jonás. Pero el mar se rebela: no quiere sostener la carga maldita. Se acerca una terrible tempestad, y el barco está a punto de deshacerse. Pero entonces, cuando el contramaestre llama a toda la tripulación a descargar; cuando cajas, fardos y tinajas salen con estrépito por la borda; cuando el viento aúlla, y los hombres gritan, y todas las tablas truenan de pies que corren por encima de la cabeza de Jonás; entre todo ese enfurecido tumulto, Jonás duerme su horrible sueño. No ve el cielo negro y el mar encolerizado, no nota las tablas agitadas, y bien poco escucha ni atiende al lejano rumor de la poderosa ballena, que ya, con la boca abierta, surca el mar persiguiéndole. Sí, compañeros, Jonás había bajado a lo hondo del barco, a una litera en su cabina, como digo, y estaba completamente dormido. Pero se le acerca el dueño, espantado, y aúlla en sus muertos oídos: “¿Qué haces durmiendo? ¡Despierta!”. Saliendo sobresaltado de su letargo con ese fatídico grito, Jonás se pone de pie tambaleándose, y saliendo con tropezones a la cubierta, se agarra a un obenque para ver al mar. Pero en ese momento salta sobre él como una pantera una ola que salva la amurada. Olas tras olas entran así en el barco, y al no encontrar rápido desagüe, rugen de proa a popa, hasta que todos los marineros están a punto de ahogarse todavía a flote. Y Siempre, mientras la blanca luna asoma su cara espantada por los abruptos barrancos de la negrura de arriba, Jonás, horrorizado, ve el bauprés alzándose a señalar a lo alto, pero luego volviendo a bajar hacia la atormentada profundidad.

      »Terrores y terrores corren gritando por su alma. En todas sus actitudes pavorosas, el fugitivo de Dios queda ahora demasiado en evidencia. Los marineros le señalan; sus sospechas sobre él se hacen cada vez más ciertas, y por fin, para dar plena prueba de la verdad remitiendo todo el asunto a los altos Cielos, se ponen a echar a suertes, para ver de quién es la culpa de que tengan encima la gran tempestad. Le toca a Jonás; descubierto esto, le abruman furiosamente con sus preguntas. “¿Cuál es tu ocupación?

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