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si no quieres que te rompa los dientes. ¿Cuántas veces tengo que decirte que Carlene y yo somos amigos? Que compartimos miles de veces la misma cama y todo entre nosotros se reduce a eso, que la quiero como si fuera mi hermana, que por ella haría lo que fuera, y que me molesta cuando haces este tipo de cosas. Te exijo que la respetes, ¡joder!

      Todos en la sala se quedaron silenciosos, no había ningún sonido más que la respiración pesada de mi mejor amigo.

      Cualquiera se hubiera sentido feliz de tener un protector como aquel, todos menos yo. Mi corazón se partió en millones de fragmentos, los vi caer, no me atreví a capturarlos antes de que cayeran al suelo. Al parecer la única que amaba de esa forma arrebatadora era yo, yo que temblaba cuando se acostaba en mi cama y besaba mi cabello, yo que sudaba cuando me miraba a los ojos, yo que no podía dejar de pensar en él, yo que seguía esperando que me amara. Solo yo. No sé por qué seguía guardando esperanzas.

      Me dieron ganas de reír por la ridiculez de mis pensamientos, ¿por qué se fijaría en mí teniendo a otras chicas más hermosas alrededor? ¿Por qué se sentiría atraído por los pantalones holgados teniendo minifaldas cerca?

      Los escuché caminar a la salida y cerrar la puerta de la entrada, nos quedamos quietos hasta que se giró y me enfrentó. Me sentía expuesta, solo llevaba ropa interior y él me estaba mirando. No quería que me mirara y comparara a otras chicas conmigo, pues no tenía nada que ofrecer. Él se enojó cuando Ian se atrevió a asegurar que había atracción entre los dos, seguramente era un martirio para él que estuviera desnuda.

      —No vuelvas a hacer eso, cariño.

      Sorbí por la nariz, Dave se agachó para recoger mi ropa y me la ofreció. Tomé las prendas y salí disparada, subí a trote rápido a la segunda planta. Cerré la puerta con seguro y me encerré en mi burbuja, perdiéndome en las lágrimas.

      El día siguiente me levanté con los ánimos decaídos, no paraba de repetir la escena de la noche anterior. Me preparé para ir a la universidad con movimientos mecánicos. Me detuve en la puerta decidiéndome entre bajar o hacerme la enferma, pero luego pensé que seguramente se quedaría a cuidarme y no quería hablarle ni verlo ni olerlo ni seguir sufriendo por él; quizá ya era hora de superar mi enamoramiento.

      En la cocina, Dave se encontraba sentado en uno de los taburetes mirándome, midiendo mi rostro. Me tensé, así que me giré para darle la espalda y fui hacia la cafetera.

      —Carly, sobre lo de ayer... Es un imbécil…

      —Está bien, Dave —dije, interrumpiéndolo—. No hay por qué preocuparse, solo son tetas, seguro ha visto muchas, lo olvidará —solté.

      Tomé mi bebida a sorbos frente a la encimera, escuchando de fondo un aplastante silencio que, para mi sorpresa, me tranquilizó.

      —¿Está todo bien? —cuestionó, imaginé que confuso. Afirmé con un sonido aún sin mirarlo y dejé la taza en el fregadero.

      —Me voy. —Sin esperar una respuesta salí de la casa y me subí a Petunia, mi querido Mustang rojo, un clásico viejo que mis padres me habían obsequiado a los dieciséis.

      Conduje por la ciudad con los ojos quemando. Todas las mañanas nos íbamos juntos, a veces en su camioneta y otras en Petunia. Ahora estaba sola, con la radio apagada y sin él intentado hacerme reír.

      La Universidad Estatal era una inmensa construcción, se dividía en sectores y estaba rodeada por pinos de diversos tamaños. Me adentré en el camino de la entrada, siguiendo la fila de choches que avanzaba con lentitud. Aparqué en el lugar más cercano a mi destino y me quedé quieta en el sitio, sentada frente al volante.

      Los mares de estudiantes se movían entre risas y otros con los semblantes perdidos aún en sus sueños. Tomé un gran respiro y me preparé mentalmente para el último día de clases.

      Una vez entre el gentío, caminé con la cabeza gacha, una cortina de cabello castaño cubrió mi rostro, rodeé mi cintura con mis brazos como si estos fueran un escudo; no quería que ellas me vieran.

      Sus risitas burlonas se colaron en mi cabeza, les dirigí una mirada de soslayo. El rosado abundaba en sus vestimentas, sus ombligos en vientres planos se burlaron de mí, al igual que sus largas y bronceadas piernas. Me observaron de arriba abajo e hicieron una mueca al estudiar mis pantalones de mezclilla y mi camiseta negra con un estampado de Led Zeppelin.

      Vislumbré a Melissa en nuestra jardinera favorita, no dudé en acercarme dando zancadas largas. Lissa era rubia platinada, sus ojos azules eran más claros que el agua —cuando se enojaba, estos parecían hervir—, siempre usaba faldas y blusas escotadas, la moda era parte de su vida como una religión, pues sus padres eran dueños de una cadena de modelaje muy importante en el país. Alta, delgada y de buenas proporciones, se podría decir que era cómico que nos vieran juntas. Éramos dos polos opuestos, pero no era como todas las chicas que me había topado en mi corta existencia, Lissa tenía un enorme corazón

      Sus pupilas cepillaron la expresión de mi rostro, era demasiado intuitiva y, por alguna razón, tenía la necesidad de protegerme de las cosas de las que yo no podía. Buscó a las causantes de mi inestabilidad y les dirigió una mirada afilada que habría hecho temblar a cualquiera. El mundo la respetaba solo por ser hija de Broston Trucker.

      Estudiábamos la misma carrera porque la literatura era su pasión, aunque por las tardes estudiaba Comunicación en otra universidad para mantener a sus padres felices, ya que querían que trabajara en ese ámbito y no entre un montón de libros.

      Era la única que conocía todos mis sentimientos, no podía ocultarle nada.

      —Un día de estos deberías enseñarles tu puño mágico para el box. —Dejó escapar un bufido, mis comisuras temblaron. Lissa suspiró como si tuviera que controlarse para no cometer una locura—. ¿Qué hizo esta vez?

      —Lo mismo de siempre —contesté apretujando los labios—. Solo que ayer fue muy contundente.

      —Cuéntame —pidió.

      Nos sentamos en la jardinera y le relaté todo: el juego, las preguntas de los chicos, el comportamiento extraño de Dave en los últimos días, las tonterías de Ian y de cómo D había reaccionado. Me escuchó con atención, como siempre lo hacía, sin despegar sus ojos de los míos.

      —¿Sabes lo que pienso? —cuestionó. Negué con la cabeza como respuesta—. Pienso que deberías mandarlo a la mierda, no puedes estar detrás de él como una lapa toda tu vida, mereces a alguien que te demuestre su amor, ¿no lo crees?

      Conversamos durante un rato más y por primera vez en el día me olvidé de mis problemas. Nos separamos cuando fue momento de ir a clases, me adentré al aula y busqué un lugar disponible con la mirada. La profesora barrió mi cuerpo con disgusto y aclaró su garganta. Me daban ganas de decirle que estábamos en la universidad y que si quería andar con un chimpancé en la cabeza lo haría. La mujer no me soportaba porque yo conocía más de historia de lo que ella había leído en toda su vida, así que era divertido molestarme, supongo.

      —Buenos días, señorita Carlene, antes de que tome asiento vaya al tocador y arregle su cabello, ya sabe que nadie entra a mi clase con aspecto de recién levantada —ordenó con petulancia. Se escucharon risitas de fondo.

      Mi mandíbula casi tocó el piso, nunca se había atrevido a decirme algo como aquello, solo se limitaba a mirarme de manera despectiva y a aconsejarme dónde comprar ropa. La profesora Grint, una licenciada en Letras Inglesas, era una fanática de la moda que siempre vestía con diminutos vestidos y adornaba su cabello con cosas estúpidas.

      —¿Disculpe? —musité, conmocionada.

      —Si no lo hace no entrará a mi clase —contestó.

      —No se preocupe, no me volverá a ver por aquí porque iré a suspender la materia ahora mismo. Prefiero reprobar a tomar la clase con alguien que se preocupa más por el aspecto de sus alumnos que por enseñarles —dije.

      Salí del edificio hecha una furia, caminé hacia la dirección

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