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que no le he visto hasta ahora. ¿Algún nuevo ingeniero que hayan traído los Iturraldes? Está bien flaquito el pobre.

      En la vasta sala de espera, negra por el polvo de carbón, no había nadie. El expendedor pudo examinar largo rato aún al viajero. Al cabo de un cuarto de hora de pasear por aquel inmenso y sucio camaranchón, apareció un mozo con el rostro embadurnado también de carbón, empuñando una campana de bronce que hizo sonar con fuerza; y encarándose al propio tiempo con nuestro joven, gritó reciamente:

      —¡Viajeros al tren!

      —Oye, Perico—gritó el expendedor desde la taquilla.—¿Quién te ha mandado dar la señal?

      —Es la hora—repuso el mozo, malhumorado.

      —Y ¿quién te ha dicho a ti que era la hora?

      —El reloj.

      —Pues aquí no hay más reloj que yo; ¿lo entiendes, mastuerzo?—dijo el expendedor con voz colérica, sacando cuanto pudo el airado rostro por la ventanilla.—¡Vaya, vaya! ¡Pues no faltaba más que estuviésemos aquí sujetos a la voluntad de los señores mozos!—Usted dispense, caballero—prosiguió volviendo los ojos a Andrés;—pero este mozo es más animal que el andar a pie... Hoy no podemos salir a la hora en punto, porque va el señor gerente con el ingeniero a reconocer unas minas... De todos modos, no será cosa lo que nos retrasemos...

      Andrés levantó la mano, como diciendo:—¡Por mí no se molesten ustedes!

      Y siguió paseando por la sala con la misma calma.

      —¿Quiere usted facturar el baúl?

      —¡Ah! Sí, señor; se me olvidaba.

      Facturado el baúl, creyó que podía salir a dar algunas vueltas fuera de la estación.

      —No se aleje usted mucho, caballero: el señor gerente no tardará en llegar: suele ser puntual.

      En efecto, el gerente y el ingeniero tardaron poco en aparecer, conversaron unos instantes con el expendedor y se metieron en un coche reservado, algo menos sucio que el que a Andrés le tocó en suerte. El hombre de la taquilla, después de apretar la mano repetidas veces al gerente y al ingeniero y de hacer un sinnúmero de saludos con su gorra galoneada, se dirigió en voz alta al maquinista:

      —Ya puedes arrancar, Manuel.

      Silbó la locomotora, prolongada, triste, agudamente; lanzó después sordos bufidos de angustia, cual si le costase esfuerzos supremos remover el cortejo de vagones que le seguían; por último, empezó a caminar suave y majestuosamente; después con más celeridad, aunque no mucha.

      El valle en que estaban asentados el pueblo y la estación de Navaliego, intermedia entre la villa marítima y la carbonífera, y adonde había llegado nuestro joven desde la capital con sólo hora y media de diligencia, era amplio y dilatado: la vista se derramaba por él sin topar obstáculo en algunas leguas: el terreno solamente hacía leves ondulaciones. En el país donde nos hallamos, el más quebrado y montuoso de la Península, el valle de Navaliego constituye una feliz o desdichada excepción, según el gusto de quien lo mire. Es más árido que el resto de la provincia; hay poco arbolado. No obstante, sembrados aquí y allá, se ofrecen muchos y blancos caseríos que resaltan sobre el verde pálido del campo y rompen alegremente la monotonía del paisaje.

      El tren o trenecillo donde Andrés iba empaquetado lo atravesó todo lo prontamente que le fue posible, y se detuvo a la falda de una montaña, delante de otra estación. Allí se subió al mismo coche un matrimonio obeso que saludó cortésmente a nuestro viajero. Un hombre, calzado de almadreñas, gorro de paño negro y bufanda, que se paseaba por delante de la estación y dictaba órdenes en calidad de jefe, hizo señal con la mano, y el tren tornó a silbar y a bufar y a partir.

      El valle se había ido cerrando poco a poco. Los montes que lo estrechaban estaban vestidos de árboles, dejando entre su falda y la vía férrea hermosas praderas de un verde esmeralda. Andrés contemplaba con júbilo aquel exuberante follaje, que en la vida había visto, comparándolo con la empolvada pradera de San Isidro. Es indecible el desprecio que en tal instante le inspiraba el recinto de la famosa romería, donde no existe más verde que el de las botellas.

      Un hombre apareció por la parte exterior del coche, preguntándole:

      —¿Adónde va usted?

      —A Lada.

      —Bueno, entonces ya me dará usted el billete; no hay prisa... ¡Sr. D. Ramón!... ¡Señá Micaela!... (dirigiéndose con efusión al matrimonio obeso). ¡Ustedes por acá! Hace ya lo menos dos meses que no vienen a ver al chico: ya sé, ya sé que Gaspara ha parido un niño muy robusto... ¿Vienen ustedes a ver al nieto, verdad?... D.ª Micaela cada día más gorda.

      —Pues no es por lo que dejo de pasar, hijito.

      —¡Qué ha de pasar usted, señora! ¡Con esas espaldas y esas!... ¡Vamos, hombre, si da ganas de reír!

      —Que sí, que sí, hijito; que lo estoy pasando muy mal desde el día de San Bartolomé; que lo diga Ramón si no...

      —Es verdad, es verdad—bramó sordamente el elefante del marido.—Lo está pasando muy mal... A mí me parece que es histérico...

      Andrés dejó de escuchar la conversación y se mudó a la otra ventanilla para seguir contemplando el paisaje. Al poco rato, el revisor se alejó y volvió a reinar silencio en el coche.

      El valle se había cerrado aún más. Las faldas de los montes avanzaban casi hasta el borde de la vía, dejando poquísimo espacio de campo. A trechos, sólo quedaba la anchura suficiente para el paso del riachuelo que corría por la cañada. Los árboles extendían de cerca, y por entrambos lados, sus ramas, cual si tratasen de atajar la marcha del tren.

      Parose éste repentinamente, cuando menos se esperaba, en medio de la mayor apretura de la garganta, donde no había rastro de estación ni otra fábrica de menor calidad que hiciese sus veces.

      Andrés, después de asomar la cabeza por las ventanillas y mirar y remirar en vano, se atrevió a preguntar a sus compañeros:

      —¿Qué significa esta detención?

      —Nada, que se apeará aquí el gerente.

      —¡Ah!

      Marido y mujer cambiaron entonces una mirada menos vaga y mortecina que las que ordinariamente despedían sus ojos revestidos de carne. Un mismo pensamiento cruzó por sus acuosas masas encefálicas.

      —Si el maquinista quisiera parar antes de llegar a Piedrasblancas—dijo la mujer—nos ahorrábamos deshacer el camino.

      —Es verdad—dijo el marido.

      —Díselo a Felipe.

      —No sé si cederá.

      —¿Qué se pierde con pedírselo? El no ya lo tienes en casa.

      El marido asomó su faz redonda por la ventana, y espió largo rato los movimientos del revisor. Al fin se resolvió a hacer seña de que se acercase. Vino el revisor, escuchó la proposición de la faz redonda y la halló un poco grave. Era comprometido para el maquinista y para él; ya les habían reprendido severamente por actos semejantes; el servicio se interrumpía; los viajeros se quejaban; se perdían algunos minutos...

      La mujer escanció un vaso de vino, y se llegó con él a reforzar los argumentos de su consorte. Negocio terminado. El tren pararía media legua antes de Piedrasblancas, ¡pero cuidado con bajarse en seguida! ¡Mucho cuidado!

      —Pierda usted cuidado.

      En efecto, al poco rato el tren detuvo un instante su marcha; sólo el tiempo necesario para que marido y mujer dijesen a Andrés:—Buenas tardes, caballero, feliz viaje—y se bajasen con la premura que les consentía la pesadumbre de sus cuerpos.

      Tornó a quedarse el joven solo. No tardó en abrirse nuevamente el valle, ofreciéndose

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