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       Eugène Scribe

      Carlos Broschi

      Publicado por Good Press, 2019

       [email protected]

      EAN 4057664182630

       I

       II

       III

       IV

       V

       VI

       VII

       VIII

       IX

       X

       XI

       XII

       XIII

       XIV

       EL REY DE OROS

       EL PRECIO DE LA VIDA

       JUDIT O EL PALCO DE LA ÓPERA

       I

       II

       III

       IV

       V

       VI

       Índice

      Entró en el salón una joven y detúvose ante el sofá, donde dormía Juanita con un sueño penoso y agitado. Hacía un calor asfixiante, y la joven abrió con precaución las ventanas del aposento. Desde éstas divisábase la ciudad de Granada y su incomparable vega. A la derecha, y sobre las ruinas de una mezquita, se elevaba la iglesia de santa Elena, frente a la cual un parque a la francesa extendía sus simétricas calles; magníficas fuentes octógonas dejaban oír el murmullo de sus aguas en los sitios donde se ostentaban en otros tiempos los bellos jardines del Generalife, y en cuyos alminares había flotado el estandarte de los Abencerrajes. A la sazón, el viejo palacio de los reyes moros servía de morada de retiro, y bien pronto, quizá, de tumba a una joven que dormía, pálida y fatigada, sobre su lecho de dolor.

      Juanita, condesa de Pópoli, apenas contaba veinticinco años, y su belleza, célebre en las cortes de Nápoles y de España, hizo que los pintores de aquel tiempo le dieran el sobrenombre de la Venus napolitana. Nunca título alguno había sido tan merecido; porque, a una fisonomía encantadora, reunía una sonrisa tan graciosa, que nada podía resistir a ese encanto indefinible que procede del alma: celestial belleza que los sufrimientos no habían podido alterar ni el tiempo destruir.

      En la época en que el pueblo de Nápoles hizo esfuerzos inútiles para sacudir el yugo de España, el conde y la condesa de Pópoli viéronse muy comprometidos, y esta joven, tan débil en apariencia, hízose admirar por su energía y su valor. Poco después quedó viuda, dueña de su mano y de una inmensa fortuna; rodeábanla los más solícitos homenajes, y sólo ella parecía ignorar las riquezas que poseía y la belleza que tanto la hacía brillar. Nadie, en efecto, habría podido pasar sin estos dones tan bien como ella, pues no los necesitaba para hacerse amar.

      En el momento en que la conocemos, un ligero sudor cubría su frente tersa y pura como la de un ángel; su pecho oprimido se elevaba con pena; su boca murmuraba un nombre ininteligible, y de sus ojos, cerrados por el sueño, se escapaba una lágrima que rodaba por sus mejillas, pálidas y nacaradas.

      La joven que hemos visto entrar en el salón dio un grito y se precipitó de rodillas junto al canapé donde reposaba Juanita. Esta despertó, y echando a su derredor una mirada llena de bondad, tendió la mano a su joven hermana diciéndole:

      —¿Qué deseas?

      —¡Ah!—exclamó Isabel.—¡Sufres, Juanita!

      —Sí, siempre; pero, ¡qué importa! se trata de ti... ¿Qué quieres?

      —No lo sé... quisiera hablarte... Después, cuando te he visto así... todo lo he olvidado... hasta a mi futuro, a Fernando; es por él por quién vengo... está aquí y quiere despedirse de ti.

      —¡Se marcha!...—dijo Juanita incorporándose sobre su asiento.—Precisamente debía hoy mismo hablar con el duque de Carvajal, sobre el matrimonio de ustedes. ¿Por qué se va?

      —¡Ah!—exclamó Isabel con un suspiro;—no se le puede vituperar su marcha, porque era el mejor partido que podía tomar.

      —¡Cómo! ¿Le amas por ventura?

      —Sí... es decir, poco hasta aquí, porque mi sola pasión eres tú, ¡hermana mía! bien lo sabes. Pero conozco, a pesar de todo, que Fernando es un noble joven, tiene un excelente corazón... y creo que le amo.

      —¿Desde cuándo?

      —Desde esta mañana... ¡después que ha rehusado mi mano!

      Isabel dijo esto con un aire de satisfacción que asombró a Juanita, la cual no se podía dar cuenta de lo que pasaba.

      Un momento después entró Fernando. Era un joven y hermoso caballero en la flor de su edad; sus cabellos estaban naturalmente rizados, y llevaba con mucha gracia una capa de paño azul y una espada con empuñadura de oro ricamente cincelada. En sus expresivos ojos reflejábase el valor español, templado por la gracia y el abandono de la juventud. El duque de Carvajal, su padre, era uno de los primeros señores de la provincia de Granada. Las intrigas de la corte y la privanza de Ensenada, ministro de Fernando VI, teníanle, hacía mucho tiempo, ausente de Madrid y postergado en su carrera política. No pudiendo ser hombre político, anhelaba ser rico, y la avaricia había sucedido a la ambición. Una pasión consuela a otra. El duque soñaba para su hijo único un matrimonio opulento, e Isabel parecía el mejor partido de Granada: a él, porque la joven era rica, y a Fernando, porque la amaba.

      Isabel distaba mucho de ser tan bella

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