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y del refectorio se abrieran con presteza de la mano de los novicios y así los importantes fieles pudieron escapar a la calle. Gracias a eso nadie sufrió heridas mortales. Todos los escapados juraron no olvidar jamás el gesto del cura salvador, y Carmelo lo sabía perfectamente.

      Desde la plaza, en cambio, la entrada al templo se veía como una bocamina por donde se filtraba una potente luz, una guía hacia el perdón de los pecados. Muchos de los curiosos se jugaron la vida para entrar a la nave del templo, saltando por encima de los restos del derruido pórtico para salvar a los que venían del interior, aunque todavía caían guirnaldas de yeso y trozos de estuco. Gracias a ello, la gran cantidad de heridos y aturdidos que quedaron atrapados dentro pudo recibir ayuda a tiempo y se evitaron muchos muertos. Entre los que entraron para ayudar a los heridos se encontraban Rufino y Enrique, a quienes se les vio cómo salían con lentitud a la explanada, sosteniendo a los supervivientes. Otros, lamentablemente, saltaron con rapidez pasando por encima de todo, más preocupados por su ropa y su aspecto que del prójimo en desgracia.

      Trascurridos cuatro interminables minutos, por fin se apaciguó el dragón.

      Había sido un tremendo terremoto, largo y violento, uno más de los que esa tierra albergaba en abundancia.

      Al notarlo, Pedro Gonzales se asomó cuidadosamente por la ventana de la sacristía y comprobó con alivio que fuera todo estaba todavía en pie, salvo las bandadas de pájaros que revoloteaban con desorden sobre las copas graznando destempladamente, junto a gallos cantando y perros lejanos ladrando con furia. Una radio estaba emitiendo confusos mensajes sobre la terrible sacudida. Apenas se veía gente por la calle, pues corrieron a sus casas para salvar familiares y hacienda. Horas más tarde se conocieron los daños causados por el terremoto de grado seis y medio que acababa de remecer la región. Gracias a Dios, esta vez quedaría en un grandioso susto que no pasaría a mayores, a diferencia de lo que había sucedido años antes en el norte del país.

      Dentro de la sacristía, apenas el sudoroso obispo se hubo tranquilizado, su primera reacción fue salir fuera para asistir a sus fieles. Demudado, Pedro le cortó decididamente el paso, colocándose delante de la puerta y levantando la palma de su mano.

      —Alto ahí, reverencia, discúlpeme, pero, antes que nada, acabaremos bien lo que tan mal empezamos…

      —¿Perdone?

      —Ya que no quiero volver a pasar por esta ceremonia otra vez, ¿me comprende?

      —¡Qué atrevimiento! ¡Quite, hágase a un lado…!

      —Ya le digo, vuecencia me va a casar ahora mismo y en este lugar.

      —No diga necedades. ¿Casar? ¿Aquí? ¿Y ahora? Pobre infeliz, usted se ha vuelto loco, don Pedro, perdone que le diga con toda la confianza que le tengo. Todo queda suspendido en este obispado, sine die, sine annum.

      Pero a Pedro Marcial Gonzales casi nada en la vida se le podía negar cuando tenía necesidad y deseo de algo, fuera esto persona, animal o planta. Así que, levantando el índice, le chilló al prelado.

      —¡Ahora, coño!

      El sorprendido obispo soltó un fuerte refunfuño y se quedó mirándolo, atónito ante lo que oía y veía. Pero qué chuchas le pasa a este gallo, pensó, el sacudón le ha remecido los sesos, lo más prudente es que yo desaparezca ya mismo.

      No pudo evitar mirar con honda preocupación a la desgraciada muchacha acurrucada en el sillón, sentada sobre unas casullas. Y, volviéndose hacia Pedro, musitó:

      —Ya lo entiendo, es la carne, ¿verdad?, siempre la débil carne. —

       Suspiró hondamente, puso los ojos en blanco y sus manos en capilla, y le replicó al airado novio que no tenía intención de celebrar ceremonia alguna en semejantes circunstancias, porque además había cuestiones urgentes que requerían de su presencia en la sede episcopal. Entonces, Pedro se encolerizó y perdió definitivamente los papeles. Se metió la mano dentro de la negra levita y, sacando una elegante y larga cartera de cocodrilo, arrancó un manojo de billetes y los lanzó sobre la mesa de mármol.

      El obispo palideció y contuvo el aliento.

      La amenaza de no volver a recibir ni un centavo más de donativos flotaba en la escena. El gasto de la reconstrucción sería alto y el sorprendente comportamiento de Pedro, rayando la esquizofrenia, le hizo decidir con rapidez. Se volvió al altarcillo y miró al Cristo mascullando en griego que primero pasaría un camello por el ojo de una aguja antes que este guatón platudo llegue siquiera a ver de lejos las puertas del paraíso.

      —En cuanto yo quite este cerrojo para que usted salga, una turba vociferante y enloquecida entrará aquí y nos arrollará a todos — exclamó Pedro amenazante.

      —Está bien, acabemos con esto, le concedo cinco minutos… ¡Y qué Dios nos perdone a todos! Pero, oiga, harán falta testigos, ¿dónde están? Si no los tenemos, el matrimonio no es válido —clamó el religioso con alivio.

      —Ahora esos tunantes cobardes no están disponibles, pero ya firmarán, ya lo creo que sí, se lo prometo.

      —¿Y el pueblo de Dios y mis sacerdotes de la misa concelebrada? El altar estará imposible de suciedad y cascotes…

      —Ya tengo una montaña de fieles hambrientos esperándome en mi casa para verme entrar del brazo de esta mujer —dijo y miró a la descompuesta novia—, y no lo haré en estado de soltería, puede jurarlo. Vamos, a casarse se ha dicho… y aquí mismo, en este mismo altar y frente a este Cristo de plata.

      La angustiada novia, que no conseguía abrir la boca, seca por el temor, consiguió arrancarse el espeso velo, dejando ver que era una chiquilla que estaba en la flor de la vida, más preparada para vivirla alegre y despreocupadamente que para estar allí rodeada de tanta desgracia. Asintió con debilidad, como señal de su regreso al mundo circundante, tras la estremecedora experiencia vivida ya como el peor momento de sus diecinueve añitos. Finalmente pudo decir algo importante, asiendo la mano del obispo.

      —Un vasito de agua, por favor, me muero de sed.

      Mi pecado ya llegó al cielo, se mortificaba la chica mientras bebía de una botella de agua bendita, dejándose caer luego en el sillón polvoriento. Virgen María, perdóname, y comenzó a rezar, Dios te salve, María, llena eres… Usted no quiere que me casara de blanco pecador delante de toda esa gente cristiana, ¿verdad? Por eso me mandó esto. ¿No iré al infierno por haber vestido esta ropa blanca?

      —Esta niña está bastante alterada, me parece a mí —exclamó el obispo con firmeza, quitándole la botella de agua bendita—. Debe reposar un rato. Oiga, don Pedro, sea usted un poco más razonable, por el amor de Dios. Y ya de paso, aprovecho para recomendarle que no le vendría nada mal que ella esperase un poco… Un par de años sería lo prudente.

      La novia esbozó una mueca triste e intentó quedarse tumbada en el sillón obispal, pero Pedro no se lo consintió. A ver si se me va a arrepentir y la pierdo para siempre, masculló entre dientes, y levantándola con brusquedad, instó al obispo a que los casara de inmediato.

      —Tengo que visitar a las víctimas y a sus familias, todos necesitan mi consuelo inmediato —protestó firmemente el prelado haciendo ademán de quitarse la estola—. ¡No puedo estar aquí más tiempo participando en este sainete de mal gusto…!

      —¡Y yo tengo allá fuera a mis padres, a mi hijo y a mis amigos, sin saber nada de ellos!

      Pedro, sujetando el brazo de su desmadejada novia, le balbuceó cariñosamente al oído que no debía preocuparse por nada mientras le tuviese a su lado y, en tanto lo hacía, hizo con la cabeza una brusca y conminatoria señal al obispo para que diera comienzo de inmediato con la ceremonia nupcial.

      —Pues mayor razón aún para empezar ya mismo.

      Ni siquiera se tomó en cuenta el lamentable estado de los contrayentes. Ella había perdido sus zapatitos blancos, la fina cola de seda bordada del traje se había desgajado de la cintura casi por completo y el ramo había desaparecido. En cuanto a él, con la cara ennegrecida, el colero de suave pelo azabache

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