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y un bar medianamente servido para poder invitar a una chica a tomar una copa en cualquier momento.

      Otra cosa que iba a necesitar, y pronto, era un coche, porque sin vehículo no se encontraba cómodo. Y también tendría que instalar una pequeña caja fuerte para guardar la pistola en casa cuando no la llevase encima; eso, o dejarla en la comisaría.

      Al pensar en ella la sacó. Era una magnífica Beretta 9000 S Compact, de calibre 9 mm Parabellum. La contempló en su mano y sonrió al recordar la extraña asociación que siempre hacía la prensa entre ese calibre, el 9 mm Parabellum, y ETA. Como si ETA emplease el 9 Parabellum como signo de exquisitez o distinción, cuando en realidad lo hacían porque era la munición potente más fácil de encontrar en Europa y porque era la que utilizaban las armas que tenían.

      Había comprado la Beretta en una armería de Madrid por consejo de un amigo, buen aficionado a las armas, cuando lo destinaron al País Vasco. Era magnífica para defensa, de pequeño tamaño pero muy potente y precisa, y de gran capacidad de fuego gracias a su suave mecanismo, a la comodidad de su culata y a la capacidad de su cargador para doce cartuchos. La desventaja era su precio, pero nunca se había arrepentido de su adquisición. Algunos la consideraban como el Rolls Royce de las pistolas.

      Al hilo de estos pensamientos, recordó otra cosa que necesitaría pronto: el equipo necesario para la limpieza de su querida pistola, ya que entrenaba bastante a menudo y siempre la limpiaba a conciencia después de cada tirada. El que tenía en San Sebastián estaba tan gastado y deteriorado por el uso que decidió tirarlo y comprar aquí uno nuevo.

      Iñaki se enfrascó en buscar la dirección del hotel en el catálogo de establecimientos que la cadena Accord tiene distribuidos a lo largo de todas las carreteras y autopistas francesas. Una vez localizado, siguió las indicaciones que ofrecía el propio catálogo para llegar al hotel abandonando la N330.

      Era uno de los inconfundibles hoteles de la cadena Prèmiere Classe, con el habitual indicador amarillo situado en lo alto de un poste visible en la distancia, que mostraba el número uno en cifras romanas enmarcado por una corona de laurel. Ingude le había insistido en que, siempre que fuese posible, se alojase en este tipo de hoteles por el anonimato que proporcionan. Para registrarse sólo es necesario teclear los datos en una terminal informática situada junto a la puerta del hotel e introducir la tarjeta de crédito en la ranura lectora. El ordenador cobra el alojamiento directamente a la cuenta de la tarjeta y emite una factura con una clave de cuatro cifras; ni nombre, ni dirección, ni identificación. Para acceder al aparcamiento una vez cerrado, o a la habitación, basta con marcar esa misma clave en el teclado numérico que se encuentra situado junto a la puerta para tener acceso libre.

      Iñaki conocía bien este tipo de hoteles en los que se había alojado en infinidad de ocasiones, y los de esta cadena eran de sus favoritos. Los edificios son siempre iguales: una construcción de tres plantas con las habitaciones al exterior, a las que se accede mediante galerías exteriores descubiertas. Las habitaciones también son un modelo fijo: una gran cama inferior y una litera superior con una escalerita para poder subir; un televisor y un minúsculo pero completo cuarto de baño; y todo por solo 200 francos, unos 30 euros.

      Se encontraba a 35 kilómetros de Paris y a 15 del parque de atracciones de Eurodisney, junto al río Marne. El hotel estaba, como casi siempre, en las afueras de la población, en un área comercial de Meaux, pero con varias instalaciones de alojamiento, restauración y ocio en los alrededores.

      Este hotel en concreto tenía una gran ventaja, que era lo que había determinado su elección: el aparcamiento era cerrado. No todos los hoteles de estas cadenas tienen esta característica, pero este sí. Iñaki no podía arriesgarse a que un vulgar raterillo le robase el coche con diez kilos de explosivo en los neumáticos y arruinar así una operación tan costosa. Como precaución adicional Iñaki estacionó el coche en una plaza visible desde su habitación, para poder echarle un ojo de vez en cuando.

      Una vez instalado, Iñaki prefirió no exponerse sin motivo y optó por quedarse en la habitación viendo la televisión. Cuando cayó la tarde y sintió hambre, optó por dejar el coche aparcado donde estaba y acercarse caminando hasta el restaurante La Marmite, en el vecino Hotel Campanile, a tomar un buen solomillo a la brasa.

      Iñaki se levantó temprano y, tras comprobar por la ventana de su habitación que el coche seguía en su estacionamiento, se dirigió al pequeño cuarto de baño. Lo primero que hizo fue sacar de su bolsa un frasquito de tinte y comenzó a teñirse el pelo meticulosamente, con la calma que da la experiencia de haber repetido la misma operación en varias ocasiones. Hasta ese momento llevaba el cabello de su color natural, castaño oscuro. Ahora había elegido teñirlo de color rubio. No ese rubio descarado, amarillo, en realidad, que se había puesto de moda en los últimos años; el color elegido era un rubio oscuro, discreto, que junto con un corte de pelo y unas gafas de montura de concha sin graduación le permitirían alterar de forma sustancial su apariencia externa. Por otra parte, esa era la imagen que debía tener antes de llegar a la frontera, porque sería la de la fotografía que aparecería en su próxima documentación española.

      Después de esperar los veinte minutos que indicaba el envase del tinte se metió en la ducha para lavarse la cabeza y eliminar el exceso de tinte. Luego se secó cuidadosamente, comprobando que no quedaba ningún resto del colorante en la toalla, y se contempló en el espejo con ojo crítico, evaluando el resultado y buscando posibles fallos en el tinte, pero no los encontró: había quedado perfecto.

      Cuando terminó de vestirse preparó nuevamente su equipaje y, sin desayunar, abandonó el hotel. Al registrarse la tarde anterior lo hizo desde la terminal informática, y ahora al abandonarlo sólo se había cruzado con el empleado que atendía los desayunos y que ni levantó la vista del estadillo que estaba repasando. Podía decir con tranquilidad que nadie podría reconocerlo ni identificarlo como uno de los clientes que había pasado una noche en aquel Prèmiere Classe.

      En la vecina gasolinera llenó el depósito de combustible y tomó un café en la cafetería; luego, fresco y descansado, emprendió el camino por la carretera 36 hacia su próxima parada: Fontainebleau.

      La luz del sol se filtraba por la ventana del dormitorio anunciando un día espléndido. Al despertar, Carlos recordó que varias veces, durante la noche, se había despertado sobresaltado por haberse tocado la cara y notar la extraña sensación de que tanto sus manos como su cara pertenecían a otra persona. Le habían comentado que esas cosas pasaban cuando alguien se afeitaba después de mucho tiempo con barba, pero no se lo había creído del todo; ahora lo había comprobado por sí mismo.

      Todavía en la cama repasó las cosas que se había programado para ese día: debía hacer los trámites para empadronarse, ir al banco para realizar los cambios necesarios en los datos de su cuenta corriente y trasladarla a una oficina próxima a su nueva casa, alquilar un coche para tres o cuatro días y hacer las compras que aún le quedaban pendientes. Por lo demás, lo único que tenía que hacer era pasear, observar, y tomar nota mental de todo lo que viese, porque esa era la forma de acomodarse a un entorno nuevo.

      Se preparó una taza de café soluble y salió a tomarla a la terraza, en pijama. El tiempo era espléndido, especialmente para esa época del año. La terraza daba al sur, y un sol al que ninguna nube osaba disputarle el señorío del cielo calentaba suavemente. En aquellos momentos, a mediados de enero, el País Vasco debía estar envuelto en una neblina húmeda y gris, en su Santillana natal posiblemente llovería, y Madrid estaría contaminada y cerca de los cero grados.

      ¡Qué bien se estaba en un lugar tranquilo, sin la amenaza terrorista siempre presente! Terminó el café sin ninguna prisa y, con la misma falta de prisa se metió en el baño para asearse. Después, vestido de manera informal con la ropa de verano que se había traído de San Sebastián, salió a la calle. Evidentemente, pensaba, tendría que adaptar el vestuario al clima. Y con la despreocupación que da la tranquilidad, se sumergió en la ciudad a hacer las tareas que se había impuesto

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