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la cabeza.

      Recuerden este momento, porque es muy importante para nuestra historia, especialmente esa frase: “su mamá le decía chau con la mano y una sonrisa que más parecía que se iba a poner a llorar”.

      Tico sabía que se tenía que portar bien, aunque no sabía qué era portarse bien. ¿Portarse bien era hablar a los gritos como todos sus compañeros? ¿Portarse bien era no moverse, como estaba haciendo él? Nadie se lo había explicado. Solo le habían dicho hasta el cansancio: “Portate bien”.

      Ante la duda, prefirió no moverse y es por eso que cuando la maestra les pidió que sacaran los cuadernos que habían traído, cuadernos nuevos, recién forrados, con etiquetas de superhéroes para los chicos y de princesas para las chicas, todos rojos, eso sí, porque ese era el color del cuaderno de primero, sin escribir, todos llenos de renglones en blanco, en fin, primer cuaderno de primer día de clase de primer grado; cuando la maestra les pidió que lo sacaran, Tico ni siquiera agarró la mochila, porque “se estaba portando bien”, que para él quería decir, repito, no moverse.

      —¿No trajiste tu cuaderno, Tico?

      Tico no contestó, porque había decidido que “hablar estaba mal” y que para portarse bien había que estar callado.

      —¿Tico?... ¿Tenés el cuaderno?

      ¿Tendría que contestar? Miró a la maestra que parecía que se iba a enojar. “¿Contesto o no contesto?”, pensó. Se decidió por una solución intermedia: afirmó con la cabeza.

      —No se contesta con la cabeza –dijo la señorita Leticia–. Se dice: “sí, señorita” o “sí, Leticia” o “sí, seño”.

      —Sí, señorita, sí, Leticia, sí, seño –contestó al fin, todo junto porque no supo por cuál decidirse.

      Esta vez la señorita Leticia sonrió y ya no parecía enojada.

      —Bueno, entonces sacalo de la mochila.

      Tico obedeció, sacó su cuaderno rojo y lo apoyó sobre el pupitre.

      Fue en ese momento que miró, moviendo los ojos y no la cabeza, a Tiago, y se dio cuenta de que Tiago tenía hambre porque no había desayunado. Entonces, volvió a meter la mano en la mochila, sacó el paquete de galletitas que le había dado su mamá y se lo ofreció. A Tiago se le iluminaron los ojos y también la panza. Todo esto es una forma de decir, porque los ojos no se iluminan como si tuvieran una luz a pila, y la panza mucho menos, pero ustedes entienden lo que quiero decir. Tiago abrió el paquete y empezó a comer las galletitas.

      —¡Tiago!

      Esa era la señorita Leticia.

      —No es el momento para comer. Las galletitas se comen en el recreo –dijo.

      Tico vio que la señorita Leticia estaba cansada y que estaba pensando algo así: “Estoy harta de tener que educar a estos chicos que llegan del Jardín sin ningún hábito”. Tico no entendió lo que estaba pasando por la cabeza de la señorita Leticia porque no sabía lo que quería decir la palabra “harta” ni “hábito”, pero estaba seguro que la señorita Leticia había pensado eso.

      Tiago dijo que las galletitas se las había dado Tico. La señorita le dijo que se las devolviera. Tiago se las devolvió. La señorita le dijo a Tico que las guardara. Tico las guardó, pero no entendió porqué no podía darle galletitas a su amigo (ya consideraba a Tiago su amigo) cuando este tenía mucha hambre, cuando no podía pensar en otra cosa que en su panza ruidosa, cuando se le cerraban los ojos de sueño, que no era sueño sino hambre. No entendió. Y ahí empezaron sus problemas.

      Cerró la mochila y, enojado, la tiró al suelo con bronca. Después se cruzó de brazos y apretó los dientes, como hacía siempre que estaba enojado.

      —Levante eso –dijo la señorita Leticia.

      Se le había ido la sonrisa y era evidente que estaba enojada porque lo había tratado de usted.

      Tico ni la miró. Se apretó las orejas con las manos, como en el partido de fútbol. Sabía que no podía contestar y mucho menos, contestar lo que estaba pensando.

      —Levante eso, ¿no escuchó?

      Apretó también los ojos, para no verla. La señorita Leticia pasó a la acción. Lo agarró del brazo y lo tironeó para que se parara y pudiera recoger su mochila. Le dolió. Tico se zafó de las garras de la señorita Leticia y le dijo lo que le pareció que se le podía decir a una maestra:

      —¡Tonta! –seguido por un gruñido que quería decir todo lo otro que no se le podía decir a una maestra.

      Para la señorita Leticia fue demasiado lo que para Tico había sido demasiado poco. Volvió a apretar las garras sobre su brazo, tironeó, logró que se parara y sin soltarlo se lo llevó a la Dirección, en castigo, en penitencia o de visita, Tico no lo sabía. Era la primera vez que entraba a una Dirección en su vida.

      El lugar resultó ser mucho más agradable que el aula. Tenía sillones, flores sobre el escritorio, una señora de anteojos que se parecía a su abuela sentada detrás, una bandera demasiado grande y un globo terráqueo redondo y brillante que Tico no se animó a tocar, aunque se moría de ganas.

      La señorita Leticia explicó, la señora de anteojos afirmó con la cabeza (Tico se dio cuenta de que no le gustaba nada lo que la señorita Leticia decía), la señorita Leticia se fue y Tico se quedó con la señora, que salió de atrás del escritorio y se le acercó.

      —¿Sabés qué es eso? –preguntó señalando el globo terráqueo.

      Tico afirmó con la cabeza. Lo había visto en la tele y también en la compu. Había buscado con su papá un país que ya no se acordaba, una vez que este se había ido de viaje a ese país que ya no se acordaba. Lo celeste era el agua. Los colorcitos eran los países. La Tierra era redonda y daba vueltas alrededor del Sol. Tico sabía todo eso, pero ante la pregunta de la señora de anteojos solo movió la cabeza para decir que sí.

      —No se contesta con la cabeza, Vicente –dijo la señora. ¡Y dale!

      Tico le hubiera explicado que nadie le decía Vicente, sino Tico, pero no tenía ganas de hablar.

      —¿Vos le dijiste “tonta” a la señorita? –volvió a preguntar la señora.

      No se contesta con la cabeza.

      —Sí –dijo Tico.

      —¿Vos sabés que eso está muy mal?

      —Sí –dijo Tico. Se lo había dicho su mamá una vez que también le había dicho tonta.

      —¿Y por qué le dijiste tonta?

      —Porque me dolió.

      La señora abrió los ojos. Grandes. Incrédula. Casi preocupada.

      —¿Te dolió? ¿Qué te dolió?

      —El brazo.

      Tico iba largando la información con cuentagotas. Y los ojos de la señora se abrían cada vez más.

      —¿El brazo? ¿Te golpeaste?

      —No.

      La señora de anteojos dejó escapar un suspiro, de esos suspiros que no son de cansancio, ni de esperanza, ni de amor. Un suspiro de infinita paciencia.

      —¿Entonces por qué te dolió el brazo?

      —Porque ella me apretó.

      —Ah –dijo la señora de anteojos y apartó la mirada, pero igual Tico se dio cuenta de que la señora pensaba que estaba muy mal que le hubieran apretado el brazo. Ella también pensaba que la señorita Leticia era tonta–. La señorita Leticia no quiso lastimarte –aclaró la señora–, pero estaba muy enojada porque vos tiraste la mochila cuando ella te pidió que guardaras las galletitas. ¿Fue así? ¿Tiraste

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