Скачать книгу

por la calle de la amargura. Su trabajo era la catarsis para liberar esos pensamientos y deseos que solo le hacían mal. Y por ende, los días más ocupados eran recibidos con los brazos abiertos.

      Antes de comenzar la jornada siempre tenía unos minutos libres para sentarse ante su escritorio y hacer un breve recorrido por todas las razones que le habían llevado allí. A su despacho. A su puesto laboral. A sus obligaciones. Una vez al día, preferentemente antes de que este comenzara, se recordaba por qué era abogado y por qué se ponía al servicio de peces gordos, aun detestándolos. No era muy agradable traer de vuelta motivos tan lamentables que aún le hacían hervir la sangre, pero le servía también como ejercicio de moderación. Así había aprendido a mantener la calma en momentos de tensión.

      Ese día era algo especial porque, en lugar de pensar en su madre, en su padre, en sus hermanos, en su infancia, y en todo lo que tendía a arrasar su mente cuando menos preparado estaba, tenía en la cabeza algo distinto. Nada que le regresara a la conocida sensación de impotencia. Nada oscuro. Todo lo opuesto. Un pequeño rayo de luz sobre el que debía meditar antes de dar el siguiente paso.

      Sandoval.

      Como si Nick supiera que estaba dándole vueltas a algo que podría transformar en un cotilleo jugoso, apareció sin que la hubiese llamado, sin tocar a la puerta, y con la tranquilidad de quien sabe que está en su casa. Marc levantó la vista de su reloj y la miró expectante. Sonrió con pereza al ver que se sacaba los auriculares.

      —Cielo, ¿no crees que es mala idea llevar eso cuando tu único trabajo es coger teléfonos?

      —Oh, ¿a eso resumirías mi trabajo? —espetó enseguida. Marc ocultó una mueca divertida. Era entretenido provocarla para que sacase las garras—. Parece mentira que no sepas que detrás de un gran hombre, hay una gran mujer. Una mujer aún más grande, de hecho. Me encargo del trabajo sucio, hago bastantes más cosas que tú...

      Su voz se extinguió en cuanto apreció una suave cadencia musical.

      —¿Luis Miguel? ¿No habíamos quedado en que los lunes eran para Glenn Lewis?

      Marc dirigió una mirada al reproductor de música, que emitía al volumen mínimo: ¿De quién es usted?

      —Hoy me he levantado con ánimos de Luis Miguel.

      —Vaya, vaya, una alteración en el cuadriculado horario semanal de Marc Miranda. ¿A qué se debe?

      Marc se puso de pie, manteniendo la sonrisa sutil en los labios. Aquella mujer inspiraba en él toda la simpatía del mundo y más, y resultaba muy curioso. Casi antinatural, teniendo en cuenta el desprecio que sentía hacia lo que guardara relación con su familia. De todas las desgracias ocurridas en el seno de los Miranda, Verónica era un ejemplo de daño colateral. Iban a cumplirse unos años desde que el único cometido de Marc era encargarse de reparar ese mal causado.

      Le tendió la mano.

      —A que tengo ganas de bailar.

      —¿A las seis y media? Creo que tengo miedo. Prefiero no pensar que si andas con esa energía ahora, esta noche acabarás metiéndote cocaína en los baños de un club de intercambio sexual.

      —No me van los intercambios. Prefiero a las mujeres solo para mí.

      —¿Tríos tampoco? —Le provocó, divertida. Marc negó con la cabeza.

      —Soy un amante a la antigua.

      —Cuidado, que el vinilo de Roberto Carlos no se pone hasta el jueves.

      Nick aceptó el baile entrelazando los dedos con los de él y apoyando la mano libre sobre su hombro, embutido en una americana azul marino.

      Ella podía ser, con facilidad, la única persona de buen humor a esas horas de la mañana. Nada de humor optimista. Marc se cuidaba de relacionarse con gente demasiado agradable. Le daban muy mala espina y sabía por experiencia que luego eran los que tenían peor fondo. Nick no era agradable como tal, pero tenía su encanto.

      —Había venido a decirte que en veinte minutos empieza la selección. —Nick alzó las cejas repetidas veces—. Los nuevos descendientes de la facultad de Derecho van a estar desfilando por tu despacho hasta la hora de comer. Son casi cincuenta en mi lista de inscritos. ¿Estás preparado?

      Marc suspiró con dramatismo. Casi cincuenta aspirantes a júnior que él tendría que elegir porque, como socio mayoritario más joven y con menos experiencia, debía responder ante las tareas de las que el gerente se negaba a hacerse cargo. Si Moore accedió a poner su nombre en el membrete y llenarlo de responsabilidades no fue solo porque se presentara como el perfecto sucesor, sino porque el cabrón tenía ganas de endosarle sus obligaciones a terceros. Y una de ellas era entrevistar uno a uno a los puñeteros graduados.

      Por fortuna, en los últimos años, Nick y él habían perfeccionado un sistema de selección que lo hacía entretenido.

      —No hace falta que te recuerde lo que quiero, ¿no? Ni se te ocurra enviarme pelirrojas, payasos con corbatas de rayas o graduados en Harvard. Quiero de primero a los que veas más avispados, ágiles y de buen hablar. Y a los que tengan mejores notas.

      —Todo lo contrario a lo que me ha dicho Moore. Quiere a los de Harvard los primeros. Pero sí, te he entendido, lo recuerdo a la perfección. Ahora que ya te he dicho lo que te tenía que decir... ¿Por qué no me cuentas tú el porqué de tu elección musical?

      Luis Miguel seguía entonando su romántica letra, y Marc y Nick continuaban bailando como si fuera lo más natural del mundo.

      Lo era. Tenían sus momentos de complicidad. A Marc le gustaba comportarse con ella como nadie más lo hacía. Era una especie de recompensa por lo que había tenido que pasar, y no lo hacía por obligación moral —que de esa tenía bien poca—, sino por gusto. Nick no dejaba de decepcionarse con los hombres y sostenía que él era el único decente que había conocido. Eso le dejaba una gran responsabilidad encima, y a Marc jamás se le ocurriría defraudar a quien creyera en él. Así que bailaban, cenaban juntos. A veces, no muy a menudo, se abrazaban. Le hacía cumplidos sinceros. Le pagaba bien. La trataba de maravilla. La quería... a su manera.

      Marc era el hombre al que Nick acudía para reivindicar la existencia de la decencia masculina, lo cual no dejaba de ser sorprendente cuando sabía lo que estaba haciendo con Aiko.

      Aiko Sandoval y su errónea elección de vinilo.

      Los lunes, Glenn Lewis; los martes, Luis Miguel. Los miércoles y cuando no pudiera esconderse de la melancolía, Charles Aznavour. Los jueves, Roberto Carlos. Los viernes, silencio. Desde la reunión con Sandoval el orden se había visto trastocado. La conoció un martes y ahora solo sonaba Luis Miguel.

      Aquella mujer tenía un inaudito poder sobre él. Conseguía que le gustara que alterasen su programa. Daba igual lo que pusiera de fondo que solo escuchaba su voz.

      «Dios, eres perfecto». Una, y otra, y otra, y otra vez, como un disco rayado.

      No era la primera vez que se lo decían, pero sí la primera que le habría gustado decir que era cierto. No solo porque Marc tuviera una severa obsesión con la perfección y la buscara en todos los aspectos

      —la mayor frustración de su vida era que no podría alcanzar ese grado de excelencia—, sino porque frente a ella, era tan difícil ser él mismo como ser su personaje. Ninguno de los dos, Marc Miranda estaba a su nivel. Ni el Marc que se creía el mejor, ni el Marc que a veces afloraba cuando estaba solo.

      En general despreciaba su máscara. De cara al público era justo lo que odiaba: el mujeriego, frívolo, desdeñoso, engreído y manipulador de turno. Pero reconocía su significancia y lo necesario que era esa carta de presentación.

      Con Aiko la despreciaba tanto que había llegado a quedarse en blanco. Un arranque de timidez le asoló antes de que pudiera contenerse. «Dios, eres perfecto». Tres palabras y ya le había desmontado entero, para llevarse con ella unas cuantas piezas necesarias para su funcionamiento.

      —Estás pensando en ella, ¿no? —inquirió

Скачать книгу