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que el mismo imaginario se utilizó con una ironía festiva carente de la furia original. El Pop Art fue esencialmente un gran fuck you al expresionismo abstracto. Al utilizar la iconografía consumista, habló principalmente de cosas que sucedían en el mundo del arte sin preocuparse en absoluto del movimiento consumista que estaba teniendo lugar, en ese momento, en la cultura en general.

      La relación con Manzoni y su historia concomitante no representaron demasiado en la repetición de Alden de 1993. Lo más importante fue “lo abyecto”, y la obra tuvo un éxito notable. Montones de coleccionistas le enviaron montones de mierda. Los que no lo hicieron le enviaron cartas, que también se exhibirían. Y luego, tuvo la suerte de que la muestra fuera cancelada por el lugar que había elegido para montarla, el almacén Crozier. Crozier era donde almacenaban sus obras las galerías de alta categoría de Nueva York. Cuando el gerente supo el contenido real de la muestra de Alden, se sintió razonablemente impresionado. “No puedes”, le escribió en una carta al artista, “realizar una exhibición de excremento”. Finalmente, todo el asunto se mostró en la Art Matters Foundation en Nueva York. Alden, que acababa de graduarse del posgrado de arte de Whitney Studio, se tomó la abyección con mucha seriedad. En aquel momento, el programa del Whitney promulgaba dos cosas: la comprensión de lo que realmente significaba “lo abyecto” para Kristeva, y la crítica institucional. “Le di forma a mi incapacidad para representar lo abyecto”, le dijo Alden a Sylvère Lotringer en una entrevista, años más tarde (More & Less, 2000), “a través de una suerte de configuración semiótica, al presentarla en una lata en la que el excremento obtiene sentido por medio del lenguaje, y no, por medio, sabes…”. “¿De la mierda?”, preguntó Lotringer.

      Estamos viviendo una vida cotidiana tan despreciable y trivial que la pornografía se vuelve la única réplica apropiada.

      SEGUNDA PARTE: ARGUMENTO

      Al trazar la profesionalización del mundo del arte en su libro Art Subjects (1999), Howard Singerman describe la forma en que las decisiones institucionales se llevaron a cabo en la década de 1950 para separar los programas de arte de las facultades de Humanidades, de modo que estuvieran basados en la experiencia y la práctica. Influenciadas profundamente por el impacto del experimento de Charles Olsen en Black Mountain, Yale y Harvard implementaron nuevos posgrados de arte basados en la práctica y la crítica en el taller. Este cambio fue una bendición a medias. Si bien proporcionaban una formación más realista que dos años más de historia del arte, la formación institucionalizada con un grupo de compañeros de los posgrados también significaba dos años de confusión institucionalizada. Como recordó Jack Goldenstein durante el apogeo del conceptualismo de CalArts en la década de 1970, los profesores hacían muy pocos comentarios negativos sobre el trabajo de los alumnos. La aprobación se expresaba a través de un ligero movimiento de cabeza. Obtenías ese movimiento o no.

      Recuerdo haber visto un horroroso video de un estudiante de posgrado del Art Center, en el que él se “ofreció como voluntario” para ser atado como un pollo y colgado del techo como una piñata para el proyecto de un amigo. Este proyecto formaba parte de la “mini reseña” del amigo. El estudiante en cuestión ya tenía tres errores en su contra. Era muy inteligente y poseía una licenciatura en algo no artístico de una universidad de la Ivy League; había sido un judío observante; esperaba utilizar sus preocupaciones sociales y espirituales como una base para el arte que hacía en la escuela y que iba a desarrollar después. Su aceptación a hacer de pollo fue un último intento desesperado de integrarse en la diversión y ser parte del grupo. Recuerdo haber visto cómo el rector y el tutor académico de ese momento caminaban en círculos alrededor de esta “piñata” viviente durante media hora, le daban golpecitos y lo empujaban, hacían comentarios denigrantes sobre la construcción de la obra, y arrojaban ceniza de cigarrillos sobre el envoltorio de papel maché.

      Nadie quiere dejar de ser cool. Sin embargo, este proceso de humillación de dos años es esencial para el desarrollo de valor dentro de los parámetros del arte neoconceptual, que es elusivo por naturaleza. Sin este proceso, ¿quién sabría qué fotos cibachrome de letreros urbanos, qué video de calcetines dando vueltas en una secadora, qué pinturas monocromas minimalistas son olvidables y cuáles están destinadas a ser arte?

      Hasta hace poco tiempo, no había ninguna posibilidad en absoluto de desarrollar una carrera artística en Los Ángeles sin asistir a uno de los varios posgrados de arte de alto perfil. Nueva York siempre tuvo una multiplicidad de mundos del arte, cada uno con sus propios premios y castigos y recompensas. El juego allí siempre se trató en observar quién de las escenas de galerías experimentales y alternativas tendría éxito en “cruzar” desde Williamsburg hacia Chelsea y más allá. En Los Ángeles, los espacios alternativos como la Galería Zero One de Hollywood, Highway, el espacio de performances de Santa Mónica e incluso el espacio LACE (Los Ángeles Contemporary Exhibitions), de más alto perfil aunque sin fines de lucro, han sido guetos sin salida a los que no concurre nadie del mundo del arte y mucho menos los ambiciosos estudiantes. Curiosamente, esta situación ha comenzado a cambiar con la gentrificación del centro y los barrios del noreste. Espacios de arte infrafinanciados han abierto en Chinatown, el centro y Echo Park, frecuentados por “civiles” relacionados: residentes que trabajan en campos tangenciales al arte como el cine y la moda, el marketing online, la organización comunitaria y el derecho.

      Sin embargo, la hegemonía total de los posgrados de Los Ángeles dentro del mundo del arte local ha sido vista como una ventaja. Como le señaló el galerista Andrea Rosen a Andrew Hultkranks (Artforum, verano de 1998): “Lo que hace tan genial a Los Ángeles es que el programa de escuelas es una parte vital de la comunidad. Una parte importante de estar en la comunidad del arte de Los Ángeles consiste en ser profesor”. Y como escribió Giovanni Intra sobre la fundación de su galería junto a Steve Hanson, China Art Objects, en 1999: “La idea del espacio alternativo que se abstenía de negociar financieramente se había vuelto redundante… sus coordenadas… no tenían sentido en el ambiente de jóvenes posgraduados de universidades de Los Ángeles de las que egresaron jóvenes de veintiocho años, entusiastas sobre la profesión. Habían recibido una educación similar a la de un campo de entrenamiento militar y tenían deudas estudiantiles de ochenta mil dólares. Las escuelas de graduados de Los Ángeles eran ambientes increíbles en el sentido intelectual, tenían estudiantes y profesores brillantes; debajo de ellas había una capa de puro terror financiero, estratificada con humorísticos y astutos niveles de espionaje industrial, competitividad y el entrecruzamiento, con frecuencia desesperado, de dealers, curadores y críticos cuya vocación exigía un entusiasmo por el arte joven” (“LA Politics” en Circles. Individuelle Sozialisation und Netzwerkarbeit, Zentrum für Kunst und Medientechnologie, Karlsruhe, 2002).

      En un artículo para la revista Spin, en 1997, Dennis Cooper trazó paralelismos entre la energía, la sinceridad y la ambición de los artistas jóvenes del posgrado de arte de UCLA y la escena de la música alternativa. Y dentro del contexto mayor de la cultura conglomerizada, las artes visuales son probablemente el último medio que queda donde todavía es posible construir una carrera viable sin el apoyo del marketing corporativo global. Si se compara con la hegemonía de Fox, Clear Channel y Time/Warner, el predominio de algunas escuelas de arte y sus ideologías dentro del mundo del arte luce increíblemente benigno.

      Aun así, es curioso que aquí, en la segunda ciudad más grande de Estados Unidos, el arte contemporáneo se haya quedado tan aislado y distanciado de la experiencia general de la ciudad.

      TERCERA PARTE: MAGIA

      David Farrar, abogado inmobiliario y activista político disidente, señala el horizonte del centro de Los Ángeles a través de las ventanas que van del suelo al techo de su oficina, en el piso 36 de las Torres Arco.

      –Aquel edificio es mío –dice Farrar señalando con la cabeza las torres ocupadas por Citicorp–. Y aquel, y aquel, y aquel.

      Farrar es un hombre bajo y achaparrado. Lleva puesto un traje azul marino y suele usar pajarita en una ciudad donde todos los días son “un viernes de atuendo informal”, para que la gente lo identifique más fácilmente, y lo recuerden. Lo conocí en un avión y decidimos ser amigos. “Hola, soy el tipo de pajarita que conociste la semana pasada en el evento de captación de fondos de Harvey”, le dirá por teléfono

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