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esta forma, Hickey ha logrado alejar a sus enemigas, “las feministas”, de cualquier participación en los discursos sobre el arte contemporáneo. Defiende el arte de Robert Mapplethorpe por su “belleza barroca y vernácula que precedió y claramente superó el canon puritano del atractivo visual abrazado por la institución terapéutica” ( The Invisible Dragon: Four Essays on Beauty, 1993). A pesar de que Hickey no nombra ninguna institución en particular, es probable que esté hablando de los programas de arte, basados en el contenido, de UC Irvine y CalArts. Hickey ve la emergencia de teorías científico– sociales durante el siglo XIX como una caída en desgracia del esteticismo cuando “Bajo los auspicios de Herder y Hegel, Darwin, Marx y Freud, se instituyeron nuevos regímenes de interpretación correctos, y… las obras de arte se reclutaron para hacer para sus nuevos jefes el mismo trabajo que alguna vez hicieron para los antiguos. Las pinturas que previamente argumentaban a favor de la gloriosa primacía de la iglesia, el estado y el patrimonio servían ahora, en argumentos circulares, tanto como síntoma y prueba de la selección natural, la necesidad histórica de la lucha de clases y la validez de la furia edípica” (“Buying the world” en Daedalus, 2002).

      A diferencia de Pagel, que por su rol de crítico de arte del LA Times debe escribir sobre artistas contemporáneos particulares, Hickey y Gilbert-Rolfe son cuidadosos de no seguir legitimando su cantera al identificarlos. Salvo algunos chivos expiatorios obvios como Hans Haacke y Leon Golub, a los adversarios se les dice “feministas políticamente correctos”, “izquierdistas” y “académicos”. En cambio, a los dinosaurios del pensamiento mundial histórico se los defiende (como a Kant y Ruskin), o se los tilda (como a Hegel) de representantes de los “izquierdistas” y se los ataca. En Beauty and the Contemporary Sublime (1999), Gilbert-Rolfe aduce que nuestra cultura está “devotamente preocupada con las ambiciones culturales –ideológicas, históricas y sexuales (es decir, políticas)– reflejadas y expresadas en la conversión de Benjamin, Duchamp y Foucault en un instrumento unificado de redención (y administración). El discurso a cargo de los discursos del mundo del arte contemporáneo es una aplicación nueva y original, aunque no desinteresada, de Hegel, que ha sustituido el objeto de arte y la estética por un objeto cultural concebido y juzgado como una articulación… del espíritu de la época”. Para no salir de este celoso ahistoricismo, Gilbert-Rolfe rechaza decir cuál es ese discurso maestro, dónde aparece, y quién lo puso allí.

      Pagel, por su parte, en un artículo del LA Times, levanta la alegre pancarta de los “estándares” visuales y el neoformalismo. Dichosamente carente de referentes filosóficos, su desagrado con la crítica institucional y la política de género y de identidad está articulado de forma general en esta línea: Fuck art/Let´s dance (A la mierda con el arte/bailemos). Pagel elogia la recuperación del “ojo mordazmente crítico” del que Louise Lawler hizo uso en sus primeros trabajos para hablar a favor de sus nuevas y “sorprendentes” fotografías en la Richard Telles Gallery. Estas fotografías fuerzan al lector a reconsiderar que el “arte funciona principalmente como una crítica: ya sea a estilos anteriores, su contexto institucional o los males sociales actuales… Al no criticar nada salvo la fealdad, su obra cautivante comienza a hacer su trabajo al transformar una pequeña parte del mundo en algo hermoso de contemplar”. Al mismo tiempo, rechaza la instalación de Andrea Zittel, Charts and Graphs [Cuadros y gráficos] en Regan Pojects, por su intento “subjetivo, egocéntrico” y su falta de interés visual. Esta obra, dice, no es otra cosa que “[…] un poco de autobiografía de diario íntimo disfrazada con el traje de una ciencia social mediocre” (LA Times, 18/2/2000).

      Juntos, los tres críticos funcionan como una fuerza de seguridad interior para mantener al esteticismo, tal como ellos lo han definido, limpio y seguro.

      Cuando los coleccionistas pagan diez mil dólares por un paisaje de David Corty, no están comprando una agradable acuarela de un cielo nocturno que envuelve una colina. Otros artistas más ingenuos han hecho esas pinturas de forma más coherente, y es posible, incluso, que las hayan hecho “mejor”. Lo que los coleccionistas adquieren es una actitud, un gesto, que Corty manifiesta a través de su elección anacrónica de un tema. El “significado” real de la obra tiene muy poco que ver con las imágenes representadas en sus pinturas –cielos nocturnos que envuelven un cerro–, o con cómo están hechas. El “significado” (y el valor) residen más bien en el hecho de que Corty, que acaba de graduarse del posgrado de arte de la UCLA, se animara a dar un giro retrospectivo hacia la tradición y hacer algo tan anacrónico como un paisaje, utilizando el pintoresco medio de la acuarela. Después de todo, tiene a su disposición el banco de imágenes de toda la historia del arte para elegir.

      De forma similar, cuando Andy Alexander, graduado del posgrado del Art Center, pinta con aerosol “Fuck the Police” [Cágate en la policía] en las ventanas del pasillo de su instalación I Long For The Long Arm Of The Law [Añoro el largo brazo de la ley] (2000), la pieza no es relegada al reino de lo “político”. Las obras de arte “políticas”, al fin y al cabo, son “las obras más irremediablemente autorreferenciales de todo el arte… Mientras que la obra de arte como tal… existe para crear ambigüedad, la obra de arte política busca resolverla”. (Gilbert-Rolfe, Beyond Piety: Critical Essays of the Visual Arts, 1986-1993, 1995). En la revista Artext, a Alexander se lo elogia por su “sutil esteticismo”, que promulga “una dilación y una contracción entre la esfera psicológica y la social”. Andy Alexander es un artista joven inteligente y entusiasta. Su padre fue el alcalde Beverly Hills. Entrevistado por Andrew Hultranks en el notable artículo de la revista Surf and Turf que proclamó la superioridad de las escuelas de arte del Sur de California, Alexander expresa su entusiasmo por la escuela de arte como un lugar que “te enseña ciertas formas de mirar las cosas, una forma de ser crítico sobre una cultura que es increíblemente imperativa, especialmente en este momento”. Como la mayoría de los artistas jóvenes de estos programas, Alexander mantiene cierto optimismo sobre el arte; quizás sea la oportunidad de hacer algo bueno en el mundo.

      Sin embargo, si un artista negro o chicano que trabajara fuera de la institución montara una instalación que contuviera las palabras “Fuck the Police”, se la reseñaría de forma muy diferente, si es que llegara a reseñarse. Una instalación como esa sería vista como una obra atrapada en la política de la identidad y el didactismo que azotó el mundo del arte de Los Ángeles durante la década de 1990. En un artículo del LA Times de 1996, el crítico David Pagel descartó dos dé-cadas de la obra de Isaac Julien, artista y realizador de cine nacido en India occidental, exhibida en la Margot Leaven Gallery, tildándola de “miope y oportunista”. “Esta conservadora exposición”, escribió Pagel, “sostiene que el grupo social al que el artista pertenece es más importante que la obra que realiza… El arte como autoexpresión terminó en la década de 1950”, concluye Pagel triunfalmente, “aunque esta muestra intente negarlo… Es la investigación de mercado la que encierra a las personas en categorías; el arte solo empieza cuando las categorías empiezan a romperse”.

      Mientras que el modernismo creía que la vida del artista poseía las claves mágicas para leer las obras de arte, el neoconceptualismo ha enfriado esta creencia y la ha corporativizado. La biografía del artista casi no importa. ¿Qué vida? Mientras más vacía mejor. La experiencia de vida del artista, si es canalizada en la obra de arte, solo puede impedir el propósito neoconceptual, neocorporativo, del arte. Lo que queremos leer es la biografía de la institución.

      En The Collector Shit Project [El proyecto de la mierda de coleccionista] (1993), el curador y artista Todd Alden invitó a numerosos curadores, coleccionistas y artistas contemporáneos de renombre a “donar” muestras de su materia fecal. Cada espécimen fue enlatado, firmado por el artista y numerado. A cada lata se le otorgó un certificado de autenticidad en una edición muy limitada (1 de 1). Collector’s Shit responde, con un poco de ingenio conceptual, al prolongado entusiasmo que se irradió durante una década en el mundo del arte sobre “lo abyecto”, una condición descrita por Julia Kristeva en 1982 en Los poderes del horror: un ensayo sobre lo abyecto. Pero, en retrospectiva, el proyecto de Alden también ofrecía un guiño referencial al artista del Nuevo Realismo Piero Manzoni, que hizo exactamente el mismo proyecto (Merda d’artista [Mierda de artista]) en Italia, en 1961. Expuestas en latas de colores brillantes, y apiladas alegremente como en un estante de supermercado, Merda d’artista fue la crítica

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