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gimnasio. Él quería enseñarme a nadar, él nadaba en aguas abiertas: tenía veintipocos, era atlético y vehemente. Amaba el mar, incluso ese mar frío y oscuro de la costa argentina que describía como su “lugar en el mundo”. No tuve corazón para decirle que a mí me sucedía justo lo contrario, incluso con el mar cálido y traslúcido del Caribe. El embarazo es un tiempo en el que todos te hablan de vencer miedos, lo cual es insólito, porque también es un tiempo en el que te encuentras tan frágil y vulnerable que difícilmente podrías vencer a una hormiga posada en la suela de tu zapato. Eso le dije al joven instructor, que yo estaba en un momento donde no quería ser valiente ni temeraria, solo quería flotar. Él, algo abrumado, contestó: “¿Qué momento es ese?”.

      Puede ser que tuviera razón. Que todo lo que me pasaba con el mar fuese más miedo que hastío, y que estuviera usando mi panza inflada como escudo.

      —Y, ¿está nadando? —el obstetra, en cada cita, insistía.

      —Algo, doctor.

      —Algo —repetía, y sacudía la cabeza con media sonrisa, gesto que nunca supe leer.

      Probablemente, ya desde la panza, V. le tomó el gusto al agua. No solo flotaba en el líquido amniótico, también flotaba conmigo en la piscina. Mi bebé se estaba cociendo a baño de María. Ahora está por cumplir dos años y es un pez. Lo traigo al mismo gimnasio dos veces por semana a tomar clases de natación. El instructor lo aplaude cuando hunde la cabeza y hace pataditas.

      Este texto me encuentra en Pinamar, donde vinimos a pasar el epílogo del verano. Ya es entrado marzo, casi no queda nadie en la playa. Los perros y paseantes usan abrigo. Mi marido, M., juega en la oril a con V. M. le está contando algo sobre caracoles, la última fascinación de V. Ayer recolectamos unas tres generaciones de caracoles blancos. Yo los miro, sentada a unos metros, y pienso estas frases que escribo.

      M. veraneó en Pinamar toda su infancia y parte de la adolescencia. No le gusta especialmente, más bien todo lo contrario. A mí me gusta menos porque ni siquiera tengo el gustito agridulce de la nostalgia. Me resultan incomprensibles los motivos de su existencia —y supongo que la de cualquier otro balneario de la costa argentina—; el mar es oscuro y helado, por lo tanto nadie lo usa del modo convencional —¿darse chapuzones?—, lo que lo deja como un mero lavapiés; hay un viento bestial, la gastronomía y otras alternativas de entretenimiento son de muy bajo estándar, pero se paga como en Saint-Tropez. ¿Por qué estamos acá? Porque resulta la opción más cercana y amable —es decir segura y conservadora— para que un varoncito de dos años descargue la energía que condensa en su pequeño cuerpo nuclear. A su corta edad, V. ya recorrió varias costas y en todas su reacción fue la misma: fascinación total. Cada mañana corre hacia el agua con desparpajo salvaje y yo me lanzo, endemoniada, a atajarlo. Él se ríe, piensa que es un juego.

      Y así se la pasan: jugando.

      Mis dos chicos y el monstruo al fondo.

      Es la sola presencia, ya lo sé, la que consigue perturbarme y conmoverme en proporciones similares. Me he pasado la vida tratando de asignarle al mar algún rol fundante en mi constante ir y volver. Me he pasado horas mirando olas que se abocan a la orilla, voraces, para luego alejarse, dejando como único rastro su baba furiosa. Para otros será la selva, la pampa, el desierto, el cielo estrel ado, la autopista colmada de autos y carteles vista desde un pequeño balcón. En mi caso, el mar es el territorio que me empuja a preguntarme por el sentido de las cosas. ¿Qué cosas? Todas. Cuánta necedad, como si la geografía fuera algo más que una marca imaginaria en la tierra, una línea que se cierra y nos contiene bajo la premisa falsa de pertenecer. Quizá sea eso: que cualquier trazo en la tierra, aunque sea imaginario, se borra cuando toca el agua. La proximidad del mar es garantía de márgenes inconclusos, abiertos frente a la inmensidad, y de elementos expectantes ante un horizonte lleno de promesas.

      Los chicos me llaman. Me cuelgo en la foto de sus cuerpos recortados, aves que planean, el muelle a un costado. La retengo unos segundos y después la dejo ir. Me acerco a la orilla, me mojo los pies. V. me ofrece su mano, la tomo ymiramos hacia el frente. Quizá lo aprieto demasiado porque intenta zafarse, pero no lo dejo. Mientras yo esté a su lado, pienso, mantendremos la distancia prudencial.

      El agua está fría, las olas rugen.

      Pinamar, marzo de 2016

      AMAR AL PADRE

      1

      Lo primero fue la piel de mi papá.

      Era blanda y era tibia, y era color marrón claro —como de blanco curtido o de negro desteñido—. Recuerdo que me daban ganas de hundir las yemas de los dedos en su cara y después metérmelas en la boca para ver a qué sabía. Mi papá tenía la misma piel que yo tengo ahora: delgada como el papel de arroz, hipersensible al frío y al calor. Y al sol, sobre todo al sol. De chica me gustaba pensar que mi papá y yo teníamos pieles de vampiros. De chica me levantaba de noche y me metía en el cuarto de ellos con el sigilo de un insecto. Me paraba a su lado y lo miraba dormir, estiraba los dedos para tocar su cara pálida, pero no lo hacía porque temía despertarlo. Entonces tocaba mi propia cara pálida y me lamía los dedos, pero no sabían a nada.

      A la mañana, antes de irnos al colegio, mis hermanos y yo —medios cuerpos echados sobre la mesa de la cocina— retozábamos mientras mi mamá revolvía huevos en una sartén. Mi papá entraba recién bañado —oloroso a colonia y al primer cigarrillo— y nos besaba en la frente: uno, dos, tres, cuatro, cinco besos en cinco frentes de cinco niños engendrados por él. Mi secreto era un guiño de ojo que me hacía al final del recorrido: tú y yo somos distintos, pero no se lo cuentes a nadie. Mi papá nos besaba a todos, pero nadie besaba a mi papá. Ni siquiera mi mamá. Aunque besarlo a él era obedecer una orden de ella: vayan a saludar a su papá, o vayan a despedirse de su papá, o su papá cumple años, ¿ya le dieron un beso? Uno no lo besaba así porque sí, en un arrebato. Él era un señor serio y mayor: a mi mamá le llevaba diecinueve años y a mí me llevaba cincuenta y dos. Mi mamá siempre lo trató con la veneración de una sierva, más que de una esposa —incluso caribeña—.

      Una vez, estando muy chica, tuve una alucinación. Durante años dudé si era cierto o no y, por suerte, me decidí por lo segundo. Entré al cuarto de mis padres y encontré a mi mamá arrodillada frente a mi papá, que ocupaba su sillón amplio y mullido de cara al televisor, de espaldas a la puerta. Pensé que le estaba rezando y me asusté: solo se le reza a los muertos. Ella me miró con cara de terror, se levantó del piso, gritando. Me agarró fuerte de un brazo, me sacó del cuarto y cerró la puerta. Quedamos las dos solas en medio del hall oscuro, decenas de libros poblando las paredes, lágrimas que me corrían calientes por la cara. Ella se agachó, me tomó por los hombros: “Nunca más entres sin tocar”. Tenía la cara sudada, los ojos muy rojos, la respiración de un toro furioso. Tenía un aliento salado y amoníaco.

      Ahí, en la fantasía del olor de mi papá en su boca —o sea mi olor y el de todos mis hermanos y el de ella misma después de haberse llenado tantas veces de él—, debió empezar oficialmente nuestra competencia. Y se encarnizó cuando yo aprendí a leer y mi papá aprendió el vicio de elegirme los libros. Los sacaba de su biblioteca, me los llevaba a la mesita de luz: “Este te va a gustar”. A mí me sorprendía que supiera que me iba a gustar un libro en detrimento de otros libros. Aceptaba todos y pedía más: “Ya terminé, dame otro”. Él se reía suavemente y descansaba su mano pesada y nicotinada sobre mi cabeza: “Mi niña chiquita sabe leer”.

      Sabía. Y lo hacía obsesivamente: buscaba en los libros, como en las sopas de letras, mensajes escondidos; subrayaba en vertical, en diagonal, armaba frases a las que atribuía sentidos disparatados: eran cosas que mi papá quería decirme, pero no podía.

      Mi mamá también sabía leer, pero sobre todo a Corín Tellado. Supe desde muy temprano que las novelas de Corín no te dejaban bien parada delante de mi papá. ¿Qué te dejaba bien parada delante de mi papá? El diccionario. Así fue como aprendí a meter en frases banales la palabra “onomatopeya” y la palabra “tautología” y la palabra “emancipar”. Los grandes se sorprendían, me miraban perplejos. Mi mamá se avergonzaba, escondía la cara entre

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