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Mediterráneo, calmo —soso—. Fue una noche en el departamento de una pareja amiga que festejaba su aniversario. Era la ciudad de Málaga y yo estaba de paso en un festival. La casa era ínfima, podía decirse que vivían en una biblioteca con cama. Y la vista, claro, sobre todo vivían en la vista. Él se dedicaba a escribir, ella trabajaba en el festival. Debíamos ser veinte personas buscando un puñadito de aire en la ventana. Cuando fue mi turno de sacar la cabeza, el viento salado me golpeó de frente. Par de cachetazos de una tía rústica: “¡Dónde has estado!”. El pelo pegado al cráneo, la piel aceitosa y esa sensación amoníaca en el tabique. Estaba de vuelta. En otra geografía, pero de vuelta. Esa noche confesé mi animadversión hacia el mar y fui abucheada; un grupo de asistentes al festival me propuso alquilar un auto entre todos y salir a recorrer pueblos costeros. “Terapia dechoque”, le llamaron. Acepté y no estuvo mal. En ese viaje el mar se convirtió en algo extrañamente agradable: en un proveedor de pescaditos fritos y sardinas carnosas que acompañaba con aceitunas y jerez; en un recorrido musicalizado por Maldito Raphael. En compañía silenciosa y en descubrimiento.

      Este mar obraba en mí de otra manera —soy alguien con tendencia a la desdicha, me quejo y me lamento en circunstancias fabulosas—: debió ser una de las poquísimas veces que un viaje me hizo feliz. En lugar de fantasear con migrar a Kenia, necesité acercarme. Meter los pies en el agua y chapotear un poco. Mis compañeros de viaje se empeñaban en parar en cada playa y lanzarse a nadar de cara al horizonte. Yo no pasé de la orilla, pero ahora estaba más cerca.

      Cuando estaba embarazada de mi hijo V., el médico me recomendó nadar.

      —No sé nadar, doctor.

      —¿Una caribeña que no nada?

      —Odio el mar.

      —¿Una caribeña que odia el mar?

      Las sesiones consistieron en flotar y mirar el techo.

      Anguilas veloces y silenciosas pasaban a mi lado atravesando la piscina de punta a punta. El instructor flanqueó mi carril contra un extremo de la pared y una cuerda con boyas fluorescentes para que nadie me atropellara.

      Dicen que sumergirse en el mar es lo más parecido a volver al útero. El líquido amniótico tiene esa consistencia gruesa por todo lo que contiene —proteínas, carbohidratos, lípidos, fosfolípidos, urea, electrolitos— y sirve para amortiguar al feto. El mar es agua mineralizada y se supone que funciona, también, a modo de colchón líquido. Pienso todo eso mientras floto en la piscina, donde, contrario a lo que me pasa en el mar, me siento a salvo.

      En mi período de abstinencia marina descubrí el temor a lo incontrolable. El mar, a diferencia de lo que insinúan las postales, dista de ser amable y apacible, pero eso no se sabe a primera vista. Algunos niños le temen, a lo mejor son más intuitivos. Hay gente que piensa que el mar es una foto; que está ahí, estático, y no se mueve más que para mecerse con la brisa y largar espuma. Basta ver un par de documentales del rubro marino para saber que el mar es un alien que fagocita territorios y se traga humanos cada tanto. Y las criaturas que lo habitan —desde tiburones hasta el fitoplancton— no son inocuas.

      “Tilikum”: así se llama la orca que mató a su entrenadora en SeaWorld.

      “Olas asesinas” es un canal de YouTube donde la gente sube videos en los que el mar engulle turistas. Hay miles.

      ¿Han visto a las morenas? Son serpientes de ciento cincuenta metros. Tiburón y Pirañas son versiones infantiles de lo que puede hacer una criatura de estas.

      Pero incluso en un mar azul pacífico, hipotéticamente despoblado de criaturas, las tragedias ocurren. Los buceadores libres le suelen rendir tributo al último que marcó un récord en el rubro, Nicholas Mevoli: setenta y dos metros de profundidad sin aletas. Salió a los tres minutos, alcanzó a escuchar los aplausos y vitoreos. A lo mejor sintió el sabor de la gloria en el paladar. Después perdió la conciencia y murió.

      Siempre que bordeo el mar en un vehículo pienso en tres amigas que tenía en la adolescencia. Gastábamos las tardes en la camioneta de una de ellas paseando por la ciudad, nos parqueábamos en los muelles a fumar a escondidas. Una tarde mis amigas —sigo sin recordar por qué yo no estaba— se encontraron con unos chicos en otra camioneta que les propusieron hacer un pique. ¿Y qué iban a decir? Adolescentes y velocidad siempre fue un cóctel seductor. En una curva muy pronunciada la camioneta de mi amiga perdió el control y cayó de trompa en la bahía, que es lo mismo que un mar, pero encerrado. Las ventanillas automáticas se trabaron. El seguro también. Quedaron atrapadas en una cápsula marca Mitsubishi que por alguna rendija se fue llenando de agua y de bichos y de yuyos a una velocidad aterradora. Los amigos que las seguían se lanzaron alagua para rescatarlas. Uno de ellos consiguió abrir la puerta trasera a patadas. Al final se salvaron, pero hubo traumas que persisten. Una de esas amigas me dice que todavía se despierta en el medio de la noche con ahogos y el sabor del agua salada en la garganta: “Algo debió quedar en mis pulmones”. La memoria, pienso. Hace unos años, el mismo héroe que salvó a mis amigas de morir ahogadas, se tiró por la ventana de su casa. Vivía con su mujer, su hijito y su psicosis en el piso diecisiete de un edificio frente al mar.

      Una vez fui de vacaciones al Uruguay. Mi pareja de entonces consiguió una casa prestada en José Ignacio —un pueblo de ricos que en realidad querrían estar en Los Hamptons— y me dio curiosidad. Hasta ese momento me había mantenido incólume a esa costumbre argentina de vacacionar en el país vecino. A decir verdad, me había mantenido incólume a esa costumbre, a secas. Yo no vacacionaba porque en muchas culturas —casi todas— eso significa irse al mar. Yo crecí en el mar, es decir que crecí de vacaciones. Cuando abandoné mi ciudad costera pensé que lo mejor que podía pasarme era vivir en un lugar alejado de la playa y dedicar menos horas al pensamiento ocioso y cíclico. Lo primero sucedió, lo segundo no. Crecer mirando el agua, aspirando el salitre y buscando la sombra te condena a la divagación inconducente. Y, de algún modo, de eso vivo. Al principio, el mar uruguayo me pareció fiero y ruidoso. Después me pareció, además, traicionero. Sucedió una tarde de luz rojiza después de una larga caminata por la orilla. Me sentía liviana y reflexiva: no es que no me guste el mar porque me haya hecho algo malo, pensaba, hasta el momento todo lo malo les ha pasado a otros y es probable que cada circunstancia tenga su explicación aislada. Pensaba más: en realidad no me gusta el mar por lo que propone, desde la mera contemplación hasta el uso discrecional —y predecible— de sus aguas y orillas.

      ¿Pero acaso preferiría el trekking? El mar me parecía un misterio aburrido, pero mal que bien ese misterio era mi pariente.

      ¿Qué daño podía hacerme?

      Me lancé a las aguas uruguayas con el arrojo de un delfín. Estaba un poco fría, pero el sol compensaba. Había famosos planeando en parapentes que, desde abajo, parecían cometas que rompían nubes. Fue un lindo momento. Recordé el puerto de Lisboa, donde había estado un año atrás mirando buques mercantes provenientes de Egipto y pensando en ese que mi madre mencionaba en el relato de la muerte de su novio. Además de todo lo que ya sabía sobre el mar, volví a experimentar su potencia evocadora. El mar es un dispositivo que pincha la memoria y la hace disparar recuerdos anudados, conectados como argollas en una cadena larga y gruesa que alguna vez, quizá, te conduzca a un ancla.

      La ola violenta me encontró con los ojos cerrados, me chupó hasta el fondo y, por mucho que intenté salir a flote, el agua —vuelta catarata persistente— me lo impedía. Estaba sola, pero si hubiese habido una multitud nadando en círculo a mi alrededor, tampoco se habría enterado. Si algo recuerdo con claridad de ese episodio son mis gritos apagados, y una fuerza más intensa que la gravedad que me empujaba hacia abajo. ¿Cómo salí? No tengo idea. Creo que el mismo mar me escupió de vuelta y avancé como pude hasta la orilla. Después me arrastré unos metros más hacia afuera y ahí quedé, bufando, como un boxeador al que acaban de noquear.

      Pensé que sería el punto de no retorno. Me levanté y caminé en sentido contrario al agua, y mi plan de vida no contemplaba pegar la vuelta jamás. Recuerdo haber llegado a la casa donde me alojaba y encontrar a un grupo de amigos jugando a la generala en el balcón. Al fondo se veía el mar, agitado y furioso, como queriendo comunicarles algo trágico. Pero ellos permanecieron sordos

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