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      Contents

      1  ExLibris

      2  Colección Ficciones Reales

      3  Portada

      4  Creditos

      5  El mar

      6  Amar al padre

      7  Rapto de locura

      8  Leche

      9  Residencia

      10  Mudanza

      11  Historia general de tu vida

      12  Mi debilildad

      13  Aullidos sordos en el bosque

      14  Educación sexual

      15  Notas

      Landmarks

      1  Cover

      García Robayo, Margarita

      Primera persona / Margarita García Robayo. - 1a ed . - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Marea, 2020.

      Libro digital, EPUB - (Ficciones reales / Alarcón, Cristian; 17)

      Archivo Digital: descarga

      ISBN 978-987-8303-21-5

      1. Crónicas. 2. Crónica Periodística. 3. Literatura Colombiana. I. Título.

      CDD Co860

      Diseño de tapa: Luciano Páez

      Diagramación de interiores: Hugo Pérez

      Corrección: Marisa Corgatelli

      Fotografía de tapa y solapa: Alejandra López

      Ediciones anteriores: Pesopluma (Perú, 2017), Laguna Libros

      (Colombia, 2018) y Editorial Tránsito (España, 2018).

      © 2019 Margarita García Robayo

      Autora representada por Casanovas & Lynch Literary Agency, S.L.

      © 2019 Editorial Marea SRL

      Pasaje Rivarola 115 – Ciudad de Buenos Aires – Argentina

      Tel.: (5411) 4371-1511

      [email protected]

      www.editorialmarea.com.ar

      ISBN 978-987-8303-21-5

      Depositado de acuerdo con la Ley 11.723. Todos los derechos

      reservados.

      Prohibida la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento sin permiso escrito de la editorial.

      EL MAR

      El primer recuerdo es molesto: el escozor de la sal en las heridas de infancia. Primero te sacude, después te anestesia y el cuerpo queda como curado y limpio. Me caía mucho, me raspaba y encontraba gran placer en sacarme la costra seca de la herida. Mis rodillas son un mapa de cicatrices microscópicas. Entonces había una casa pequeña: paredes de madera húmeda, techo de chapa y piso de arena. Íbamos los domingos, los caseros sacaban las hamacas, un balde de ostras frescas —lo mismo que comían los cerdos por esa época— y cocinaban el pescado. Los adultos se echaban a dormir y a los niños nos mandaban al mar. Jugábamos a pasar largos ratos bajo el agua con los ojos abiertos, irritados y curiosos: peces de colores, corales, aguamalas, algas verdes atravesadas por puñales de luz que caían implacables desde la superficie. Era el cine 3D que todavía no existía. Nunca aprendí a nadar, pero siempre tuve la sensación de que jamás me ahogaría.

      Hubo un tiempo, el primero de todos, en que el mar era un territorio próximo, familiar y rutinario. Sacarse la ropa y los zapatos, caminar dos, tres metros y zambullirse. No había mucho más que hacer. Eran jornadas propicias para el pensamiento ocioso y cíclico. Flotar de cara al cielo, dejarse arrastrar por la corriente hasta algún lugar lejano. Medio millón de gacelas Thomson migraban a Kenia dos veces al año. Sabía esas cosas, o me las inventaba.

      Después vino el hastío, semana tras semana: otra vez el mar. Qué raro que un charco de agua infinita provoque pasmos de poesía. Al próximo poeta que proponga un verso sobre el mar, córtenle los dedos de un tajo y que lo escriba con sangre.

      Exigí una hamaca para mí. “Anda al mar”, dijo mi madre.

      “No”. “¿Por qué?”. Y ahí lo dije por primera vez, a lo mejor sin pensarlo realmente —cuestión completamente accesoria en la génesis de una fobia—: “Odio el mar”. Mi madre también lo odiaba, pero tenía razones ciertas. Tiempo después me enteraría de que su novio de la adolescencia había muerto ahogado. Ella estaba con él, habían hecho un pícnic en una lona a cuadros, habían nadado hasta agotarse y estaba por caer el sol. Un buque mercante entraba en el horizonte. Él la tomó de la mano: “Vamos a nadar”. “Pero es tarde”. “Dale”. La ola violenta se lo sacó de la mano en cuestión de segundos. Cuando ella despertó estaba en la orilla: los ojos del salvavidas la miraban aterrados; de fondo había un montón de cabezas a contraluz. Mi madre se alejó del mar todo lo que pudo y fue volviendo de a poco.

      Lo más cerca que había llegado era esa choza de domingo, de la que casi no salía. Yo también me alejé, pero por motivos distintos. Me recluí en la montaña y después en la llanura. En unas vacaciones fui de visita: la choza se había agrandado, al igual que la familia. Fuimos todos, salvo mi madre, a zambullirnos. El mar estaba ahí, quieto y sugerente, y mientras lo miraba desde afuera pensé que había pocos espacios que conociera más. Me pertenece, pensé. Le pertenezco. Tomé a un sobrino de la mano para mostrarle lo que había debajo del agua —esta vez con antiparras—, y apenas entramos un aguamala se me pegó en la pierna. Se sintió como una tenaza. La cura era orina caliente. No sé quién la produjo, pero ahí estaba: en una botella plástica de Sprite cortada al medio, derramándose sobre mi pierna, mientras el sol y el dolor me nublaban la vista. De ese día me quedó una colección de ojos familiares que me miraba sufrir, la imagen de mi madre escondida en su choza, y las ganas de que el mar se hiciera recuerdo lejano.

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