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mucho aquel año y el jardín estaba más verde que nunca. En el centro había un viejo pozo cubierto por una tapa de madera, ahora ya desgastada por la humedad y la carcoma. Yo tendría apenas unos doce años de edad.

      Imaginé, en mis juegos solitarios de domingo, que en realidad mi padre había permanecido escondido allí dentro durante todo ese tiempo.

      Era la hora de la siesta, mi madre miraba un western y mi abuela dormía. Era una calurosa tarde de verano. Las cigarras cantaban una canción silenciosa, constante y aburrida. Miré a través del agujero de la tapa de madera que cubría la superficie del pozo, y me pareció ver reflejos de agua en el fondo. Sentí miedo. Tuve miedo porque una voz dentro de mí me decía que la abriera y descubriera qué había al otro lado. Tuve miedo porque sabía que tenía que demostrarme a mí misma lo valiente que era. Y decidí superarlo.

      En las paredes del pozo había peldañitos de hierro que conducían hacia el fondo, allí donde se intuían reflejos remotos de agua. Las paredes estaban recubiertas de moho. Sentí que algo nunca experimentado ocurría en el momento en que tiré una piedrecita y la escuché rebotar contra los muros helados. Descendí lentamente y con cuidado. Asustadísima. El corazón me latía a mil y todo el tiempo quería volver a la luz del día. Pero sabía que, si llegaba hasta el fondo, regresaría más fuerte. No se lo contaría a nadie y me reservaría aquella proeza tan solo para mí. Además, si encontraba a mi padre imaginario, ya nunca más podrían decirme lo malo que había sido, lo perdido que estaba. Seguí descendiendo despacio, con la respiración cortada y contenida. Imaginé la brisa del verano que acariciaba los hierbajos en el jardín y quise notar su tacto caliente en mis cabellos. Pero no había marcha atrás.

      Cuando llegué al último peldaño me pareció percibir la presencia de alguien o algo allí. Seguramente aquel algo o alguien estaría tan asustado o más que yo. Permanecí muy quieta. En silencio. A la escucha. Había llenado mis bolsillos de piedrecitas, para tirarlas al agua, por si acaso. Y al tirar una de ellas noté que ese algo saltaba sobre el agua, produciendo una leve ondulación.

      ¿Podéis imaginar mi decepción cuando descubrí que lo que había en el fondo del pozo era un sapo?

      Mi tía me hacía cortar el césped todas las semanas. En verano crecía muy deprisa. Lo cortaba al alba o a la hora del atardecer, cuando las luces del día eran más diáfanas y los rayos del sol no me quemaban la piel. A ella le gustaba cortarlo según un orden preciso. Empezaba por un lado y seguía siempre el mismo recorrido, colocando una línea a continuación de la otra, como para no quebrantar el orden natural en que las cosas deben ser hechas.

      Pero yo era incapaz. Intentaba hacerlo del modo justo, al principio, pero no tardaba en cansarme y acababa por hacerlo todo al revés. Empezaba cortando dos hileras perfectamente rectas, una detrás de la otra, pero entonces, en algún momento, el cable se me enredaba en el cuerpo y tenía que detener la máquina para colocarlo de nuevo en su lugar. Entonces empezaba a trazar un itinerario distinto, y en vez de ver todo el jardín en conjunto me centraba en una de las esquinas, y en vez de hacer todo el recorrido de arriba abajo una sola vez, lo hacía diversas veces y a trocitos, y tenía siempre la sensación de que no había conseguido poner en equilibrio todos los yerbajos, como un peluquero que hiciera un corte equivocado y desigual y no tuviera modo de repararlo. Imaginaba el césped del jardín como una gran cabeza rapada. Pero cada vez que la miraba, quedaban al menos varios mechones de pelo que nunca llegaba a cortar de un modo del todo igual.

      Por suerte mi tía no se quedaba mirando el proceso. Se retiraba con sus quehaceres y me delegaba la responsabilidad. A veces se quejaba porque escuchaba apagarse la máquina a menudo. Pero su intervención no pasaba de los dos o tres segundos en que la veía asomar la cabeza desde el otro lado y preguntarme si estaba todo bien.

      Con el tiempo he sabido, sin embargo, que mi tía espiaba mis movimientos. Conocía mi torpeza y sabía cuán difícil me resultaba cortar el césped de una manera normal. Sé que me veía enredarme en el cable y dar vueltas en círculos extraños con la máquina por su jardín. Lo sé porque me lo ha dicho mi primo, que se divertía contemplando la escena. Pero ella me dejaba hacer. Y cada vez que terminaba, cuando finalmente parecía que todo había recuperado su equilibrio inicial, salía a felicitarme y a darme las gracias.

      Nunca me dijo que lo había hecho mal.

      Nunca intentó corregir mi método.

      Pero sé que me espiaba y sufría porque era en realidad muy maniática con sus cosas.

      Todavía no he logrado comprender el motivo que se esconde detrás de su actitud; por qué no me hacía reproches, a pesar de que le dolía ver que su césped era víctima de mi sacrilegio. Pero intuyo que, en aquel silencio discreto, en aquella capacidad para dejar que me equivocara, se esconde una suerte de grandeza. Y hoy, al recordarlo, no puedo sino estarle enormemente agradecido.

      Suelen alzarse al alba y caminan juntos por la ciudad antes de emprender sus respectivos trabajos. Comparten un café con leche y un croissant, mientras leen el periódico y miran por la ventana cómo la ciudad se despierta y se llena de rumores nuevos, desconocidos. Se despiden con un beso y no vuelven a encontrarse hasta la hora de cenar.

      Pero les basta eso.

      Les bastan esas tres horas matutinas para sentirse acompañados durante todo el día.

      Hoy hace ya treinta y seis años que se casaron.

      Silvia le ha preparado a Luis una sorpresa y se levanta una hora antes de lo habitual. Fuera está todavía muy oscuro. Hace ya mucho tiempo que los niños se han ido a vivir a otro lugar, pero todavía hoy, cuando pasa delante de la puerta de su cuarto, le parece escucharlos respirar.

      Se sienta sola a la mesa de la cocina mientras prepara un café y se dispone a escribir una carta. No es una fecha especialmente significativa. No marca un cambio de década, no son las bodas de plata, y para las de oro todavía queda. Pero esta vez siente que tiene que hacer algo especial. Quiere decirle a Luis cuánto la tranquiliza saberlo a su lado. La seguridad que le da escuchar su respiración por las noches, aunque a veces le molesten un poco sus ronquidos, y saber que la espera siempre en casa cuando regresa del trabajo. Porque ella vuelve siempre un poco más tarde y, por eso, se han acostumbrado a que él se ocupe casi siempre de cocinar. A veces, durante el fin de semana, lo hace ella. Pero él siempre se lamenta porque dice que los platos de Silvia o son demasiado sosos o tienen demasiada sal. Y estas pequeñas cosas les ayudan a cultivar cariño mutuo y paciencia.

      No le ha comprado ningún regalo, pero quiere darle una sorpresa. Lo llevará con los ojos cerrados al parque en el que se conocieron y allí le dará la carta y lo besará como aquella primera vez. Pero le dirá que no la abra hasta al cabo de algunos años. Así, mantendrá una especie de misterio en el aire que ayudará todavía más a reforzar esta peculiar relación en la que prescinden de casi todo sabiendo ambos cuánto se necesitan.

      Escribe lentamente sobre la mesa de la cocina con la Mont Blanc que le regaló la madre de Luis el día de su boda. Escribe despacio porque le gusta escuchar el rumor de la tinta sobre el papel, como si fuera una canción similar al goteo de la lluvia sobre el cristal de la ventana. Escuchando este sonido tan leve, le parece que escucha mejor el flujo de sus pensamientos y que las palabras se vierten con más sinceridad.

      Sin quererlo, empieza a evocar recuerdos de juventud. Lo recuerda en la universidad, cuando ella lo esperaba todos los viernes a la salida. Lo recuerda con un sombrero de paja sentado sobre una roca frente a la orilla del río, cuando iban juntos a pescar. Lo recuerda con sus instrumentos de escalada y sus botas de excursionista o intentado montar la tienda de campaña que aquella misma noche se les cayó encima. Recuerda su rostro casi asustado el día en que nacieron los gemelos y su torpeza inicial cuando cambiaron la leche por la papilla. Y casi se conmueve al recordar el día en que los ayudaron a hacer las mudanzas para irse a estudiar a otra ciudad.

      Cierra lentamente el sobre después de haber introducido la carta perfectamente doblada en su interior,

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