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cabo de un mes, el sermón de Edwards —que fue su primera obra publicada— se imprimió para que lo leyese toda Nueva Inglaterra. Como prefacio incluyó una “Advertencia para el lector”, escrita por el reverendo William Cooper y Thomas Prince, Jr., quienes, con motivos comprensibles, expresaban su entusiasmo por haber visto cómo un predicador tan joven “abordase un tema tan noble”; aquí, dijeron, “apreciamos el alma misma de la piedad” (II, 2). Ciertamente fue así. Pero poco imaginaban que aquel sermón era el preludio de una gran batalla, que a pesar de todos los sufrimientos que acarrearía a Edwards nunca lanzaría sobre su persona el dolor que destroza el alma y al que se refería el Padre Mapple de Melville. Las creencias de Edwards, cada vez más profundas, eran demasiado firmes como para eso.

      Antes de que se desencadenara la tormenta, Edwards pronunció otros dos sermones que, doctrinalmente, fueron tan importantes para su religión del corazón como el sermón que dio en Boston sobre la soberanía de Dios. Uno se llamaba “Una luz divina y sobrenatural”, predicado en el verano de 1733 y publicado al año siguiente. El otro, una serie de dos sermones predicados en 1734, se titulaba “Justificación solo por la fe”, ampliado y publicado cuatro años después como uno de los tratados que componen Cinco discursos sobre temas importantes. Ningún otro sermón contiene doctrinas tan esenciales para Edwards como “Una luz divina y sobrenatural”. Perry Miller no exagera cuando dice que en este sermón “se encuentra en miniatura todo el sistema de Edwards”.10 El otro discurso, sobre la justificación por la fe, reforzó todavía más su postura doctrinal.

      En el sermón de 1733, Edwards exponía dos ideas esenciales. Una tenía que ver con la diferencia entre el hombre natural y el regenerado; la otra se refería a la luz divina y sobrenatural, una metáfora de la gracia y de la realidad divina. Estas ideas se combinaron en el célebre postulado de Edwards sobre el tema del conocimiento religioso. Edwards, claramente distinto a Locke, afirmó que el conocimiento religioso pertenecía a un orden distinto al conocimiento consistente en datos sensoriales que se plasman en la mente del hombre natural. Edwards no descartaba la posibilidad de que tales “impresiones” sensoriales incitasen curiosamente la imaginación. De hecho, al igual que Calvino, aceptaba la importancia de otras capacidades naturales, entre ellas la consciencia y la razón.11 Pero contrariamente a lo que decía Locke, Edwards presupuso que en todo conocimiento —incluyendo el religioso— las facultades naturales “no son meramente pasivas, sino activas” (II, 15). Dentro del conocimiento religioso el hombre lo hace todo, responde totalmente; sin embargo, lo que hace no es nada comparado con la iniciativa de Dios, que es indispensable y absoluta.

      Hay una diferencia radical y cualitativa que separa al hombre natural del regenerado. Esta diferencia no consiste en la ampliación cuantitativa del conocimiento del hombre natural, sino en el abismo que separa ese conocimiento de lo que Edwards llamaba “un sentido y una aprehensión reales de la excelencia divina… la convicción espiritual y salvífica de la verdad y de la realidad de tales cosas” (II, 14). Dado que el hombre natural conoce a Dios solo como objeto, no tiene aprehensión, no tiene sentido de la gloria divina. Por medio de la razón puede erigir pruebas de la existencia de Dios y llamarlas teología natural. Como ha sugerido más recientemente Emil Brunner, el hombre puede postular la excelencia divina como una realidad objetiva dentro de la posibilidad humana de conocer (excepto por los límites que impone el pecado); y entonces, si se produce semejante conocimiento, llamarlo revelación general.12 Pero, a diferencia de Brunner y más en consonancia con Karl Barth, Edwards insistía no solo en que esta luz de la gracia y de la realidad divina es especial, en tanto en cuanto viene mediada solo por Jesucristo, sino también que es una luz personal y salvadora. Para Edwards Dios es un Dios vivo y personal; el hombre es una personalidad única, y por medio de la gracia el hombre regenerado sabe que esta relación divino-humana es “salvífica”.

      Surge la pregunta de si esta diferencia radical entre el hombre natural, que mantiene una relación distante e impersonal con un Dios objetivo, y el hombre regenerado, que tiene un sentido de Dios en su corazón, significa que esta luz divina lo es todo, que el antiguo Pablo dejó de existir cuando nació el nuevo en el camino a Damasco, que el hombre natural no solo es débil sino que está muerto. La pregunta es tan radical como la diferencia entre la vida y la muerte. Edwards no mitigaba la importancia del nuevo nacimiento. Al contrario, llevaba la paradoja hasta su extremo ofensivo al insistir en el concepto de inmediatez: que una luz espiritual y divina “impartida de inmediato al alma por Dios” es distinta a cualquier otra obtenida por medios naturales (II, 13, las cursivas son mías). Al principio, los términos “de inmediato” pueden sugerir solo un punto del tiempo, un instante. Así, durante los grandes avivamientos que pronto invadirían el valle del Connecticut, las personas dieron testimonio de experiencias inmediatas de salvación, como si en un abrir y cerrar de ojos hubieran nacido de nuevo, de alguna manera. Edwards se esforzó mucho para minimizar la experiencia de los entusiastas, que propugnaban esa regeneración instantánea. En “Una luz divina y sobrenatural” advirtió que el sentimiento o la emoción por sí solos no son evidencia de la luz verdadera. Dijo que el hecho de que muchas personas se vieran “grandemente afectadas” por las cosas de la religión no era un indicador fiable de que siguieron siendo otra cosa que seres “sin gracia ninguna”. Sin embargo, Edwards defendía el poderoso drama de la conversión, y luchó con fuerza para distinguirlo de su contrapartida fraudulenta.

      Cuando Edwards dijo que la luz divina se impartía “de inmediato”, se refería primero a la naturaleza cualitativa de esta luz, y segundo a la manifestación del suceso dentro del tiempo. En resumen: a Edwards le interesaba más la epistemología que la cronología. Es decir, que el significado primario de la inmediatez se plasma en la distinción radical entre (1) el conocimiento natural y el espiritual, y (2) entre los medios especulativos e intuitivos que conducen a él. El conocimiento natural carece de revelación especial. Que este conocimiento natural pueda representar una consciencia primordial o un nivel de razón inmensamente superior no implica un proceso evolutivo ulterior que conduzca por último a la verdad religiosa. A pesar de una facultad especulativa muy bien aguzada, el hombre natural no puede “alcanzar” el conocimiento espiritual, por la razón profundamente sencilla de que este conocimiento, en lugar de ser algo que alcanza el ser humano, es dado, impartido, revelado por Dios. El hombre natural no lo comprende en última instancia, como si fuera la recompensa que aguarda al final de una reflexión agotadora o de una vida moralmente recta. En lugar de alcanzarlo, el hombre regenerado se ve alcanzado por él. Además, si podemos decir que en ese momento el alma recibe un impacto, no es el de la verdad natural, como el que experimentamos cuando descubrimos la ley de la gravedad o E=MC2. No, es el impacto de una verdad divina revelada que inunda el corazón y fomenta el compromiso.

      A pesar de que la lucha espiritual acompañó las conclusiones de Edwards, que tanto le costó obtener, nunca retrató el drama de la conversión de ningún otro modo que para que subrayase el papel de Dios como iniciador divino de la revelación y de la gracia. Solo después de que Edwards enunciase la soberanía del papel de Dios pasó a tratar la condición humana. Como veremos en un capítulo posterior, describió la condición del hombre en términos muy dramáticos, ninguno de los cuales es más eficaz que el sustantivo “inmediatez”. Hemos dicho que el término significaba la yuxtaposición inmediata de la naturaleza y de la gracia, la oscuridad y la luz. Las instituciones intermediarias, como las iglesias y las universidades, no podían difuminar esta distinción inequívoca. Ningún maestro ni sacerdote, ni la razón ni los sistemas filosóficos, los principados y las potestades, podrían interponerse para modificar estas condiciones existenciales separadas. Pero el término también significaba el ahora inmediato, ese momento existencial para cada hombre en el que se encuentra en un estado de “oscuridad y engaño” o de “santidad y gracia” (II, 14). Con una agudeza sorprendente, Edwards dramatizó el cielo o el infierno como una condición de este momento, y ni la distancia ni el tiempo separaban al hombre de su urgencia coercitiva. A pesar de todo el estudio preparatorio, la reflexión, la filantropía y la oración a las que se dedica el ser humano, “esa obra de la gracia sobre el alma mediante la cual la persona es tomada de un estado de corrupción y depravación totales para interesarse en Cristo y convertirse en un hijo de Dios, se produce en un momento”.13 De la misma manera que la verdad del temor y temblor de Abraham se convirtieron en algo real para Kierkegaard

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