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ella no hace caso, está vacía. Al verla así pienso en ese síncope de la muerte que es el olvido. ¿Si mi origen puede ser olvidado por alguien de mi sangre, ¿existe entonces tal origen? ¿O acaso todo es un fantasma que pasa por las neuronas, y todas las dinastías, todos los linajes son simplemente ficciones reemplazables?

      Nos sentamos en el living a la espera del almuerzo. Aquí, todo sigue intacto, los sillones de terciopelo azul que papá compró en remate cuando yo tenía diez años, las alfombras verdes con búlgaros incombinables, las cortinas tristes como siempre, de un amarillo transparente y desolado, que deja ver a trasluz aquel jardín donde la infancia y la adolescencia no tenían frontera. Finalmente, en las paredes, los mismos cuadros anodinos, malas réplicas de pinturas europeas a las que nunca nadie vio en su original.

      Como si yo no estuviera acá, miro a cada uno de mis hermanos, y repito callada sus nombres: Esteban, Mercedes, Belén, y así, de pronto, me parecen todos nombres sin historia, solitarios, y pienso que el desamparo de sus nombres responde a otro vacío, más profundo e invisible, irremediable.

      Para almorzar hay ravioles. Nadie se anima a hacer el asado ahora que papá no está, como si en algo se mantuviera todavía una perdida memoria tribal alrededor del fuego, o alrededor de la víctima propiciatoria del sacrificio. Sólo que ahora la víctima ya no es la carne vacuna sino el propio sacerdote, mi padre; el que hacía el fuego, ahora es ceniza. Pienso que era ese fuego tal vez el que hacía circular el diálogo. Sin él, la conversación es forzada, hablamos planos, como adheridos cada uno a su lugar en una fotografía familiar que ha comenzado a ponerse amarillenta y en la que aún no entra la infancia: mis sobrinos bulliciosos, ajenos al paso del tiempo, tapan con sus gritos nuestra desintegración.

      De Petrona, no saben nada. De los mapuches tampoco. Mamá pregunta si voy a buscar un empleo fijo. Lo único que quiero es empezar mi tesis, buscaré algún trabajo temporal, contesto. Mamá quiere que me instale allí porque la casa es muy grande. Soy la única hija soltera, las más chica de los cuatro. Me da pena decirle que no, si estuviera papá sería más fácil, pero la verdad es que no quisiera quedarme.

      Mis sobrinos me buscan para jugar en el jardín. Armaron una casa con cuatro sillas y unas sábanas viejas. Dicen que yo soy la mamá y ellos los hijos. Tenés que darle la teta al bebé, me dice Sabrina, la menor, y me trae el muñeco que dormía conmigo cuando era chica. Tomo al muñeco entre mis brazos, y pongo su boca en mi pecho, olvidando otra vez el límite entre el juego y la realidad. El muñeco está frío, no se pega a mi piel, no hay leche en mis senos para amamantar.

      Quedamos solas, mamá y yo. Te extrañé mucho, Gabriela, me dice. La abrazo en silencio y me quedo así, un rato largo, queriendo reavivar un calor enterrado.Pero me es imposible; estoy fría, rígida, como el muñeco de mi infancia. Y, paradójicamente, esta impavidez afectiva me quiebra.Seco unas lágrimas en su camisa para que no se dé cuenta.

      Me refugio en la ducha. Como quien ve irse a un país, me siento a mirar cómo decanta toda esa tierra que llevaba encima. Estoy tan cansada que me acuesto sin cenar.Doy vueltas sobre mí misma y sin hallar una posición para dormirme, desisto. ¡Trepelaimiduam!, me diría Petrona, si estuviera conmigo. “Debes tener tu mente despierta”, traduciría enseguida.

      A veces me tuteaba, otras me trataba de usted. Cuando esto último ocurría yo sentía que Petrona se alejaba a una eminencia de su propia persona, más antigua que ella.

      La mañana en que me fui, le prometí que volvería. Me tomó las manos y afirmó, con una serenidad desconcertante: usted no va a volver, Gabriela; los huincas nunca cumplen su palabra.

      No tenía que irme, como se lo hice entender a Petrona, sino que quise hacerlo, todavía no puedo responderme por qué. En mis veintiséis años nunca me había sentido tan igual a mí misma, así y todo me fui. La vi tejer durante ciento ochenta noches enteras, sin interrupciones, algunas veces hasta con veinte grados bajo cero, no claudicaba nunca.

      Una noche, mientras la miraba, le pedí que me enseñara. La verdad es que nunca me había interesado aprender un oficio manual; un poco por mi falta de habilidad y otro tanto por pereza. Pero se lo pedí, así, casi sin querer. Ella estaba deshaciendo una faja que decía le había salido mal y me hizo señas para que la ayude. Mientras la deshilábamos, vi todas estas piezas colgadas, mantas, alfombras, cintos, todos minuciosamente terminados y distribuidos en el espacio con absoluta prolijidad. Cuando terminamos, se sentó en su banquito de madera y empezó a rehacer la faja sobre el telar. “Trabajo mejor en compañía que sola”, me dijo, “además, si quiere tejer, primero debe aprender a mirar”. Me asombró la radicalidad de su entrega, como si el tejido fuera la materialización de algún ser perdido al que estuviera devolviéndole la vida. Cautivada por su perfil, desparejo, abismal, como esos altos acantilados de mar cuyas formas infinitas prueban que el tiempo devasta la intemperie, comprendí por fin lo que me seducía de ella; no me recordaba a nadie.

      Mamá toca la puerta. Es Marcela al teléfono. ¿Cuándo llegaste? ¿Por qué no avisaste? ¿Te olvidaste que queríamos ir al aeropuerto? ¿Estás bien? Respondo a cada pregunta con una mentira y después le digo que podemos vernos mañana a la tarde, si tiene ganas. La mentira es mi llave, no se saca uno las malas costumbres tan fácilmente, primero hay que poder decirlas en voz alta, repetirlas hasta sentir asco de uno mismo.

      En este caso, lo que le contesté a mi amiga es lo que se dice cuando uno vuelve de un viaje. Hay dos tipos de viajeros, los que miran el mapa y los que miran el espejo: los primeros están viajando, los segundos, sólo están volviendo a casa.

      Siempre pasa lo mismo cuando uno se va. Al principio disfruta, aprende, se siente libre. Después, pasado el primer momento, generalmente hacia la mitad del camino, empieza a cansarse, ya no tiene tantos deseos de conocer lugares nuevos, comienza a experimentar el anonimato como una verdad insoportable, y crece en uno el miedo de que la distancia sólo ayude para que los otros nos olviden. Si decidimos seguir andando, comenzamos a sentirnos livianos, mucho más que en el comienzo, sin deudas con nada ni nadie, nos da lo mismo llamar o no llamar, regresar o quedarnos para siempre, nos volvemos poderosos.

      Esta es la primera vez que retorno de un viaje sin gloria, sin testigos, sin necesitarlos. Es como estar en otra piel, haber dormido y despertar con el cuerpo cambiado, las manos más grandes, la cara más ancha. Tal vez esté pasando al bando de los que al viajar miran el mapa, y el riesgo sea ese, justamente: no poder volver a reconocerme en un espejo nunca más.

      Me levanto temprano con la idea de comenzar de una vez mi tesis. En la cocina está mamá que me recibe como cada mañana con su infinito caudal de noticias intrascendentes. Oigo sin escuchar y me encierro en mi cuarto a trabajar. Paso el día perdiendo el tiempo, frente a la computadora sin escribir una sola palabra. Hastiada, salgo a la calle. Camino unas pocas cuadras hasta llegar a una plaza. Me siento en un banco vacío y saco parte del material sobre historia mapuche que me traje del sur. Pienso que tal vez lo que me frena a escribir es que aún no he leído lo suficiente. Jorge, un antropólogo de Pico Truncado amigo de Petrona, me dio una serie de libros interesantes y una pila de artículos sobre el tema diciendo que me aclararían muchas cosas.

      Tomo uno de ellos “Confinamiento, deportación y bautismos: misiones salesianas y grupos originarios en la costa del Río Negro (1883-1890)”, Walter del Rio es el autor. Abro el texto en cualquier página, dejando que el azar sea quien sugiera mi lectura. Me detengo en una cita del padre salesiano Domingo Milanesio: “...ellos creían que con ser argentinos bastábales para ser también cristianos,...”.

      Milanesio, junto a otros curas salesianos, formaba parte de las llamadas misiones “volantes”, en 1887, en las cercanías de Chinchinales donde vivían los caciques Sayhueque y Ñancuche y un gran número de familias indígenas bajo el control del ejército argentino. Sayhueque era pariente lejano de Petrona.

      Levanto la mirada, interrumpida por los gritos y risas de unos niños que juegan en un arenero en el centro de la plaza; están al cuidado de sus empleadas domésticas. Todas visten con un delantal que las identifica y a la vez les borra el nombre. Oigo hablar a dos de ellas, aunque no puedo escuchar lo que dicen por su acento, una parecería santiagueña, la otra es sin duda paraguaya;

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