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de Guzmán, conde—duque de Olivares, y después me dirán ustedes si el vino corresponde al personaje.

      Y tomando en la mano el vaso prosiguió diciendo:

      —¡Viva el conde de Olivares, duque de Sanlúcar, y gran privado del rey nuestro señor!

      —¡Viva el duque! —respondieron todos.

      —Traed un vaso al padre —dijo don Rodrigo.

      —Perdone usted —respondió fray Cristóbal—, ya he cometido un exceso, y no quisiera.

      —¿Cómo? —dijo don Rodrigo—; se trata de brindar a la salud del conde—duque. ¿Quiere usted que le tenga por partidario de los Navarrinos? (que así se llamaban entonces en Italia, por escarnio, los franceses, deduciendo esta denominación de los príncipes de Navarra que empezaron a reinar en Francia con Enrique IV).

      A esta insinuación tuvo que beber el fraile. Todos los convidados prorrumpieron en exclamaciones, celebrando el vino, a excepción del abogado, el cual con levantar la cabeza, abrir los ojos más de lo regular, y fruncir los labios, decía mucho más que con un largo panegírico.

      —¿Qué le parece a usted, señor abogado? —preguntó don Rodrigo.

      El abogado, sacando del vaso la nariz más reluciente y colorada que nunca, alabó con énfasis el vino y después los banquetes de don Rodrigo, añadiendo que la penuria general estaba desterrada de aquel recinto.

      Esta palabra penuria, pronunciada sin intención, dio margen a que todos dirigiesen su discurso a tan triste objeto; y aunque en lo principal estaban de acuerdo, sin embargo, la gritería era mayor que si hubiese discordia en los pareceres: todos hablaban a un tiempo.

      —En realidad, no hay semejante escasez —decía uno—, la causa son los logreros.

      —¿Y los panaderos —decía otro—, queocultan el trigo? Es menester ahorcarlos sin compasión.

      —No, señor —gritaba el Podestá como letrado—, formarles causa.

      —¡Qué causa! —gritaba más recio el conde—, ¡justicia sumaria! Coger tres o cuatro, o seis de los que, según la opinión general, son los más ricos y los más malos, y ahorcarlos inmediatamente.

      —¡Escarmientos! ¡Ejemplares! —decían otros a la vez—; sin esto nada se consigue.

      —¡Ahorcarlos! ¡Ahorcarlos!, y saldrá el trigo a carretadas.

      Sólo el que se haya hallado en una numerosa orquesta, cuando los músicos todos a la vez templan sus instrumentos haciéndolos chillar lo más fuerte posible, para oírlos mejor entre el ruido y la bulla de los concurrentes, podrá formarse una idea de tan absurdos razonamientos. Entretanto, andaban los vasos alrededor de la mesa, y como los elogios del vino exquisito se interpolaban con aquellos principios de jurisprudencia económica, las palabras más frecuentes y más sonoras que se distinguían eran ambrosía y ahorcarlos.

      Entretanto, don Rodrigo echaba de cuando en cuando ciertas miradas al padre Cristóbal, y le veía inmóvil y firme sin dar la más mínima señal de impaciencia ni de prisa, y sin hacer movimiento alguno que propendiese a indicar que estaba allí aguardando; pero sí con semblante de no querer marcharse sin ser oído.

      De buena gana le hubiera enviado a pasear; pero despedir a un capuchino sin haberle oído, no entraba en las reglas de su política. En el supuesto, pues, de que no era posible evitar aquella incomodidad, resolvió salir presto del paso: se levantó de la mesa con toda la comitiva, sin que cesase la gritería; pidió licencia por un momento a los convidados, se acercó con mesurado continente al capuchino que también se había levantado, y le dijo:

      —Padre, estoy a las órdenes de usted.

      Y le condujo consigo a otra pieza.

      CAPÍTULO VI

      —¿En qué puedo servir a usted? —dijo don Rodrigo plantándose en medio de la sala, y aunque las palabras fueron éstas, el tono con que las pronunció daba claramente a entender que mirase con quién hablaba, que pesase bien las palabras y que despachase.

      Para animar a nuestro fray Cristóbal no había medio más seguro ni más expedito que el de apostrofarle con altivez; y, efectivamente, mientras estaba suspenso buscando las palabras y pasando entre los dedos las cuentas del rosario, que tenía colgado de la cintura, como si buscase en alguna de ellas el exordio de su discurso, al ver aquel modo de don Rodrigo, le ocurrieron más expresiones de las que necesitaba; pero pensando luego cuánto importaba no echar a perder su asunto, o por mejor decir, el ajeno, corrigió y templó las frases que le habían ocurrido, y dijo con meditada humildad:

      —Vengo a proponer a V. S. un acto de justicia, y a pedirle una caridad. Algunos hombres de depravada conducta han comprometido el nombre de V. S. para intimidar a un pobre cura, e impedirle que cumpla con su obligación en perjuicio de dos inocentes. V. S. puede con una sola palabra desmentir a los malvados, restablecer el orden, y reanimar a aquellos a quienes se hace semejante extorsión. V. S. lo puede, y pudiéndolo, la conciencia, el honor...

      —Usted, padre, me hablará de mi conciencia —interrumpió don Rodrigo— cuando vaya a pedirle consejo; por lo que toca al honor, tenga entendido que es cuidado que a mí solo me pertenece, a mí únicamente, y que cualquiera que pretenda tomar parte en él es un atrevido que lo ultraja.

      Convencido fray Cristóbal de que don Rodrigo tomando pie de sus palabras trataba de dar otro giro al asunto con tergiversaciones, se empeñó todavía más en sufrir, y resuelto a tolerar cuanto aquel altanero quisiese decirle, respondió con la mayor sumisión:

      —Si acaso se me ha escapado alguna expresión que pueda desagradar a V. S., crea que ha sido sin intención. Corríjame, pues, y repréndame si no sé hablar como conviene; pero dígnese escucharme. Por amor de Dios, de aquel Dios, ante cuya presencia hemos de comparecer todos... (diciendo esto, tenía en la mano la calavera de hueso pendiente del rosario) no se obstine en negar una justicia tan fácil y tan debida a unos infelices. No olvide que Dios tiene los ojos sobre ellos, y que allá arriba se escuchan sus imprecaciones: la inocencia es muy poderosa, y...

      —Vamos, padre —interrumpió con enojo don Rodrigo—, el respeto que me merece su hábito es muy grande; pero si alguna cosa pudiese hacer que lo olvidase, sería el verle puesto en una persona que se atreviese a venir a hacer de espía en mi propia casa.

      Encendieron estas palabras el rostro del religioso; pero con semblante de quien traga una amarguísima pócima, replicó:

      —Ese título de ningún modo me conviene. Bien conoce S. S. en su interior que esta acción no es ni vil ni despreciable. Señor don Rodrigo, escúcheme V. S., y quiera el cielo que no tenga que arrepentirse de no haberme escuchado. No haga estribar su gloria... ¡qué gloria! V. S. es poderoso aquí abajo; pero...

      —¿Sabe usted —interrumpió don Rodrigo con impaciencia y con ira—, sabe usted que cuando se me antoja oír un sermón sé irme a la iglesia como los demás? Pero ¡en mi casa! —continuó con risa sardónica—, ¡en mi casa! usted me encumbra demasiado. ¡Predicador en mi casa! Sólo le tienen los príncipes.

      —Y aquel Dios que pide cuenta a los príncipes de las palabras que envía a sus oídos en sus mismos palacios; aquel Dios ejerce ahora para con V. S. un acto de misericordia enviando uno de sus ministros, indigno, miserable, pero ministro suyo, a suplicar por una inocente...

      —Es una palabra, padre —dijo don Rodrigo en ademán de marcharse—, yo no comprendo lo que usted me habla; entiendo sólo que debe haber alguna mozuela que le interese mucho. Vaya, pues, a confiárselo a otros, y no se tome la libertad de importunar así a un caballero.

      —Me intereso, es verdad —replicó el padre, poniéndose delante de don Rodrigo, y alzando las manos en aire de súplica y con el objeto de detenerle—, me interesan entrambos más que si fuesen mi propia sangre. Señor don Rodrigo, yo nada puedo hacer en favor suyo, sino rogar a Dios por ellos, y lo haré con todo mi corazón. No me niegue V. S. esta gracia: no quiera prolongar

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