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entonces Ludovico no había derramado sangre humana, y aunque en aquel tiempo el homicidio era cosa tan común que a nadie causaba novedad, sin embargo es imponderable la impresión que hizo en su ánimo la idea de un hombre muerto en su favor y otro por su mano; de modo que fue para él un descubrimiento de nuevos afectos. La caída de su enemigo con la alteración de aquellas facciones que pasaron instantáneamente desde la amenaza y el furor al abatimiento de la muerte, fue un espectáculo que cambió en un momento el ánimo de Ludovico. Arrastrado, digamos así, al convento, no sabía en dónde se hallaba ni lo que pasaba por él; y cuando volvió en su acuerdo se encontró en una cama de la enfermería en manos del religioso cirujano (los capuchinos entonces tenían uno en cada convento), el cual aplicaba cabezales y vendas a las heridas que recibió en la reyerta. Se había llamado ya para que acudiese al paraje de la catástrofe a un religioso, cuyo encargo era asistir a los moribundos, y que muchas veces había ejercido su oficio en las calles. Vuelto al convento, a los pocos minutos entró en la enfermería, y acercándose a la cama de Ludovico:

      —Consuélese usted —le dijo—, pues a lo menos ha muerto bien, encargándome alcanzase de usted su perdón, así como él le otorgaba el suyo.

      Estas palabras animaron al desconsolado Ludovico, excitando con mayor fuerza y más distintamente los confusos sentimientos que agitaban su ánimo, a saber, la pena por el amigo muerto, la aflicción y los remordimientos por el golpe que salió de su mano, y al mismo tiempo la dolorosa compasión en favor del hombre a quien quitó la vida.

      —¿Y el otro? —preguntó con ansia al padre.

      —Ya había expirado —contestó— cuando yo llegué.

      Entretanto, en las inmediaciones del convento, en sus avenidas, bullía el pueblo curioso; pero llegados los esbirros, hicieron despejar, poniéndose en acecho a cierta distancia de las puertas, de modo que nadie pudiese salir sin ser visto. Presentáronse también, armados de pies a cabeza, un hermano del muerto, dos primos y un tío anciano con gran comitiva de bravos, rondando el convento, y mirando con ceño y ademán de despecho a los esbirros, los cuales, aunque no se atrevían a decir: «bien empleado le está», lo llevaban escrito en la cara.

      Apenas pudo Ludovico llamar a examen sus pensamientos, hizo que le trajesen un confesor, y le suplicó que buscase a la viuda de Cristóbal, y le pidiese perdón en su nombre, por haber sido causa aunque involuntaria de aquella desgracia, asegurándola al mismo tiempo que de su cuenta corría la subsistencia de la familia. Reflexionando luego sobre su situación, se renovó en él con más fuerza que nunca el pensamiento de tomar el hábito, ya que otras veces le había pasado por la cabeza. Parecióle que el mismo Dios le había puesto en aquel camino, manifestándole su voluntad con haberle traído a un convento de capuchinos en aquella ocasión; y adoptando irrevocablemente este partido, llamó al guardián, y le expuso su determinación. La respuesta fue que convenía tener cuidado con las resoluciones precipitadas; pero que si persistía en su designio, no sería desechado. Con esto mandó llamar a un escribano, e hizo una donación de todo lo que tenía, que era todavía un rico patrimonio, a la familia de Cristóbal, a saber, una cantidad crecida a la viuda, y el resto a los hijos.

      La resolución de Ludovico convenía mucho a los capuchinos, que por culpa de él se hallaban en un gran compromiso. Hacerle salir del convento, y exponerle al rigor de la justicia, esto es, a la venganza de sus enemigos, era un partido sobre el cual ni siquiera se podía entrar en deliberación. Hubiera sido lo mismo que renunciar a sus privilegios, desacreditar el convento en el concepto del pueblo, granjearse la animadversión de todos los capuchinos del globo por haber dejado violar sus derechos, y concitar contra sí a todas las autoridades eclesiásticas, que entonces se consideraban como tutoras de aquellas inmunidades. Por otra parte, la familia del muerto, muy poderosa, y con relaciones de valimiento, había jurado vengarse, y declaraba enemigos suyos a cuantos contribuyesen a estorbarlo. La historia no dice si sintieron mucho su muerte, ni tampoco si se derramó una sola lágrima en toda la parentela; solamente hace mérito de que los parientes ansiaban tener entre sus garras al matador vivo o muerto, y tomando Ludovico el hábito, todo quedaba hecho tablas; porque de esta manera parecía aquello una retractación pública, se imponía él mismo una penitencia, se declaraba implícitamente culpado, abandonaba todo empeño, y en fin, era un enemigo que entregaba las armas. Por otra parte, los parientes del muerto podían cacarear, si querían, que se había metido fraile por desesperación, o temiendo su resentimiento, y últimamente reducir un hombre a desprenderse de sus bienes, a raparse la cabeza, a ir descalzo, dormir en la paja, y a vivir de limosnas, podía parecer un castigo más que suficiente aun al ofendido más orgulloso y vengativo.

      Presentóse el padre guardián con humildad desembarazada al hermano del muerto, y después de mil protestas de respeto hacia la ilustre familia, y de su deseo de complacerla en todo cuanto estuviese en su mano, habló del arrepentimiento de Ludovico, y de su resolución de entrar religioso, insinuando también con maña que la casa debía tener en ello una satisfacción, y dando a entender, aún con más destreza, que, agradase o no agradase, la cosa debía verificarse. Furibundo se manifestó el hermano, pero el buen padre dejó que desahogase su cólera, y sólo de cuando en cuando repetía: «Ese dolor es muy justo.» Dijo entre otras cosas que la familia sabría tomarse una satisfacción; y el capuchino, cualquiera que fuese su opinión, no le contradijo; por último pidió, o, por mejor decir, exigió como condición que el matador de su hermano saliese de la ciudad, y el guardián, que así lo había resuelto, convino en lo que solicitaba, dejando que creyese, si quería, que aquél era un acto de obediencia.

      De este modo quedó concluido el negocio; contenta la familia, que se libraba de un compromiso; contentos los frailes, que salvaban a un hombre y sus inmunidades sin granjearse enemigo alguno; contentos los fanáticos por los privilegios de la nobleza, porque veían terminado el asunto con honra; contento el pueblo, que, al paso que veía salir de un pantano a un sujeto bienquisto, admiraba una conversión; y por último, contento más que todos, en medio de su dolor, el mismo Ludovico, el cual principiaba una vida de expiación y de penitencia, que podía, si no reparar, a lo menos enmendar el mal, y acallar los penosos estímulos de sus remordimientos. Afligiole un instante la sospecha de que su resolución pudiera atribuirse al miedo; pero se consoló luego con pensar que esta misma opinión sería para él un castigo y un medio de expiación. De este modo a los treinta años vistió el hábito, y debiendo, según el uso, tomar otro nombre, eligió uno que le recordase a cada instante sus yerros, para purgados, y se llamó fray Cristóbal.

      Concluida la ceremonia de tomar el hábito, le intimó el guardián que fuese a hacer su noviciado al pueblo de***, a sesenta leguas de distancia, y que saliese al siguiente día. Bajó el novicio la cabeza, y pidió una gracia, diciendo:

      —Permítame vuestra reverencia que antes de salir de esta ciudad, en donde he derramado la sangre de un hombre y en donde dejo una familia gravemente ofendida, yo a lo menos la resarza de semejante agravio y le manifieste mi pesar por no poder reparar el daño con pedir perdón al hermano del muerto y aplacar con el auxilio divino su resentimiento.

      Pareciéndole al guardián que semejante acto, además de ser en sí bueno, contribuiría a reconciliar cada vez más la familia con el convento, marchó en derechura a exponer al hermano del muerto el deseo del padre Cristóbal. Tan inesperada propuesta excitó en el ánimo del caballero un nuevo arrebato de cólera; pero templado con vanidosa complacencia, y después de haber estado pensativo algunos instantes, dijo: «Que venga mañana», y señaló la hora. Volvió el guardián al convento con la noticia del permiso.

      Pensó inmediatamente el caballero que cuanto más solemne y ruidoso fuese aquel acto de sumisión, tanto más se aumentaría su crédito en el concepto de los parientes y del público, y sería (según el estilo moderno) una hermosa página en la historia de la familia. Hizo avisar aprisa a todos los parientes para que se sirviesen acudir a su casa a la hora del mediodía siguiente a recibir una satisfacción en común. Al mediodía, en efecto, bullía el palacio de caballeros y damas de todas las edades: se veían ir y venir y cruzarse por todas las salas ricas capas, plumas de varios colores, grandes espadas, gorgueras menudamente plegadas y almidonadas, y vestidos de mil maneras bordados; y en la antesala, en los patios, y aun en la calle, era inmenso el número de lacayos, cocheros,

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