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Ya no escribimos tragedias, epopeyas o pastorales, pero tenemos novelas y cuentos, relatos y ensayos. Sin embargo se ve bien lo que vuelve problemáticas estas distinciones y lo que volvió vano el proyecto de los hermanos Schlegel. Un género no es un género si el tema no lo gobierna. El género bajo el cual se presenta Notre-Dame de Paris es la novela. Pero se trata de un falso género, un género no genérico que, desde su nacimiento en la Antigüedad, no ha dejado de viajar de los templos sagrados y las cortes de los príncipes a las moradas de los mercaderes, a los garitos o a los lupanares, y que se ha prestado, en sus figuras modernas, a las hazañas y a los amores de los señores tanto como a las tribulaciones de los escolares o de las cortesanas, de los comediantes o de los burgueses. La novela es el género de lo que no tiene género: ni siquiera un género bajo como la comedia, a la cual se la querría asimilar, ya que la comedia toma de los temas vulgares los tipos de situación y las formas de expresión que le convienen. La novela está desprovista de todo principio de adecuación. Lo que quiere decir también que está desprovista de una naturaleza ficcional dada. Esto es lo que funda, como hemos visto, la “locura” de Don Quijote, es decir la ruptura que marca con el requisito de una escena propia de la ficción. Es precisamente la anarquía de este no-género lo que Flaubert eleva al rango de “axioma” capaz de expresar “el punto de vista del Arte puro” al afirmar que no hay “temas bellos o feos” e incluso “que no hay ningún tema, ya que el estilo es por sí mismo una manera absoluta de ver las cosas”25. Y, por supuesto, si “Yvetot equivale a Constantinopla” y si los adulterios de la hija de un campesino normando son tan interesantes como los amores de una princesa cartaginesa y son apropiados a la misma forma, de ello se deduce también que ningún modo expresivo específico es más conveniente para una que para la otra. El estilo ya no es entonces lo que había sido hasta ese momento: la elección de los modos de expresión que convenían a diferentes personajes en tal o cual situación y de los ornamentos propios del género. Se convierte en el principio mismo del arte.

      Queda por saber sin embargo lo que esto quiere decir. Una doxa perezosa ve únicamente en ello la afirmación del virtuosismo individual del escritor que transforma cualquier materia vil en oro literario –y en un oro tanto más puro cuanto que la materia es vil–, que plantea su carácter aristocrático en lugar de las jerarquías de la representación y lo sublime, para terminar en sacerdocio nuevo del arte. La muralla, el desierto y lo sagrado no se dejan pensar tan fácilmente. La identificación del “estilo” con la potencia misma de la obra no es un punto de vista de esteta, sino la culminación de un proceso complejo de transformación de la forma y de la materia poéticas. Presupone, a riesgo de borrar sus marcas, una historia más que secular de encuentros entre el poema, la piedra, el pueblo y las Escrituras. A través de esta larga historia se impuso esta idea cuyo rechazo fundaba toda la poética de la representación: el poema es un modo del lenguaje, tiene como esencia la esencia misma del lenguaje. Pero también a través suyo se manifestó la contradicción interna del nuevo sistema poético, una contradicción de la cual la literatura es la cancelación interminable.

      13 Jean-Paul Sartre, Mallarmé. La lucidité et sa face d’ombre, París, Gallimard, 1986, p. 157.

      14 Charles de Rémusat, Passé et présent, París, 1847, citado por Armand de Pontmartin, Nouvelles causeries du samedi, París, 1859, p. 4. Jules Barbey d’Aurevilly, Les Œuvres et les Hommes, Genève, 1968, t. XVIII , p. 101; Léon Bloy, Belluaires et porchers, París, 1905, pp. 96-97.

      15 Gustave Planche, “Poètes et romanciers modernes de la France. M. Victor Hugo”, Revue des Deux Mondes, 1938, t. I, p. 757.

      16 Batteux, ob. cit., p. 32.

      17 Voltaire, Commentaires sur Corneille, in The Complete Works, Cambridge, 1975, t. 55, pp. 465, 976, 964, 965 y 731.

      18 Batteux, ob. cit., p. 33.

      19 La Harpe, ob. cit., t. I, p. 476.

      20 Voltaire, ob. cit., pp. 830-831.

      21 Batteux, ob. cit., p. 33.

      22 Marc Fumaroli, ob. cit., p. 30.

      23 La Harpe, ob. cit., t. I, p. 198.

      24 Cf. J.-M. Schaeffer, Qu’est-ce qu’un genre littéraire?, París, Editions du Seuil, 1989.

      25 Flaubert, carta a Louise Colet, 16 de enero de 1852, Correspondance, París, Gallimard, 1980, t. II, p. 31.

      2. DEL LIBRO DE PIEDRA AL LIBRO DE VIDA

      Antes de la muralla y el desierto sagrado está la catedral. Antes del “libro sobre nada” de Flaubert, y para que ese libro sea concebible, está el libro monstruoso, el “libro de piedra” de Hugo. Indudablemente el texto de Planche es “metafórico”. Hugo crea la novela de una catedral, pero escribe en la materia de las palabras, no de la piedra. La metáfora, sin embargo, no es solamente una manera figurada de decir que el libro de Hugo subordina la acción a la descripción, el discurso a las imágenes y la sintaxis a las palabras. Ratifica de un modo polémico un nuevo principio de traducción de las artes entre sí. Nos recuerda asimismo que la poesía consiste en dos cosas: es por un lado un arte particular pero también ese principio de coherencia del sistema de las artes, de la convertibilidad de sus formas.

      La poética de la representación unificaba el sistema de las Bellas Artes en virtud de un doble principio. El primero era el de la identidad mimética, expresado en el ut pictura poesis. La poesía y la pintura podían ser convertibles entre sí en la medida en que eran historias. Y también en función de este criterio debían ser apreciadas la música y la danza para merecer el nombre de artes. Es cierto que el principio desarrollado por Batteux había encontrado rápidamente sus límites. Diderot había explorado a su propio riesgo los límites de la traducción entre la escena pictórica y la escena teatral. Burke había mostrado que la potencia de las “imágenes” de Milton radicaba paradójicamente en que no mostraban nada. El Laocoonte de Lessing había proclamado la decadencia de este principio: el rostro de piedra que el escultor le había dado al héroe de Virgilio no era capaz de traducir su poesía, como no fuera convirtiendo lo terrible en grotesco. Pero esto no implica el declive del principio de una traducibilidad de las artes aunque este se vea obligado a desplazarse de la concordancia problemática de las formas de la imitación hacia la equivalencia de los modos de la expresión.

      El segundo principio era el modelo de la coherencia orgánica. Fueran cuales fuesen la materia y la forma de la imitación, la obra era “algo vivo y bello”, un conjunto de partes ajustadas para converger en un fin único. Este principio identificaba el dinamismo de la vida con el rigor de la proporción arquitectónica. El ideal mismo que unifica la proporción bella y la unidad orgánica había sido víctima de la crítica de Burke. Pero no existe poética sin esta idea de traducibilidad de las artes y la nueva poética sigue haciendo el esfuerzo de pensar esta traducibilidad: no ya para imponer a las otras artes el modelo de la ficción representativa, sino por el contrario para tomar prestada de ellas un principio sustitutivo de poeticidad, un principio capaz de liberar la especificidad literaria del modelo representativo. Mallarmé y Proust van a ilustrar ejemplarmente este camino singular en el que la poesía intenta arrebatar a la música, la pintura o la danza esa fórmula susceptible de ser “repatriada” a la literatura para volver a fundar así el privilegio poético, aunque tenga que dotar a estas artes de ese principio: “metáfora” pictórica de Elstir o “conversación” de la sonata de Vinteuil. El principio de estos juegos complejos está claro, en todo caso: se trata de pensar, en adelante, la correspondencia entre las artes no como equivalencia entre maneras de tratar una historia sino como analogía entre formas de lenguaje. Si Gustave Planche puede volver contra Hugo la metáfora de la piedra que habla, es porque esta es más que una metáfora, o bien porque en adelante la metáfora es más que una “figura” destinada a ornamentar oportunamente el discurso: como analogía de los lenguajes, constituye el principio mismo de la poeticidad.

      La novela del innovador Hugo y el discurso de su retrógrado crítico se vuelven

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