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asunto cuando muestra una página de las matemáticas requeridas para modelar el movimiento de algunos animales. Full está maravillado. Y señala: “los animales, cuando los ves correr, parecen autoestabilizarse usando básicamente piernas con resortes”. Esto es, ¡las piernas pueden hacer cálculos por sí mismas! Sin cerebro. Sin reflejos. Sin conciencia. “En cierto sentido, los algoritmos de control están integrados en la forma del cuerpo del animal” (Full, 2002).

      Ahora, entender el asunto depende de dos precisiones importantes. La primera es que el concepto de potencia no refiere una disposición consciente. Las lagartijas trepan. Lo hacen. Se trata de las capacidades integradas a los individuos. Si se quiere, la cuestión tiene que ver con lo que los individuos pueden por ellos mismos, según su propia constitución (orgánica, biológica, química, etc.) y sin la necesaria intervención de la conciencia o el espíritu (Deleuze, 2012, pp. 61-64). ¿Qué puede un cuerpo? Esto, aquello. No todos los cuerpos pueden lo mismo. Existen diferencias profundas entre los individuos, pero todos tienen su propia potencia. Las abejas. Los delfines. Las lagartijas. Pero también los seres humanos. La singularidad de un individuo yace en la potencia que le define. Esto, aquello.

      Una segunda precisión es fundamental: potencia no es de aquello que se puede ser si se avanza por una vertical hacia lo alto o hacia lo otro. El concepto de potencia no liga a la idea de alguna clase de querer o intencionalidad que habría de impulsar una búsqueda hacia cosas extrañas o ajenas. No liga, pues, a la idea de que es posible buscar, por alguna razón, algo más: lo que no se es precisamente, pero que es posible obtener por ambición. Quizá una virtud. O más belleza. O cosas como más fuerza, dominio, lujo. Un delfín no desea ser abeja. No lo puede ser. No vemos esa pretensión en la naturaleza. En los seres humanos es distinto y quizá a causa de un largo error —nihilismo, negación, consumo (Deleuze, 2012, pp. 207-209; Tuinen, 2012, pp. 37-57). En contraste, hablamos de potencia cuando hablamos de las capacidades que integran o constituyen esencialmente a un individuo. ¡No se puede querer la potencia! No se puede desear. No refiere un asunto actitudinal. Ni siquiera la idea banal de mejoramiento o evolución. Existe devenir y transformación en la potencia vía la experimentación de las posibilidades inherentes a las capacidades de los cuerpos y a las condiciones de su desarrollo. Se puede descubrir y ejercitar la propia potencia, que es distinto. Soy lo que puedo. Y si existen condiciones, pues puedo más. Cada creencia, cada pensamiento, sentimiento o actividad es lo que es en función de las capacidades. Por eso hace falta descubrir y cuidar con delicada sabiduría la propia potencia y la de los demás seres a través de procesos, actividades abiertas y crecientes ejercicios, sin más finalidad que la de la prolongación saludable y creativa de la vida misma.

      Durante años supimos del diagnóstico cultural según el cual las sociedades modernas, pese a los desarrollos técnicos y tecnológicos de la razón científica, no garantizaban bienestar humano. Es más, la cuestión parecía la contraria: con todo y los procesos de modernización contemporáneos al uso de la razón instrumental, fuimos testigos de fenómenos de agresividad imperante (i. e. la guerra) y de creciente malestar individual (i. e. psicopatologías como la depresión, las neurosis, etc.). En su momento, Freud y otros (como Jung, por ejemplo) pensaron, con preocupación, que las sociedades contemporáneas representaban el escenario de frustraciones, angustias y desamparos que no se podían resolver desde el punto de vista del desarrollo económico, la cotidianidad del trabajo, el consumo, la acumulación del capital, etc. (Blits, 1989, p. 422; Kaye, 2003, pp. 384-390). Freud y otros pensaron, igualmente, que la solución al malestar (illness) de las sociedades contemporáneas dependía de la religión (en el caso de Freud) o de la inauguración de nuevos mitos culturales (Jung) capaces de tramitar las fuerzas del instinto humano usando vías festivas (Kaye, 2003, p. 385). Fue una discusión que hizo época.

      Ahora bien, sin saber cómo juzgar esa solución —es decir, sin saber si hoy podemos señalar que es adecuada o no la idea de que la religión y los mitos culturales son capaces de ofrecer la cohesión social y satisfacer el anhelo de cooperación ­reciente, sobre todo a la luz de los fenómenos de extremismo actuales—, diríamos que es posible considerar un camino alternativo ­asociado a la cuestión del enfoque de capacidades. Digamos, por ahora sencillamente, que en lugar de pensar que la religión o los mitos resolverían el malestar cultural asociado a la ­violencia, la competitividad, el individualismo, etc., vale la pena pensar que la búsqueda de bienestar tendría lugar en el trabajo común ­desarrollado en bien del crecimiento de las capacidades mutuas.

      Por

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