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Pearson (Surcos en el mar), Ana María Nieto Arana (Ensayo final), Marta Santoro (Con el más puro amor), Marta Viana (Una mujer diferente), Raquel Martínez Piñón (Continente blanco) y Mariofelia (De Londres llegó un tutor), que firmó el guion con seudónimo.

      Es con la llegada al cine de María Luisa Bemberg (Momentos, Camila, Señora de nadie, Miss Mary, Yo, la peor de todas, De eso no se habla) que se comienza a hablar de un cine “realizado por mujeres”, y que marca un punto de inflexión para que otras mujeres comenzaran a imaginar la posibilidad de desarrollar algún tipo de carrera en el medio.

      “Mi primera satisfacción en una tarea creativa fue el vestuario de La visita de una anciana dama, interpretada por Mecha Ortiz. Fue bien recibido y yo me sentí muy emocionada. Pero mis familiares no estaban contentos con lo que hacía. En realidad, preferían que no hiciera nada”, disparaba María Luisa Bemberg en la revista La Nación de marzo de 1990.

      A fuerza de empeño y de pelear su lugar en la sociedad, esta mujer, perteneciente a una de las familias más tradicionales de Argentina, tuvo que romper los esquemas y el machismo que la agobiaba y le impedía trascender su género y clase para cumplir, tal vez, su deseo más anhelado: dirigir cine. Experiencias previas como la fundación del Teatro del Globo (junto a Catalina Wolff) y ser parte de la fundación de la Unión de Mujeres Feministas de Argentina reforzaron su compromiso con el arte y la militancia.

      Los cortos Femimundo y Juguetes –en el marco de sendas ferias internacionales del juguete y de la mujer– le permitieron una aproximación a la dirección, algo para lo que venía preparándose durante años, y junto con la escritura de los guiones de Crónica de una señora (1971), basada en su pieza teatral corta La margarita es una flor, y Triángulo de cuatro (1975) la ubicaron dentro del panorama del cine nacional.

      Su llegada no fue fácil; sin embargo, pese a los prejuicios de su familia y la poca participación femenina en la industria, su mirada sobre el universo, que distaba del orden patriarcal que seguía reproduciendo estructuras clásicas en las que las preocupaciones de la mujer quedaban en un segundo plano, la posicionó rápidamente como una de las realizadoras más importantes del cine argentino.

      Sus películas trabajaron relatos íntimos acerca de la opresión y la necesidad de liberación de un machismo imperante dentro y fuera de los hogares, con temas adultos que, mediante la presión que ejercía la censura del momento, aún no habían sido trabajados dentro del cine, lugar en donde reinaba el pasatismo y relatos con mujeres objetos que no podían despegar su fuerza de la imagen dominante.

      En 1995 jugaría a ser actriz en La balada de Donna Helena, de Fito Páez, caso contrario al de aquellas actrices que luego se pusieron detrás de cámara. Acompañando a Bemberg, una figura clave del cine argentino, Lita Stantic, potenció el trabajo de la realizadora. Stantic venía con una tradición desde los márgenes del cine, impulsando a realizadores jóvenes como Pablo Szir, Néstor Paternostro, Mario David, asistiéndolos, creando sus propios cortos, volcándose al cine publicitario, apoyando la distribución clandestina de La hora de los hornos, de Fernando Solanas y Octavio Getino.

      Ya hacia finales de la década del setenta acompañó desde la producción la realización de La Raulito, La parte del león (1978), ópera prima de Adolfo Aristarain, y dos producciones de Alejandro Doria, La isla (1979) y Los miedos (1980).

      Luego comenzaría un camino de colaboración con Bemberg, con idas y venidas, una relación artística pasional que permitió el fortalecimiento de ambas. En 1993 se anima a la dirección con Un muro de silencio, personalísimo viaje hacia la época más oscura de la argentina, jugando con el cine en el cine para demostrar la permanencia de las heridas en la sociedad.

      Siempre presentes los obstáculos, siempre las insinuaciones que buscan disuadir decisiones sobre rumbos y profesionalización en un mundo masculino que impone una mirada que juzga y además imposibilita concretar deseos, en este caso, el de hacer cine.

      Productoras como Sabina Sigler (Quebracho, El hombre del subsuelo, El exilio de Gardel, Tangos), Tita Tamames (La tregua, Las sorpresas), que también se dedicó al vestuario (Pobre mariposa, La tregua, Vení conmigo), ambientación (La revolución, Vení conmigo) y escenografía (Heroína, Vení conmigo), o Diana Frey (La hora de María y el pájaro de oro, La Raulito, Sola, Juan que reía, entre otras) también fueron casos de mujeres que se pararon de otra manera frente a la realidad que les exigía un rol diferente.

      Hacia finales de los años setenta, se destacan figuras como Eva Fainsilberg Landeck (Horas extras, El empleo, Gente en Buenos Aires, Este loco amor loco), Nelly Kaplan (desarrollando su carrera en Francia, con películas como Charles et Lucie, Nea, La Fiancée du pirate); y ya en los años ochenta, varias mujeres pudieron comenzar su carrera en el cine, como Jeanine Meerapfel (Malou, La amiga), no solo dirigiendo, sino en rubros técnicos, pero siempre a la sombra de las decisiones masculinas que imposibilitaban una continuidad de trabajo y una igualdad en el medio.

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